Buscar en Arteshoy | |
Ritos bailables, epifanías musicalesPor Iván Gallardo Pueden ser brutales ritos coreográficos o leves gestos elegantes, melodías fieras y familiares o voces de enigmático hipnotismo que a veces explican de una pincelada a los personajes o fijan el tono de toda la obra, pero que casi siembre crean vínculo que permanece entre lo que allí se cuenta y el espectador. En algunas ocasiones estos momentos aparecen en obras mediocres, pero de alguna forma que uno no acierta a expresar del todo, transmiten una certeza, una parcela de verdad humana. Bastantes podrían ser los ejemplos musicales que trajésemos aquí, pero por motivos de espacio estableceremos dos restricciones. La primera, que pertenezcan a películas relativamente recientes -pierde uno así la oportunidad de hablar, por ejemplo, de esa maravillosa escena en la que un ayudante alcohólico (Dean Martin), un sheriff honesto (John Wayne) y un viejete cojo, sitiados en una pequeña comisaría de pueblo, aguantan las acometidas de un gran número de pistoleros, y en el momento más oscuro de una interminable noche de asedio deciden interpretar la bellísima canción de Río Bravo , que da título a la película de Howard Hawks. En fin...-;y la segunda restricción, decía, será que el número de películas comentadas no exceda de diez, que así, a priori, no parece un mal número. Menéanse los esqueletos Roma. Monica Vitti ha roto con su novio -al que interpreta Francisco Rabal-. Visita a su madre que cada día acude a la Bolsa para invertir en medio del frenesí. Se diría que una profunda crisis existencial persigue a la Vitti. En la Bolsa la Vitti conoce al mejor de los ejecutivos posibles, un joven Alain Delon con el que empieza una difícil relación. Parece verano y son las primeras noches después de la complicada ruptura. La Vitti está clavando algo en la pared y despierta a su vecina. Cuando ambas están conversando en el dormitorio reciben una llamada por teléfono. Una amiga las ha visto desde el bloque de apartamentos de enfrente y las invita a su casa. Es una posibilidad para sobrellevar el tedio nocturno, el hastío y la desorientación en la que vive la Vitti. "Hay días en que una mesa, una tela, un libro o un hombre me dan lo mismo". Deciden visitarla. En el apartamento vive una mujer que ha nacido en Kenia. Tiene un marcado acento inglés. Allí hay muchos cuadros y objetos africanos. Todo permanece en un fuerte claroscuro. Mientras las amigas conversan sobre hipopótamos que pueden comerse un acre de alfalfa en una sola noche y sobre los baobabs, la Vitti observa láminas colgadas en la pared sobre distintas tribus y paisajes. Pone un disco en un vinilo. Hay un largo travelling sobre las imágenes de la pared y unos tambores y ritmos africanos empiezan a sonar. En el siguiente plano, con el que se sobreentiende una elipsis, aparece la Vitti vestida de africana, con un collarín y enormes pendientes circulares. Se ha oscurecido el cuerpo con alguna pintura. La sensación de extrañamiento es enorme. Las amigas observan indolentes en mientras la Vitti inicia un baile tribal, que aumenta de intensidad a medida que los ritmos se vuelven más frenéticos. Añade a su convulsa coreografía una lanza y su cuerpo se cimbrea. Todo termina cuando la anfitriona mira con disgusto aquella extraña figura y le dice: "Deja de hacer el salvaje". ( El Eclipse , Michelangelo Antonioni, 1962.) Menuda putada. La sra. Wallace, la mujer del jefe Marcelus, tiene la noche caprichosa y su sicario tiene que entretenerla. Justo antes de salir de casa hay un plano precioso de los pies de Uma Thurman (Tarantino es un mitómano) y en seguida llegan a un restaurante espectáculo que haría las delicias de Elvis. La gatita ha reservado un descapotable cerca del escenario. Los camareros son dobles de el Zorro, Marilyn, James Dean o Buddy Holly. Es un lugar donde uno puede comer un filete Douglas Sirk o beber coca-cola con vainilla. Después de que ella se empolve la nariz hay un concurso de twist. La gatita quiere ganarlo. A Vincent Vega, indolente y molón, no le queda más remedio que aceptar. Suben al escenario. Se descalzan. Ella tira las sandalias, él coloca con mimo sus zapatos. Empieza a sonar You never can tell de Chuck Berry . Y discurre uno de los momentos más memorables de la historia del cine. La gatita y el baquero se marcan un baile que para siempre quedará como la mejor lección para nuestra educación sentimental. Y, por cierto, ¿no es más excitante cuando no te dan permiso? ( Pulp Fiction , Quentin Tarantino, 1994.) Debe de ser una película histórica, claro. Cosillas de samuráis y códigos de honor que todavía no conseguimos entender del todo. Ambientillo rural y un tipo que es ciego, o se lo hace, pero que propina unas tundas de aúpa a los malhechores. Pero una advertencia: quien no viere una película de "beat" Takeshi se perdiere a uno de los humoristas más originales e inclasificables de cine. Resulta una experiencia en demasía gozosa. En la película de marras hay dos momentos mágicos que tienen mucho que ver con el baile. El primero podría pasar inadvertido ya que es una escena de transición y sucede cuando en medio de un arrozal un agricultor baila chapoteando en un terreno encharcado, con ese sombrero en forma de cono cuyo nombre desconozco; y el segundo coincide con el final de la película. Un final inusitado y coral, en el que intervienen todos los personajes de la película, que de alguna manera se