Paul Auster, Ciudad de Cristal
Barcelona , Anagrama, 2005. 150 págs.
Novela gráfica adaptada por
Paul Karasik y David Mazzucchelli
El detective metafísico, Cide Hamete Benengeli y el lenguaje de Dios
Por Iván Gallardo
La crítica especializada en el mundillo del cómic suele padecer un alarmante complejo
de inferioridad que la empuja, bien hacia un victimismo rencoroso, bien hacia un ensimismamiento
complaciente con el medio. Pero cuando el cómic de marras es la adaptación gráfica
de una obra literaria de cierto empaque, las críticas se vuelven hidráulicas, permanentemente
mosqueadas y a la defensiva, amén de perpetrar un comparatismo pedestre y por momentos sañudo.
Parece no entenderse que la literatura y el cómic son dos discursos artísticos de
distinto género, uno sustentado en el lenguaje verbal, el otro en el icónico, y que
por lo tanto piden contrastarse con sus semejantes. A dios lo que es de dios y al César
lo que es del César, porque la mezcla, si no se es un genio hermenéutico, demasiadas
veces termina en una esterilidad conceptual vergonzante o en una moralina se sacristía.
Ciudad de cristal, obra con la que se inicia el tríptico Triología
de Nueva York de Paul Auster, propone una cinegética filosófica bajo el disfraz
de las convenciones del género policiaco, una investigación semiótica
hipertrofiada. Es un texto que indaga en los límites entre la ficción y la realidad,
o más bien en cómo la ficción puede corregir la realidad. Es una obra
de laberintos y de azares, que se abisma en las relaciones entre vida y escritura, entre autor
y personajes, dado que en ella la existencia termina siendo un cuaderno y los días apretados
garabatos. Instila un perfume borgeano semejante al del cabalístico cuento “El
detective y la brújula” y enuncia una nostalgia adánica: aquélla
en la que las cosas y sus nombres se podían intercambiar, porque eran equiparables.
La trama arranca a partir de un equívoco. Una voz al otro lado del teléfono que confunde
al protagonista, Daniel Quinn (cuyas iniciales coinciden con las de un famoso caballero andante), con
un detective privado llamado Paul Auster. Quinn, escritor de novelas policiacas bajo el seudónimo
de William Wilson, decide convertirse en un impostor improvisado y encarnar el papel de su personaje
literario Max Work y suplantar al detective Paul Auster. Debe proteger a una madre y a su hijo de un
marido que acaba de salir de un sanatorio mental. Un hombre, llamado Peter Stillman, especialista en
interpretaciones teológicas del Renacimiento y Barroco, que dio con sus huesos en el manicomio
por haber encerrado a su hijo durante nueve años en una habitación tapiada para enseñarle
el lenguaje de dios. Quinn inicia sus pesquisas en una biblioteca (metáfora del mundo –otra
vez Borges-) leyendo la tesis doctoral de Stillman, obra apocalíptica sobre las visiones del Nuevo
Mundo, El jardín y la torre, título que alude al Paraíso y a la torre de
Babel, es decir, a la pérdida del lenguaje divino y a su fragmentación políglota.
Quinn decide vigilar a Stillman y esta cacería, este acecho afecta a Quinn de tal forma que termina
perdiendo su identidad. En un último intento por recuperar el timón de su existencia, minuciosamente
atestiguada en su diario, decide visitar a la persona que está suplantando, Paul Auster. En la
cita que mantienen ambos personajes curiosamente la conversación termina derivando hacia la literatura,
ya que Auster está escribiendo un ensayo sobre Cervantes y la autoría de El Quijote,
donde el escritor español se vuelve un personaje apócrifo y el cronista musulmán
autor de la novela. Y, hasta aquí podemos leer, para no matar el gusanillo de la curiosidad.
Pero lo más interesante de la adaptación gráfica de la novela de Auster es rastrear
qué aporta el trasvasarla a un lenguaje tan diferente, sustentado en las imágenes y no
sólo en la palabra. Dado que el argumento de la obra es bastante discursivo, en él menudean
la acción y los diálogos en beneficio de la especulación conceptual, y es aquí donde
el nuevo molde artístico ofrece sus mayores aciertos. Porque la fragmentación lingüística
que imprime Auster a su novela permite una fabulosa experimentación icónica por parte del
dibujante, que acepta el reto de filosofar con imágenes; algo, desde luego, nada habitual en el
mundo del cómic. Además, un grafismo sobrio y un pulso narrativo muy ajustado a la trama
contribuyen a que este cómic presente atractivos suficientes como para no dejarlo pasar de largo,
porque, como diría Auster, también se puede vivir en las páginas de un libro, y éste,
no está nada mal.
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