VICENTE QUIRARTE: NOMBRE SIN AIRE
Editorial Pretextos, Valencia, 2004. 101 páginas
EL PODEROSO SON DE LA ZARABANDA
Por María Ángeles Maeso
Nombre sin aire se ciñe a las dos extremos donde bebe el arte, eros y tanatos, el haz
y el envés de la hoja de la vida. Lógicamente, nada nuevo. Pero siempre es nueva
la mirada hacia esos dos confines y “todo hay que inventarlo”, afirma este poeta. Nueva
resuena su voz abisal que rectamente nos lleva hacia el objeto, que nos mueve hacia su mirada de
primer plano: Una muerte bien concreta, bien cercana, bien explorada, la de un hermano. Una amor
bien vivido, bien real, el erótico. La poesía una vez más halla ahí su
sitio. A cada uno de esos dos extremos corresponde una parte del poemario: “Zarabanda con
perros amarillos” y “Casidas del nombre sin aire” En una y otra ninguna estridencia
amenaza la rotura del arco que no cede en su tensión al alzarse hacia la abstracción
y universalizarse.
Los perros amarillos de la primera parte, los que mueren jóvenes, componen una elegía de
extraordinaria serenidad. Un aullido en voz baja hecho de bellísima lentitud rítmica para
resistir el rostro de la muerte: “Ese tiempo impecable / que congela el presente/ y nos enseña
a respirar con más respeto” Un cara a cara que opone al silencio cuanto fue vivo y bello.
En su mención lo es, y el poema resulta no el mapa donde fulge el dolor, sino el mapa que nos
atrapa por sus indicaciones del gozo y de la belleza. El dolor que tiene nombre de familia alcanza
al mundo y se hermana con la historia de otras muertes: la camisa ensangrentada de los cuadros de Goya
o la camisa de los hermanos Machado en Colliure es la misma blanquísima camisa que viste el cuerpo
del hermano muerto. La que nos hace aseverar que el mundo es más joven que nosotros y en consecuencia,
la que también nos lleva a su envés: “Esto se llama Hoy y ya es bastante”.
La segunda parte corresponde a las casidas, prosas poéticas en su mayor parte, celebradoras del
amor. Un lenguaje repleto de imágenes de la cultura árabe: días como palmeras o
dunas del desierto describen la piel o presencia femenina. A su poesía clásica se ajusta
la minuciosidad nominativa que exhibe Quirarte en esta segunda parte con la que persigue el mismo tipo
de sensualidad: la misma mirada troceadora masculina, un mismo modo de amar a la mujer por partes, ya
explotado por el modernismo, y que hoy nos resulta un tanto anacrónico (“Casida de tacón
de aguja”) Estos poemas hedonistas contrastan con otros que muestran escenarios de pobreza, donde
el amor es un roce al paso, y que en conjunto contribuyen a tensar el arco, bien alejado del sereno dolor
de la primera parte. Si en ella, los perros de la muerte tocaban limpiamente su zarabanda aquí,
en el espacio del eros, tiene morada el horror (“Casida con dos niñas”) y un dolor
hecho de pobreza. La certeza del goce efímero y la vecindad del dolor impiden la celebración
del carpe diem. El amor, “espejismo fugaz de ser en otro” no es la muerte aún, pero
tanto se le parece.
El libro se cierra con unos textos que, a modo de proverbios, resumen su poética (“lo vivido
transformado en ejemplar, la confesión en inevitabilidad”) o la noción del amor como
laberinto inevitable. La voz del enamorado, en su urgente respiración, ocupando el aire, se sabe
más vivo que nunca. De ahí el título de este libro, tan recomendable.
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