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Johnny Cash. El “Hombre de Negro”Por Xavier Valiño En la cuerda floja, un romance escrito en las estrellas Ni de cerca ni de lejos era la elección más evidente. No hay más que poner juntas una fotografía contemporánea de Joaquin Phoenix y otra de Johnny Cash de mediados de los 60, cuando tenía la edad que tiene hoy Phoenix (32 años): Cash parece tener 40 años mientras que Phoenix pude pasar por poco menos de 20. Las semejanzas físicas son, claro, poco menos que ninguna. Y ése es uno de los aspectos más curiosos de Walk The Line (En la cuerda floja), ya que conocemos muy bien la costumbre de los biopics de intentar conseguir, en lo que se refiere a su reparto, maximizar las posibilidades de mimetismo entre el actor y el personaje biografiado. La película de James Mangold parece funcionar al contrario, al conseguir desde el principio minimizar esas probabilidades. También sabemos los problemas que esa búsqueda del mimetismo levanta, sobre todo cuando el biografiado es alguien que vivió hace suficientemente poco para que su existencia, y sobre todo su fisonomía, haya sido documentada infinitas veces, grabada, fotografiada: se crea un efecto paradójico, ya que el espectador está siempre, incluso inconscientemente o contra su voluntad, a ‘medir’ los parecidos y las diferencias. En ese caso, la neutralización de la desconfianza llega con la superposición del actor con la imagen del personaje, y no en pocas ocasiones para el propio actor -y para quien lo dirige- la emulación del personaje se torna en una prioridad tan absoluta que destroza cualquier posibilidad de reinvención o incluso de retrato: un muñeco parecido no es automáticamente un retrato; un retrato no tiene que pasar por un muñeco parecido -hablemos de pintura, fotografía o cine-. En el contexto de películas dedicadas a figuras de la música popular, podríamos llamar a esa confusión el ‘síndrome de Val Kilmer’, recordando su patético -y marcante, en este sentido- Jim Morrison en The Doors que Oliver Stone dirigió a comienzos de los 90. En En la cuerda floja, James Mangold y Joaquin Phoenix escapan de todo esto y lo hacen bien. Vemos que este hombre (Phoenix) está en el lugar de otro (Cash), percibimos que no son nada parecidos y ya no volvemos a pensar en el asunto durante toda la película; aceptamos el juego y somos libres para ver un personaje y el desarrollo de su trabajo y su caracterización. Nos libramos nosotros, espectadores, y se libran ellos, realizador y actor, para representar un Cash que, en lugar de una instantánea de fotomatón, intenta ser un retrato, pintado, retocado, granulado -se puede escoger una expresión de éstas o otra que se quiera-; en suma, una interpretación de Johnny Cash. Obviamente, esto no significa inventar otro personaje diferente. Por el contrario, queda claro que Phoenix estudió realmente, con toda la atención, la imagen y la voz de Cash. La voz, a pesar de que no suena con el tono barítono de Cash, no la imita nada mal, y seguro que en un programa de imitación de estrellas tendría buenas posibilidades de llegar a la final. Estudió sus manierismos y los gestos, su pose en el escenario, la guitarra casi a la altura de la garganta, el modo en el que torcía un poco la boca al cantar, como si estuviese haciendo un esfuerzo para contener exageraciones expresivas que escaparan de su aura de gravedad impasible. Phoenix estudió todo esto. Pero ‘todo esto’ parte de la imagen pública de Johnny Cash y fue tomado del personaje que él mismo creó, por voluntad propia, por naturaleza o por la conjunción más o menos estudiada de las dos. Es ese ‘Cash-icono’ la fuente de inspiración de Phoenix y el aspecto que fortalece los contornos más reconocibles para su personaje; el sustituto de su fisonomía, por así decir. No exageraríamos si dijésemos que En la cuerda floja, a partir de ahí, trabaja en dos líneas paralelas. Por un lado, está la historia de la transformación de Cash en Cash, rumbo al momento en el que John R. Cash pasa a ser Johnny Cash y a asumir un personaje; el film sitúa ese momento en el concierto de regreso en la prisión de Folsom, cuando Cash se presenta como the man in black, o el ‘Hombre de Negro’. Inmediatamente antes, se ha podido ver un plano de Phoenix, en pose artificial -en ‘representación’-, preparado para asumir su estatus icónico: le dicen que todo vestido de negro dará la impresión de que va a un funeral, a lo que él responde, estudiadamente, “tal vez, tal vez”. Se trata del actor Phoenix encontrando al actor Cash, en total consciencia -de uno y del otro-. Historia de una imagen, En la cuerda floja es también la historia