DON CARLO - Giuseppe Verdi
Música de Giuseppe Verdi.
Libreto de Joseph Méry y Camille du Locle, basado en la obra homónima de Friedrich Schiller.
Dirección Musical: Jesús López Cobos.
Dirección de escena, escenógrafo y figurinista: Hugo de Ana.
Iluminador: Sergio Rossi.
Coreógrafa: Leda Lojodice.
Intérpretes: Giacomo Prestia (Felipe II), Walter Fraccaro (Don Carlo), Simon Keenlyside (Rodrigo,
Marqués de Posa), Askar Abdrazakov (El Gran Inquisidor), Josep Miquel Ribot (Un fraile),
Olga Guryakova (Isabel de Valois), Carolyn Sebron (La Princesa de Éboli), Fabiola Masino
(Tebaldo).
Coro y Orquesta Titular del Teatro Real.
Fotos de: Antonio del Real.
Madrid. Teatro Real. Funciones desde el 29 de mayo al 17 de junio de 2005.
Los escenarios de la muerte
por Jorge Barraca Mairal
La puesta en escena que Hugo de Ana ha diseñado para este Don Carlo se erige como el
elemento más destacado y con mayor relieve de las representaciones. Es indudable que tiene
una fuerza y una pujanza mayúsculas, que concita atención y despierta emociones.
No obstante, eso no significa que siempre resulte adecuada y que no puedan ponerse en cuestión
varias de sus ideas. Recupera, con mínimos cambios, la producción que el Real presentó en
marzo de 2001, por lo que no puede hablarse de nuevas aportaciones escénicas. En cualquier
caso, hay que reconocer que la ambientación acusa bien el paso del tiempo.
Como es sabido, la muerte en la cárcel del infante Don Carlos, hijo de Felipe II y su primera
esposa, María Manuela de Portugal, sirvió para alimentar la leyenda negra y dibujar
al gran monarca español como el padre más inhumano y el tirano más aborrecible.
Heredero todavía de esta visión distorsionada de nuestra historia, Don Carlos aparece
en la ópera verdiana como un héroe romántico: enamorado de Isabel de Valois,
deseoso de librar del yugo imperialista a los habitantes de Flandes, fiel confidente del noble marqués
de Posa, aguerrido y, al tiempo, de natural clemente. Mas, por desgracia, en realidad el Infante
se encontraba completamente incapacitado para gobernar el Imperio y aun para controlar sus propios
impulsos, pues sufría graves trastornos mentales y, probablemente, albergaba un problema
de psicopatía.
Vienen a cuento estas referencias históricas por la atinada dirección escénica
que De Ana ha llevado a cabo en este montaje. Don Carlos aparece como un sujeto asustadizo, cambiante
y titubeante, incapaz de mantener una distancia adecuada con cada uno de sus interlocutores. Únicamente
cuando el libreto lo impone, se enfrenta espada en mano con arrojo o abraza afectuosamente al marqués
de Posa; el resto del tiempo se mueve descoordinadamente, como bajo un enorme peso, se echa al suelo
ante cualquier dificultad y pide ayuda continuamente a quienes siente como más fuertes que él.
Para contar esta historia de grandes ideales y solemnes personajes, De Ana opta por encuadrarlo todo
en un marco monumental (columnas gigantes, esculturas enormes, estancias inmensas...), que resulta
muy atractivo visualmente y que sirve para ofrecer una idea de la importancia de España en
la época de los acontecimientos (aunque, por cierto, los escenarios en nada son semejantes
a los históricos, sobre todo en el caso de Yuste; es verdad, no obstante, que nos encontramos
ante una lectura romántica y no realista). Pero, a la vez, este marco simboliza la responsabilidad
que tal grandeza supone para los protagonistas: Felipe II, el infante Don Carlos o Isabel de Valois.
Sobre la figura del monarca planea siempre la de su padre, el insigne emperador Carlos V, que lo
sobrecoge. A su vez, Don Carlos se siente aprisionado por su severo progenitor. La reina Isabel,
apartada de su Francia natal, se encuentra sumida en la melancolía por las frías imposiciones
reales y la austeridad de la corte española. Por eso, en este caso, la monumentalidad, más
que adornar brillantemente, cumple una función dramática: aplasta, abruma y limita
a todos los personajes.
