A propósito de las últimas obras de Enrique Vila-Matas
“Escribir
sólo enseña a escribir”
Por Ismael Bermúdez
Enrique Vila-Matas es, sin duda, un escritor curioso en muchos sentidos.
Curioso, porque rastrea la literatura y la vida de los autores que la han configurado a lo largo
de su historia y los convierte en “compañeros de camino” y en materia prima
sobre la que orbita su propia creación.
Curioso, porque esta tendencia lo acerca más a los países del otro lado del atlántico
con los que compartimos idioma, o incluso a algunos autores centroeuropeos, que a la tradición
que predomina en nuestro país.
Curioso, porque si hay algún autor sobre el que se puede escribir que toda su obra conforma
un único libro, es sobre Vila-Matas. No creo que, más allá de los escritores
que han pasado a la historia de la literatura por una obra considerada única, voluminosa
y compendio, cuyas anteriores producciones son sólo ensayos o intentos, no creo que haya
un autor, al menos en España, con un conjunto de obras que puedan ser consideradas variaciones
sobre una misma obsesión.
Curioso, porque su obra parece
un parloteo chispeante y abrumador que te conduce por vericuetos propios de un laberinto que acaba
en el silencio. Y sin embargo, no se siente que nos hayan timado, que el camino no haya merecido
la pena; simplemente, que al cabo de todo no se encuentra ni siquiera el fin del mundo, sólo
un pequeño rincón en el que ocultarnos, comenzando por olvidarnos de nuestro ego.
Tras la lectura de las novelas de este autor, a uno no le queda más remedio que preguntarse ¿por
qué necesitamos regresar a Ítaca?
Curioso, porque da la impresión
de que quiera dejarnos pistas a modo de migas de pan que conforman un tapiz. Arriesgando a resumir
unas obras que exigen una lectura sosegada y concienzuda, Bartleby y compañía (Anagrama,
2000) se puede considerar un intento por entender o explicar a los escritores ágrafos, y
su protagonista es un escritor, ágrafo a su vez, que intenta superar la pérdida
de la escritura mediante esta “argucia”; El mal de Montano (Anagrama, 2002) es lo
contrario, un escritor que pretende encarnar la literatura para salvarla de la impostura y del
acoso y derribo a los que se ve sometida hoy día; París no se acaba nunca (Anagrama,
2003), además de una revisión de los comienzos de la vocación de escritor
(del propio Vila-Matas, quizá), es el equivalente a la vuelta a la infancia como etapa mítica
de pureza, de plenitud; por último queda Doctor Pasavento, publicada el año pasado.
Guinda, colofón y todo lo que en este sentido se les ocurra. El protagonista es, de nuevo,
un escritor. Un escritor que decide desaparecer harto de los compromisos ligados no sólo
a la escritura, sino a la vida misma. Para ello inicia tres huidas: física, cambiando de
residencia sin avisar; identitaria, creando varios heterónimos que se personalizan y lo
suplantan en las distintas residencias (Pessoa y Pynchon le alientan); y como escritor, renunciando
a publicar, que no a escribir, siguiendo las huellas de Valser, entre otros.
Curioso, porque todo parece orquestado
desde una seguridad y un conocimiento casi profético, cuando en realidad responde a la evolución
de un escritor ficticio a quien ya no le quedan etapas que cubrir. En Bartleby y compañía
intenta superar la negación de la escritura, puesto que ésta es una necesidad; en
El mal de Montano evoluciona hasta el extremo opuesto, encarnando la literatura, viviéndola,
como si de una religión se tratase, o cuando menos una ideología con tintes sagrados;
en París no se acaba nunca vuelve a los orígenes para encontrar la chispa que lo
inició todo, aunque la infancia ya no existe y nunca ha sido un paraíso: simplemente
es un camino incipiente en el que las dudas y los miedos son peores que los fascinantes descubrimientos;
Doctor Pasavento culmina esta deriva. Sólo queda desaparecer, diluirse en la nieve siguiendo
las huellas morales de Valser, escribir para uno mismo, en papeles cada vez más pequeños
y con un lápiz que apenas deja una “huella” que el tiempo acaba borrando. Esa
es la verdadera lucidez, locura para los demás, y el único regreso posible.
De nuevo, la misma pregunta que subyace latente bajo la genial obra de Homero, ¿por
qué necesitamos regresar a Ítaca? Ítaca
ya no existe, Penélope,
por supuesto, ya no está esperándonos y la escritura después
de todo sólo es una copia
de la vida, un filtro: como recoge el propio Vila-Matas en alguno de sus artículos
de boca de Marguerite Duras “Escribir es intentar saber qué escribiríamos
si escribiéramos” o
lo que es lo mismo “Escribir toda la vida enseña
a escribir. Pero no nos salva de nada”.
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