del cuerpo -y del espíritu- que la alimentó. ¿Cómo enfrentarse a esa relación, sus continuidades y contradicciones? Eso también es un desafío de actor. ¿Cómo transmitir lo que conocemos de Cash, esa imagen reconocible, hacia un terreno incierto y secreto, el de la vida íntima? Siendo un biopic, este aspecto es central en la película de Mangold. Y se resuelve en un contrapunto: hacer del personaje un héroe vulnerable, de una rebeldía adolescente -se puede pensar en los míticos personajes de Nicholas Ray; casi se puede jurar que Phoenix también pensó en ellos-, incluso infantil, por lo menos en lo que respecta a su dependencia, a la preponderancia de las figuras maternales, a la incapacidad de comunicación con el padre o, más genéricamente, con representantes de una autoridad masculina (“¿Tiene alguna cosa contra la Fuerza Aérea? Yo sí la tengo”). Historia de crecimiento y madurez, ésta es también una historia de cicatrices. Cash -el verdadero- preguntaba en una canción: “¿Quieren saber por qué siempre visto de negro?”. Decir que En la cuerda floja y Joaquin Phoenix dan a esa pregunta una respuesta en la que podemos creer es, tal vez, el mejor elogio que se les pueda hacer. Que se desengañe quien vaya a ver En la cuerda floja buscando un biopic de formato tradicional de Johnny Cash, pionero del rock’n’roll en los años 50, imagen rebelde de la música country en las décadas siguientes, figura tutelar de la saga ‘americana’ de los años 90, presencia casi mítica salida del Antiguo Testamento en el que se cruzan, a un tiempo, la raíz más profunda de la música tradicional norteamericana y la modernidad traída por el rock’n’roll. Lo que está en el film de James Mangold, realizador interesante pero desequilibrado, capaz de lo mejor y lo peor, para quien este proyecto fue una cruzada personal que le llevó años montar, no es esa historia del superviviente que se supo mantener relevante durante medio siglo; es tan sólo la historia de la pasión de Cash y de su segunda esposa, June Carter, hija de una legendaria dinastía de la música country, contada con los requisitos melodramáticos de los que Hollywood es capaz, disfrazada del recurrente ‘ascensión y caída’ del músico desde el inicio de su carrera en los estudios Sun, bajo los auspicios del productor Sam Phillips, hasta su resurrección a finales de los 60 con el disco grabado en directo en la prisión de Folsom. En la cuerda floja muestra una pequeña parte de la historia de Cash, la parte que Hollywood habrá visto –claro- más interesante: su infancia difícil como hijo de un trabajador pobre que lo rechazó después de la muerte de su hermano mayor, su ascensión a pulso en los tiempos dorados del rock’n’roll en plena década de los 50, la forma en la que se apasionó en la carretera por June Carter y, a pesar de ya estar casado y tener hijos, el descubrimiento de haber encontrado a la mujer de su vida y la persecución hasta que ella la aceptó como esposo. Todo un romance escrito en las estrellas. Ya lo sabíamos de otras películas sobre estrellas del country como Loretta Lynn (Quiero ser libre, de Michael Apted, con Sissy Spacek y Tomy Lee Jones) o Patsy Cline (Dulces sueños, de Karen Reisz, con Jessica Lange y Ed Harris): la música country es el terreno propicio para el melodrama clásico, con su apego a los valores tradicionales de la familia, el escenario rural y la subida a pulso que es el refugio de las edificantes historias de ascenso al estrellato. Si quisiéramos, podríamos ver ahí una ‘pureza’ original, primordial, de la familia nuclear que parece hecha a medida del conflicto clásico del melodrama, entre la razón y la emoción. Y, a pesar de que los personajes que lo inspiraron son personalidades identificadas como ‘rebeldes’ en el universo del country, En la cuerda floja es de lo más clásico que se puede imaginar en el melodrama: son las mismas historias de un amor no correspondido, de un romance lleno de obstáculos, de un corazón indomable que se busca siempre en otro sitio. El título del film es, a este respecto, programático, por ser no sólo uno de los temas clásicos del músico, sino también el símbolo de todo aquello que June le pedía a Johnny para que él fuese capaz de merecerla: “Walk the line”, “apártate de las tentaciones”, “pórtate bien”. Porque sólo en el respeto a los valores tradicionales y de la ‘santidad’ de la familia nuclear su relación, que había comenzado fuera de ella, podía tener sentido, sólo así las heridas de Cash podían sanar. Pero el problema es que es en esa herida, en esa oscuridad que Cash veía, donde reside la intensidad, la energía de su obra. Aquello que nos atrae en Cash no es sólo el melodrama ‘más grande que la vida’ verídico del artista torturado, que existió realmente -la propuesta de matrimonio que Cash le hace en el escenario a June Carter, que parece invención del guionista, es absolutamente cierta-, sino que el músico era un hombre con un lado negro, oscuro. Jonny Cash sentía una especial atracción por el abismo y por la tragedia humana, algo que se convirtió en justo aquello que hizo que su música captara la atención de los presos de Folsom y San Quentin, que los hiciera identificarse con las palabras que aquel hombre cantaba, con la esperanza de redención y la certeza del castigo aprendido de los viejos himnos religiosos que habían formado su gusto -y el de June- por la música desde pequeño. ¿Sería posible, por ejemplo, pensar en su lectura del “Hurt” de Nine Inch Nails sin comprender ese lado negro de quien ganó y perdió, gozó y sufrió, en suma, vivió, que tantas veces se situaba por encima en la música de Cash? Y es ese lado negro el que no se siente en En la cuerda floja; es ese lado negro el que queda por explorar, reducido a recursos demasiado fáciles del dolor del hijo rechazado y del marido incomprendido, al alivio de la droga y del alcohol y de las mujeres fáciles, a la caricatura del artista autodestructivo, olvidándose también de su conservadurismo, su apoyo a los derechos de los indios, su simpatía por los delincuentes o su fundamentalismo religioso. Con todo, nada de confusiones: el film de James Mangold no es un ‘blanqueamiento’ de la imagen de Cash, no escamotea su tendencia autodestructiva ni trata mal (al contrario de lo que una de las hijas de su primer matrimonio pretende) a Vivian, su primera esposa, pintada no como una arpía, sino como una mujer que quería de Cash aquello que él no le podía dar a menos que dejara de ser quien era. La pareja Cash-Carter estuvo presente en el proyecto y el guión desde el principio, a pesar de que la película se completó después del fallecimiento de ambos, y surgió de largas conversaciones entre ellos, respetando el realizador sus voluntades. En la cuerda floja no ‘blanquea’, pero opta por la historia edificante con final feliz, una historia de entre las muchas para las que la vida de Cash podría dar juego y que podrían ser contadas de acuerdo con los patrones de Hollywood. Hay, ciertamente, honestidad en En la cuerda floja. No podía ser de otro modo, vista la inversión y la entrega que se siente de parte del equipo y de los actores, a los que, si acaso, se les puede disculpar la osadía de grabar e interpretar canciones tipo fotocopias, a imagen y semejanza de los originales, por cuanto la idea fue una imposición del supervisor musical y veterano productor T-Bone Burnett. Y el film acaba por pertenecer más a Reese Witherspoon, que consigue, con un personaje más difícil de partida, hacer olvidar su imagen de actriz de comedia y colocar enfrente nuestra a June Carter de cuerpo entero, robando el protagonismo a un Joaquin Phoenix entregado al mimetismo de la fisicidad y de la energía de Cash, aunque incapaz de hacernos olvidar al actor detrás del personaje. Hay honestidad, corrección, eficacia; hay un melodrama bien hecho sobre un cantante de éxito. Pero ésa no es toda la historia del Hombre de Negro. Johnny Cash, espíritu muy antiguo en un cuerpo muy joven En las Crónicas que editó el año pasado, Bob Dylan habla de un período en el tiempo, la década de los 50, en la que sintió que Norteamérica se transformaba para siempre, de forma definitiva, irremediable. Todos los personajes que describe, los ambientes que evoca, las memorias que recupera, indican en el fin de la Norteamérica que, con sobresaltos pero en línea recta, sin desvíos, había existido desde el final de su Guerra Civil. El viaje hacia el Oeste alimentado por emigrantes de todas las nacionalidades, la euforia económica de las primeras décadas del siglo XX, la Gran Depresión que le siguió, la II Guerra Mundial y los años de optimismo que llegaron después son los que Dylan describe a Martin Scorsese en el documental No Direction Home, como representando el crepúsculo de la inocencia norteamericana. Años y años de convulsiones y profundas transformaciones que, con todo, mantenían inalterable la esencia de una Norteamérica a la que no podíamos aún llamar mítica. ¿Cómo llamar mito a lo que estaba todavía profundamente presente, enraizado en la vivencia de aquellos que lo habían experimentado en primera mano, de aquellos que lo tenían cicatrizado en la piel y que lo habían preservado en cancionero hecho de las vivencias cotidianas, no relegado a lectura de biblioteca? Dylan, en medio de las corrientes enfrentadas, el pasado estructurado en