René Daumal: El monte análogo
Atalanta. Trad. de María Teresa Gallego. Barcelona 2006. 177 págs
Por Ismael Belda
René
Daumal (1908-1944) es uno de esos autores extraños que a veces
encontramos en la historia de la literatura. No es un gran escritor, no
se lo menciona con frecuencia al hablar de la literatura de su época
y ni siquiera constituye una deslumbrante anomalía, como es el
caso de compatriotas y contemporáneos suyos como Raymond Roussel
o Alfred Jarry (con los cuales sin embargo tiene elementos en común);
y sin embargo sus escritos poseen un no sé qué inexplicable
e irresistible que nos habla, cuanto menos, de una personalidad artística
completamente original.
El monte análogo, novela de aventuras alpinas, no euclidianas
y simbólicamente auténticas, comenzada en 1939 e interrumpida
por la temprana muerte de su autor en 1944, es desde luego una novela
atípica. En la época de André Gide, Jules Romain,
Mauriac, Bernanos o Céline, nos encontramos con una novela no psicológica.
La acción no se basa de ningún modo en las consecuencias
de procesos mentales de los personajes, los cuales carecen de la profundidad
que solemos asociar con los personajes redondos (por usar la terminología
de E. M. Forster). La acción, más bien, es la propia de
la novela de aventuras, lineal, lógica y de aspecto ingenuo, y
es inevitable pensar en Julio Verne cuando comenzamos a leer las primeras
páginas. Aventuras, proto-ciencia-ficción… Pero claro,
René Daumal no es una escritor de literatura popular; él
era fundamentalmente un poeta, un hombre que cuando era aún muy
joven había fundado una sociedad literaria vanguardista llamada
los "hermanos simplistas", en torno a la revista Le grand jeu,
inspirada en Jarry y en los surrealistas, y que había escrito un
gramática de sánscrito para
uso personal a los dieciséis años. Y desde luego El monte
análogo no es una novela de aventuras al uso, sino más bien
un novela simbólica acerca del tema más antiguo del mundo:
la búsqueda espiritual.
Pierre Sogol (que corresponde en cierto modo al tipo de científico
de la novelas de Verne, o al Martial Canterel de Raymond Roussel) es un
hombre que ha buscado durante toda su vida "algo diferente".
Alpinista consumado, pasó parte de su vida en un misterioso monasterio
y se ha dedicado también a la ciencia, por supuesto con gran éxito.
Al principio de la novela, Sogol reúne a un grupo de alpinistas
que despuntan cada uno en distintas áreas para salir en busca del
monte análogo. El monte análogo es la montaña más
alta del mundo, muchísimo más alta que cualquier cima del
Himalaya, y nunca ha sido descubierta por la ciencia. La montaña,
que se encuentra sobre una isla (o más bien sobre un continente),
posee a su alrededor un extraño campo de fuerza que curva la luz
y la gravedad de tal forma que resulta invisible para quien pase junto
a ella y que incluso desvía el curso de los barcos, a pesar de
que para cualquier observador (y aún para los instrumentos) el
barco haya seguido una trayectoria perfectamente recta.
He aquí el planteamiento de una historia que se desarrolla de forma
perfectamente lineal y clásica y que nos conducirá a lugares
donde todo es cada vez más densamente simbólico: en las
laderas del monte análogo se puede encontrar un extraño
mineral transparente, durísimo y esférico, llamado péradam;
toda una sociedad se basa allí en las relaciones entre aquellos
que viven a los pies del monte y aquellos que se convierten en guías
de montaña (que recuerda levemente a El castillo, de Kafka); leeremos
la bellísima "Historia de los hombres-huecos y de la Rosa-amarga"
y, de pronto, llegaremos al demasiado abrupto final.
La tuberculosis acabó con la vida de René Daumal a los treinta
y seis años, en mitad de una frase de El monte análogo.
Tenemos entre manos una novela que no ha terminado de nacer, y así
como en otras ocasiones esto es en el fondo irrelevante para el disfrute
del lector (pienso en obras maestras como las tres novelas de Kafka, El
viaje sentimental, de Laurence Sterne, El hombre sin atributos,
de Musil, o 2666, de Roberto Bolaño), aquí sentimos
una aguda sensación de pérdida cuando llegamos a las últimas
páginas. Esto no evita que lo que nos queda sea una lectura deliciosa
en muchos sentidos.
La preciosa edición de la editorial Atalanta viene acompañada
de un texto fascinante de Daumal llamado Unos cuantos poetas franceses
del siglo XXV, y de un interesante e iluminador epílogo firmado
por Clara Janés.
En
1930, Daumal conoció a Alexandre de Salzmann, uno de los principales
discípulos de Georges Ivanovich Gurdjieff, el gran maestro espiritual
greco-armenio que comenzó sus enseñanzas tal y como las
conocemos en la primera década del siglo XX en Rusia. El sistema
enseñado por Gurdjieff, de carácter esotérico, hizo
una profunda mella en Daumal (al igual que al parecer ocurriría
con otros escritores de su época, como Katherine Mansfield), y
se sabe que Daumal trabajó con él y esto influyó
decisivamente en los últimos catorce años de vida de nuestro
escritor. Es cierto que se distinguen varias resonancias del sistema dentro
de la novela, a veces incluso desarrollos de metáforas usadas por
el propio Gurdjieff (lo cual nos puede provocar a veces una leve pero
incómoda sensación de estar leyendo una alegoría),
pero aparte de eso la novela no depende de ninguna estructura ideológica
para ser comprendida y sólo intenta formar parte del muy antiguo
río de las ficciones y mitos que muestran aspectos espirituales
del hombre. ¿Hay alguna otra razón para que fuera inventada
la ficción por el hombre?
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