Ariadne auf Naxos
Arriba y abajo
Por Jorge Barraca Mairal
Música de Richard Strauss.
Libreto de Hugo von Hofmannsthal.
Dirección Musical: Jesús López Cobos.
Dirección de Escena: Christof Loy.
Escenografía y Figurines: Herbert Murauer.
Iluminación: Jennifer Tipton.
Intérpretes: Götz Argus (El mayordomo), Katharine Goeldner
(El compositor), Lyubov Petrova (Zerbinetta), Anja Kampe (Ariadne),
Robert Brubaker (Bacchus), Stéphane Degout (Arlequín), Francisco Vas
(Scaramuccio), Darren Jeffery (Truffaldin), Norman Reinhardt (Brighella),
Susana Cordón (Náyade), Deanne Meek (Dríade), Judith van Wanroij (Eco),
Wolfgang Holzmair (Maestro de música), Graham Clark (Maestro de danza).
Orquesta Titular del Teatro Real (Orquesta Sinfónica de Madrid).
Madrid. Producción de la Royal Opera House, Covent Garden (2002).
Teatro Real. Funciones del 27 de septiembre al 15 de octubre de 2006.
Ariadne auf Naxos es una ópera con un enredo considerable
y una gran riqueza de situaciones, lo que favorece una puesta en escena
ágil y variada. Por ello, es difícil dar con dos montajes
similares. En Madrid, además, hasta la fecha había poco
con que comparar, pues únicamente habíamos podido disfrutar
de un par de representaciones en un lejano 1969 y las siete (más
recordadas) que ofreció en 1983 el Teatro de la Zarzuela.
Aunque ciertamente el abigarramiento de la página supone un interesante
reto para cualquier director de escena, a la vez le coloca en una situación
muy comprometida, pues la conjunción de caracteres tan opuestos
como los que imaginaron Strauss y Hofmannsthal y de elementos dramáticos
tan dispares y con tan rápidas transiciones hacen que la presentación
de la obra tenga que mantener siempre un complicado equilibrio entre
la coherencia y claridad de discursos y la diversidad inherente a su
argumento.
Para esta ocasión, nuestro coliseo ha recurrido a un montaje
de la Royal Opera House, Covent Garden de hace cuatro años. Su
responsable, Christof Loy, plantea una interesante actualización
de la ambientación, que, en el Prólogo, localiza la acción
en un hotel de lujo entorno a los años treinta o cuarenta (a
juzgar sobre todo por el vestuario), y para la parte de la representación
operística en sí en un marco más intemporal (donde
se mezclan, además, vestuarios y atrezzo de distintas épocas).
No obstante, estos ámbitos espacio-temporales resultan menos
importantes que el sobresaliente juego de movimiento, a lo largo de
toda la ópera, de los cantantes y los figurantes.
Desde luego, ha resultado un auténtico acierto la división
de dos partes del escenario del Prólogo. En la de arriba vemos
llegar a la fiesta a los elegantes invitados, mientras que en la de
abajo los cantantes de ópera y los cómicos se preparan,
llenos de nervios y rivalidad, para su actuación. El mayordomo
sirve de enlace entre estos dos mundos que, hasta el momento del inicio
de la "función doble" (nunca mejor dicho), permanecerán
incomunicados. De esta forma, la idea de los que están "abajo"
sujetos a los caprichos de los de "arriba" (como de hecho
sucederá en la trama) queda perfectamente reflejada y las transiciones
son resueltas de forma rápida y magistral. La llegada progresiva
de la troupe circense y las apariciones de los ‘exquisitos’
cantantes líricos son otro logro de imaginación; la caracterización
de ambos tipos —en particular, la de los vulgares comicastros—
es muy feliz.
Para la parte de la ópera de Ariadna, el director de escena transforma
radicalmente el ambiente y se acomoda así de forma adecuada a
la delicadeza de la música de ese momento; no obstante, retoma
los detalles iconoclastas cuando entran en escena Zerbinetta, Arlequín,
Scaramuccio y el resto de cómicos. Ciertamente, la integración
de las dos maneras de concebir el teatro resulta satisfactoria, aunque
quizás es algo que se pierde cuando, en la última parte,
Baco hace su entrada.
Jesús
López Cobos fue una batuta inspirada. Maestro de la concertación,
sobre todo cuando hay que conjugar tantos planos sonoros y vocales,
dio una lección de buen hacer y regaló unos detalles tímbricos
que hicieron justicia a la partitura de Strauss.
El segundo reparto, que es el que se comenta en esta crítica,
fue muy bueno, aunque desigual. Lo mejor sin duda vino de la rusa Lyubov
Petrova que se enfrentó con éxito a la parte de Zerbinetta
y la sacó adelante de forma brillantísima. La soprano
ya nos había demostrado su gran calidad la pasada temporada con
su participación en la Helena Egipcíaca y aquí
se consagró como una ligera de espléndida proyección.
Bien secundada por Stéphane Degout, como un Arlequín de
medios generoso, y algo menos por Francisco Vas (Scaramuccio) o Darren
Jeffery (Truffaldin), los cuales, no obstante, se plegaron a la dirección
escénica para ofrecer un espectáculo muy divertido.
En la parte seria hay que rescatar la buena labor de Katharine Goeldner
como el compositor, sobre todo por la pasión que insufló
a su papel, y la de las tres ninfas que acompañan a la protagonista:
Susana Cordón (Náyade), Deanne Meek (Dríade), Judith
van Wanroij (Eco), siempre muy bien armonizadas.
La Ariadna de Anja Kampe exhibió un instrumento de
timbre aterciopelado, carnoso y vibrante, sin embargo, dramáticamente
resultó algo fría y no llegó a transmitir vocalmente
la desolación del personaje. No obstante, muchos menos convincente
fue el Baco de Robert Brubaker que hizo gala de unos potentes pulmones,
pero, por desgracia, puestos al servicio de un canto estentóreo,
sin matices, permanentemente en forte y ayuno del calor ardoroso
que es la seña de identidad de su papel. Muy bien para terminar
la caracterización del mayordomo, el maestro de música
y el de baile.
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