disolución y el futuro que se comenzaba a anunciar, deambulaba por el Greenwich Village de Nueva York y fabulaba con bibliotecas, biografías, artistas del folk y todas sus historias disponibles. Como recoge en sus Crónicas, el futuro no ejercía sobre él ninguna fascinación. Le interesaba el pasado, y de él extrajo la materia prima con la que construyó la primera de sus muchas máscaras. Johnny Cash puede haber sido también un hombre de máscaras pero fue, principalmente, alguien que llevo consigo todas sus contradicciones, con todos sus valores, de ese pasado a punto de disolverse. Fue alguien que atravesó sin ceder la barrera entre el ‘antes’ y el ‘después’. Un espíritu libre en conflicto, más rebelde por la incapacidad de aplacar sus demonios interiores que por convicción; un espíritu muy antiguo en un cuerpo demasiado joven, demasiado deseoso de ceder a la tentación. En En la cuerda floja, la película sobre una parte de su vida realizada por James Mangold que recientemente se ha estrenado, el puente entre esos dos tiempos está claro. El ‘antes’ está marcado por la infancia en los campos de Arkansas, en los himnos gospel aprendidos con su madre, está en la familia Carter que lo acompaña desde joven a través de la radio de casa, como premonición del ‘anillo de fuego’ que lo uniría a June Carter. El ‘después’ es aquella música demasiado agreste para ser country y demasiado adulta para ser rock’n’roll. Todo ello configura un mundo con un cuadro de referencias viejas de un siglo en descalabro y Johnny Cash atravesándolo cual personificación excesiva del conflicto latente. Love, God, Murder -Amor, Dios, Muerte-, como reza el título de uno de sus más famosos recopilatorios. Rock’n’roll y redención, resumimos nosotros. Cristo y Jesse James. Johnny Cash encarnó la vieja Norteamérica que Dylan veía desaparecer. Nacido en el seno de una familia de agricultores sobreviviendo al abrigo del new deal de Roosevelt -criado para apoyar a los supervivientes más necesitados de la Gran Depresión-, creció educado en el temor a la justicia de Dios y respetando una jerarquía de valores donde cosas como la honra, el trabajo y la dignidad aparecían en lugar preponderante. Cantaba himnos gospel con su madre, aprendía a dar los primeros acordes con un vecino y tenía como compañía insustituible la radio que su padre había comprado para informarse de las crecidas del Mississipi. Años después, con todo, mientras cumplía el servicio militar en Alemania, período en el que compuso sus primeras canciones, no se deshizo de su inspiración de salmos bíblicos: “He matado a un hombre en Reno sólo por verlo morir”, es lo que dicen los primeros versos de “Folsom Prison Blues”, escrita tras ver un documental sobre la prisión que se convertiría para él en una imagen de marca. Es la vieja Norteamérica construida con una mano sobre la Biblia y la otra sobre el revólver: pecado y redención. Cristo y Jesse James. Johnny Cash partido por la mitad, un Johnny Cash que transporta la vieja América hacia la nueva que surge y que, por eso mismo, nunca se encontraría verdaderamente encuadrado en ella. Inició su carrera en los estudios Sun de Memphis, los mismos en los que empezaron Elvis Presley o Jerry Lee Lewis. Abandonó el gospel ‘obligado’ por el productor Sam Phillips y, con los Tennessee Two -el bajista Marshall Grant y el guitarrista Luther Perkins-, creó un sonido áspero y agresivo que le debería garantizar un lugar en la historia como precursor del rock’n’roll. Así lo dice la rudeza que empleaba en el country, así lo dicen las canciones grabadas con Elvis Presley, Jerry Lee Lewis o Roy Orbison, así lo dice la histeria de las fans adolescentes y los singles destacados en las listas de ventas. Cash, con todo, sería inmortalizado como el nombre más grande del country -la música antigua- y, sobre todo, como un artista por encima de distinciones de género musical. Así lo dictó el genio, un genio unánime, un genio controvertido e inquietante. Lo vemos en el escenario: guitarra en diagonal, con el cuerpo erguido y el brazo apuntando al público, mientras con su mirada penetrante, viva y enigmática, desafiaba a todo los que lo observaban desde la platea. Kris Kristofferson diría a este respecto: “Era un terror divino, y se convirtió en el Padre de nuestro país”. Lo escuchamos en disco: una voz granítica, aparentemente poco dotada, aunque inmediatamente reconocible y con una expresión inimitable. “No sé de dónde venían esas voces de Dios, no sé quién las sustituirá”, suspiró Nick Cave a la revista Mojo, comentando su muerte el 12 de septiembre de 2003. Su renacimiento al final de su carrera en las manos del productor Rick