Alberto Méndez, Los girasoles ciegos
Barcelona, Anagrama 2004, 155 págs.
Premio de la Crítica, 2004
Premio Nacional de Narrativa, 2005
por Iván Gallardo
La memoria del miedo
Fueron tiempos en los que la mayoría de los españoles estaban tatuados por la muerte,
tiempos en los que cada superviviente era una cicatriz inconmensurable y en los que sólo
los cadáveres no asustaban. Su recuerdo es difícil, su memoria compleja. Pero en
ocasiones alguien los conjura en un rito de papel y letras en el que se abre camino, como una flor
delicada y extraña, la verdad de la escritura.
Han tenido que pasar casi setenta años para que un conjunto de relatos vuelva por esas escondidas
sendas. Resulta sorprendente que todavía hoy los mejores cuentos sobre la Guerra Civil española
se escribieran en medio de aquella contienda, a manos de un liberal republicano. Ese hombre se
llamaba Manuel Chaves Nogales -el de la famosa biografía de Belmonte- y el libro se tituló A
sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (Espasa Calpe, 2001).
Tres cuartos de siglo después un escritor hasta ahora desconocido, Alberto Méndez,
que falleció hace unos meses, publica Los girasoles ciegos , cuatro impresionantes
relatos sobre la primera posguerra que discurren desde el mismo día en el que el coronel
Segismundo Casado rinde Madrid a las tropas nacionales hasta el año 1942. Merece la pena
leer estos dos libros juntos, el cóctel es inolvidable.
Lo primero que llama la atención en este libro es la honda compasión que se desprende
hacia los protagonistas de los relatos, porque para su autor son los representantes de varias generaciones
de españoles que tuvieron que aprender a vivir en aquellos tiempos terribles. Cada historia
está pensada de tal forma que constituya un poderoso mensaje articulado en una doble perspectiva:
la denuncia y el homenaje. Denuncia de las barbaridades de los Vencedores, homenaje al sufrimiento
de los Vencidos. Es por lo tanto uno de esos libros que se dicen partidistas, es decir, que toman
partido por algo o por alguien, aunque en ocasiones de una forma injusta, incluso intoxicada de
ideología. Porque al terminar el último relato a uno le han contado que en la posguerra
los perdedores acapararon el monopolio del sufrimiento, como si la miseria, el hambre, la mezquindad
y el dolor fueran el patrimonio sólo de algunos. No es buen homenaje ese que discrimina
a la hora de otorgar carta de validez al sufrimiento y no es buena esa memoria histórica
que es parcial, que selecciona según intereses y se olvida de realidades incómodas.
La dignidad del sufrimiento de aquellos hombres y mujeres no entiende de ideologías y tampoco
debería ser excluyente.
Los relatos cuentan cuatro historias que pudieron ser reales, aunque eso no es lo fundamental, porque
lo que sí tienen son su parte de verdad , y eso es importante para una época en la
que todo era real, pero nada verdadero.
El primero narra la historia del capitán del ejército nacional Carlos Alegría
que, el mismo día en que Madrid iba a ser entregada a las tropas de la Gloriosa Cruzada,
decide rendirse al ejército del Frente Popular. Todo el relato intenta explicar esa decisión,
a priori incomprensible, tanto para la gente de los dos bandos como para el propio lector. Pero
poco a poco, a medida que lo juzgan por deserción, sobrevive a un fusilamiento y huye sin
ganas de salvarse, van apareciendo las razones de tan extraño acto, que en el fondo es un
intento por abdicar de una vida despojada de toda su humanidad por la guerra y cegada por la ira
de otros.
El segundo relato es la trascripción de un cuaderno a través del cual nos enteramos
del intento de huída a Francia de una pareja joven al poco de terminar la guerra. Pero tienen
la desgracia de que ella de a luz en la montaña y muera en el parto. El relato recoge una
especie de diario del padre, crónica de una supervivencia inútil junto al recién
nacido. Es el texto más breve del libro, pero no por ello dejar de ser el más impresionante,
y el más duro de todos, porque es un ejemplo de injusticia incomprensible que condensa tanta
y tal cantidad de desesperación que se erige como símbolo definitivo del miedo y
la derrota existencial.
El tercer relato se sitúa en 1941 y narra la historia de Juan Senra, un médico republicano
encarcelado en una prisión madrileña. El día que el Tribunal para la Represión
de la Masonería y el Comunismo lo va a condenar a muerte, su presidente lo salva porque
conoció a su hijo, asesinado por unos chequistas. Senra va urdiendo, cual Sherezade, entre
el instinto de supervivencia, la compasión y el asco, un pasado heroico para aquel hijo
que apacigua el dolor del juez militar y de su mujer. Sustratos mendaces y apócrifos que
van cubriendo la realidad atroz de su comportamiento, ya que fue un delator de quintacolumnistas
y un traficante de medicamentos en mal estado que causaron la muerte a cientos de inocentes indefensos.
También en este relato queda reflejada la durísima vida cotidiana en las cárceles
franquistas, parte esta que le debe mucho al libro autobiográfico de Eduardo Guzmán Nosotros
los asesinos , que narró esa dilatada tortura con todo detalle.
El último relato recoge tres discursos entremezclados. El del narrador que enuncia la historia
desde el presente de los hechos, la confesión de un cura atormentado por las delicias de
la carne y los recuerdos ya desde la madurez del niño que protagoniza la historia. Un niño
cuyo padre, importante republicano, se ve obligado a vivir escondido en un armario en una liturgia
permanente de miedo y silencio. También es triste este relato que vuelve a encarnar el miedo
de tantos seres humanos de aquella época en unos personajes abatidos y desorientados como
los girasoles ciegos.
Visto en su conjunto, el libro presenta una sorprendente continuidad entre sus partes, tanto temporal,
como de tono y estilo. Incluso la historia inacabada de algún relato se cierra en otro de
forma sorprendente. En todos los cuentos se utilizan documentos (cartas, actas judiciales, confesiones,
libretas, diarios, etc.) que ayudan de manera extraordinaria a dar verosimilitud a los relatos
y a lo que allí se cuenta y a crear un interesante juego de perspectivas. Es evidente que
Alberto Méndez era un excelente narrador, que demostraba un cariño especial por el
idioma (que manejaba como muy pocos en la actualidad), y que conocía a la perfección
ese extraño arte que es el de contar historias. Por eso resulta un tanto chocante el desequilibrio
que hay en los relatos a la hora de construir a los personajes, delineados con primorosa profundidad
excepto aquellos que están en el bando de los vencedores. Y es que el falangista de pelo
engominado y atento a su correajes, el militar que se atusa el bigotillo o el cura obsesionado
por unos muslos firmes parecen caricaturas de sainete y eso contrasta enormemente con el realismo
con el se construye cada relato, restando por momentos credibilidad a la historia.
Los distintos y merecidos premios que ha recibido garantizan de alguna manera que este libro fundamental
no caiga en el limbo de nuestro esquizofrénico mercado editorial del momento. Un libro delicado
y profundamente conmovedor, que reconciliará a cualquiera que se acerque a él con la literatura,
y que le supondrá una aventura humana e intelectual de hondo calado.
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