Además, esta escenografía funciona, en muchas ocasiones, como recordatorio permanente
de la muerte, desde el mismo inicio de la obra. El paso a la otra morada -y la felicidad que ello
reportará- está continuamente en boca de los actores principales (Felipe, Carlos,
Isabel, Posa). Únicamente en el cuadro segundo del Acto I, cuando nos asomamos a los jardines
de Yuste, aparece un ambiente agradable y acogedor, donde se puede respirar libremente. La escenografía
pintada imita aquí una escena típica de Watteau, con las connotaciones bucólicas
correspondientes, y se convierte en el marco ideal para la canción alegre de Éboli
y el reencuentro entre Carlos e Isabel.
Frente a este acierto básico, un error difícil de comprender estriba en la resolución
del animado Acto II, cuando en vez del Auto de Fe nos encontramos ante una suerte de procesión
del Corpus Christi. Los reos con sus sambenitos -no hay que olvidar que en el texto se hace alusión
directamente a ellos- se nos escamotean y el movimiento coral resulta bastante pobre, pues, básicamente,
se reduce a ir de un lado al otro del escenario.
La conclusión de la obra es también otro borrón. Es cierto que el lamentable
final de la ópera, sin sentido ninguno, deja pocas opciones al lucimiento; no obstante, De
Ana podría haber intentado algo más original.
El rol de Don Carlos es de extrema dificultad. A las grandes exigencias en la línea vocal se
suma la falta de instantes realmente lucidos (como un aria) por lo que el cantante no tiene más
remedio que aprovechar sus comprometidos dúos con la Reina, la princesa de Éboli o
el marqués de Posa. (En estas funciones se ha incluido un bello dúo más, al
final del cuadro segundo del Acto III, entre Felipe y Don Carlos). En el papel del Infante, Walter
Fraccaro exhibió su voz de calidad, aunque de esmalte menos pulido en el agudo, con desigualdades
por la fatiga y algunas fealdades cuando exageraba el tono lloroso. Su actuación -plegada
a las exigencias de la dirección escénica- fue muy meritoria.
Giacomo Prestia otorgó a su Felipe II la nobleza y seriedad imprescindibles para el papel.
Lució buenos graves, menos buenos agudos, y, sobre todo, volumen, presencia escénica
y equilibrio durante toda la función. Aprovechó su gran escena del Acto III "Ella
giammai m'amo" para evidenciar que, al menos en el segundo reparto, fue la voz más destacada
del elenco.
El Posa de Simon Keenlyside declamó con buena línea y musicalidad, pero no posee unos
medios tan atractivos como sería deseable. No obstante, su concurso fue de menos a más
y, en la escena de su muerte, resultó muy convincente tanto a nivel vocal como actoral.
Por acabar con las voces graves, hay que mencionar el fiasco que supuso el Inquisidor de Askar Abdrazakov, áfono
y sin relieve para enfrentarse al firme Felipe II de Prestia. En cambio, el fraile-Carlos V de Josep
Miquel Ribot convenció por su intensidad.
Las dos protagonistas femeninas, Isabel y Éboli, fueron encarnadas respectivamente por Olga
Guryakova y Carolyn Sebron. La primera, aunque con algunos desmayos, fue una creíble Reina
tanto por lo doliente de su canto y actuación, como por la belleza de su instrumento. La
Sebron no tuvo su día: próxima al descalabro en la coloratura, con un arranque absolutamente
titubeante en la segunda escena y unos desequilibrios mayúsculos a lo largo de la tesitura,
salvó su participación gracias su fuerte presencia escénica y un buen volumen
sonoro.
Sobresaliente la dirección de Jesús López Cobos, siempre notable traductor de Verdi,
que mantuvo el equilibrio entre la solemnidad y el lirismo. Se oyeron hermosos matices al inicio de la ópera
y en las escenas más destacados (Acto II, brillante pero sin estridencias; arranque del Acto III,
lleno de delicadeza). Pero, por encima de estos aciertos, estuvo la magistral concertación, con
una acompañamiento mimado a los cantantes que, a pesar de la fuerza orquestal, pudieron exhibir
sus voces sin cortapisas sonoras. Muy bien el coro que ahora prepara Jordi Casas Bayer.
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