Rubin, etapa en la que le escuchamos robar para sí canciones como “Personal Jesus” de Depeche Mode, “One” de U2 o “Hurt” de Nine Inch Nails, sólo amplifica el suspiro. Acompañamos la biografía: el hombre movido a anfetaminas desde su primera actuación y que, décadas después de deshacerse del hábito que casi le cuesta la vida y la carrera, decía sentir falta de energía, del vértigo que la droga le daba a su música. El ‘Hombre de Negro’ que, en la canción que le inmortalizó el apodo, cantaba: “Voy de negro por los pobres y los maltratados que viven en el lado hambriento de la ciudad”. “¿Por qué de negro? ¿Vas a algún funeral?”, le preguntan varias veces en la película En la cuerda floja. Respuesta invariable: “Tal vez, tal vez”. El cantante respetado por los conservadores que cuenta como discos más vendidos dos actuaciones en directo en prisiones de alta seguridad (Live At Folsom Prison y Live At St. Quentin) y el músico de una generación anterior que, por su mismo calado moral, es adoptado por la joven contra-cultura americana como uno de los suyos. La rebeldía de los discos en directo, la empatía generada con los prisioneros y las provocaciones a la autoridad en lo alto de un escenario así lo atestiguan. Cantó a la fe de una forma tan convencida como encarnó el crimen, y fue un hombre tan deseoso de la redención como consciente de la imposibilidad de ceder a la tentación: “Walk The Line”, una de sus canciones más famosas, es la confesión de eso mismo. Y, por fin -que es una forma de volver al inicio-, el clasicista revolucionario, héroe no declarado del rock’n’roll, dictó el destino que tendría que seguir inevitablemente, para que todo tenga sentido, a la familia más importante e impoluta de la música country, la Carter Family. En la cuerda floja es la historia de amor de Johnny Cash y June Carter, con la vida de Cash, sus convulsiones y contradicciones como plano de fondo revelador. James Mangold, el realizador de En la cuerda floja reconoció recientemente haberse centrado en un período específico de la vida de Cash, desde la infancia hasta sus primeros tres lustros de carrera, para “representar una imagen de él que, en cierta forma, fue apagada”. Viendo el film sabemos que no sólo fue por eso. En la cuerda floja es, primero, una historia de amor y, sólo después, la de una carrera. El hecho es que entre la entrada en los estudios Sun, en 1955, y el concierto grabado en la prisión de Folsom, en 1968, Johnny Cash se asentó en el universo de la música popular como uno de sus máximos símbolos. A pesar de que el renacimiento en la década de los 90 fue la confirmación definitiva de que nos encontrábamos ante un genio mayor, sólo lo que grabó en aquellos años le habría asegurado la inmortalidad. En ellos, y en la película que ahora se estrena, encontramos todo aquello que componte la cosmología cashiana: la infancia pasada entre la radio y el libro de cánticos de su madre, las marcas dejadas por un padre severo y alcohólico y, principalmente, la muerte de su hermano pequeño, culpa cristiana que, como señala el film, nunca más lo abandonará. La perseverancia en continuar una carrera musical cuando todos los caminos, de las puertas de los estudios a la oposición de su primera mujer, parecían cerrados. Éste es el hombre que, al entrar en una sala de grabación, tres días después de la muerte de June Carter, exclamó: “No desisto, no creo en desistir”. Los excesos de una vida en los primeros pasos del rock’n’roll, pasada en largas giras por los Estados Unidos en pequeños coches y mantenida a base de dosis industriales de anfetaminas y cerveza. La prisión y la drogodependencia. El amor obsesivo por June Carter, que sobrepasa los convencionalismos, que superó el espacio y el tiempo y que, al fin, acaba por ser su salvación. En a cuerda floja es la historia del camino al éxito de una de las voces más singulares de la música norteamericana, de la turbulencia que la creó y, por fin, de su redención y matrimonio con June Carter. En 1968, cuando atraviesa las puertas de la prisión de Folsom, es ya el ‘Hombre de Negro’, donde conviven lo sagrado más profundo y el profano más visceral, el músico que revolucionó la música country y vivió intensamente los escenarios, la música, la cerveza, la droga y los desacatos con los pioneros del rock’n’roll. Es el héroe de los fuera de la ley y una voz respetada por los puritanos. Es la Biblia y Jesse James con una guitarra colgada del cuello: el espíritu de la vieja Norteamérica perpetuándose de la mejor manera posible.
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Nº 9 - Marzo de 2006 |
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