despiden del espectador, sobre un escenario al aire libre, bailando claqué al son de una melodía deconstruida. Pura pirotecnia visual y auditiva. ( Zatoichi , Takeshi Kitano ,2001.) Los amish son gente antediluviana. Cualquiera los entiende. Y así una madre viuda tiene la mala pata de que su hijo sea testigo de un asesinato en los servicios de una estación de ferrocarril. Pero allí estará el poli un tanto bandarra aunque honesto para proteger al binomio. Todo se tuerce cuando el chaval reconoce el cáncer dentro del cuerpo y tienen que refugiarse en la comunidad amish de donde ella procede. Allí el poli se recuperará de una herida de bala y, cómo no, un conato de amor surgirá entre la madre y el poli. Y es aquí donde se desarrolla nuestra escena musical favorita de la historia del cine. Él está intentando arreglar el coche que han escondido en el granero cuando ella aparece con alguna vitualla. Justo en ese momento algo hace contacto y la radio se enciende. Y suena una canción con la que ella pierde su pudor, y todas las murallas se desmoronan; y ambos bailan sobre el heno, amarraditos los dos. Es un momento tan especial y romántico que uno se enternece y nunca olvida. Porque, ¿alguien duda de que Wonderful World de Sam Cooke es la mejor canción para bailar jamás compuesta? ( Único testigo , Peter Weir, 1985.) El mundo también puede ser una fiesta, una celebración. Se puede cantar al absurdo de la alegría con una actitud surrealista. En una carpa el camello del lugar le está propinando una paliza bajo la mesa a su amigo para convencerle de que su hijo se case con la hermana enana que tiene. Mientras una diva zíngara, enorme, con cresta y gafas oscuras, que por momentos nos recuerda a la Martirio pero en mastodóntico, se agacha y empieza a bailar con su tremendo pompis en pompa para terminar sacando un clavo de una tabla con su trasero. Si apostaron a que lo conseguía, recojan sus beneficios. ( Gato negro, gato blanco , Emir Kusturica, 1999.) La música callada, la soledad sonora Cuando uno se dedica a leer pestiños como el Trópico de Cáncer de H. Miller en una cafetería de N.Y. por la noche, pueden suceder estas cosas. Se termina entablando una conversación con la rubia Arquette y el cajero baila solo y sin música. Después ella escribe su teléfono en la primera página del libro y al llegar a casa uno lo puede resistir todo menos la tentación. Son las 11.32 y Paul pregunta si ella es la escultora que diseña pisapapeles. Sí, y con ella comparte piso la rubia Arquette. ¿Por qué no va a verla a su piso del Soho? Paul baja a la calle, que está desierta, y para a un taxi de un amarillo desvaído. Al entrar en el coche suena una salvaje canción flamenca, llena de furia y tronío. El volumen está altísimo. Apenas da la dirección, el taxista sale disparado a una velocidad de vértigo, esquivando como puede a los otros autos que circulan a esas horas por calles en penumbra. Paul advierte al taxista de que sólo tiene un billete de veinte dólares. Cuando lo saca de su cartera, el taxi toma una curva casi derrapando y el billete se cuela por la estrecha ranura de la ventanilla abierta y vuela con morosidad y cabriolas hacia quién sabe qué acera. Comienzan a sonar una furibundas sevillanas, y el taxista acelera pese a los gestos desesperados de Paul. Aquél era su único billete. La carrera termina entre palmas y ¡oles! frenéticos. Paul se excusa como puede, no tiene con qué pagarle. Va a empezar una gran noche, tan extraña como esta escena. ( Jo, ¡qué noche! , Martin Scorsese, 1985.) Los amiguetes ejecutivos de la gran ciudad han organizado un fin de semana de pesca. Se dirigen a un pueblecito de la América más profunda. Con sus aires de superioridad y cierta prepotencia mal disimulada llegan a un lugar perdido entre bosques e impresionantes cañones. Burt Raynolds está inolvidable enfundado en su traje de neopreno. Y entonces deviene la escena que resumirá toda la película. Mientras recorren la calle principal del pueblo, uno de los amiguetes se fija en uno de esos porches con balancín tan típicamente estadounidenses. En él hay un chaval con severo retraso mental (metáfora de la endogamia) pertrechado con un estupendo banjo. El yuppie, que lleva consigo una guitarra acústica, desenfunda y hace sonar una nota. El chaval, con una cara totalmente idiotizada, le responde con la misma nota y sonríe. El yuppie, asombrado, encadena varias notas y el chaval vuelve a contestar con su banjo tocando exactamente las mismas. Y así se inicia un duelo (la canción se llama Duelo banjo ) que termina ganando el gárrulo idiotizado del pueblo. Será una premonición de lo que después les pasará a estos señoritos de ciudad, que serán cazados uno a uno, como en esa obra maestra definitiva del género de ciencia ficción que es Depredador . Y al final, ¿qué será?¿Menosprecio de corte y alabanza de la aldea o un anti beatus ille? ( Deliverance , John Boorman, 1972.) Faye trabaja en un chiringuito de comida rápida en el centro de Hong Kong. El local es pequeño y ella es una chica tímida y mágica que siempre escucha en su destartalado radiocasete la misma canción, California dreaming . Faye está enamorada del policía 633. Un día llega al local una azafata y deja una carta para él. Ella la lee. La azafata ha roto con el policía y le devuelve las llaves de su casa. Faye se queda con las llaves e inicia la declaración de amor sin palabras más hermosa de la historia del cine. Se cuela en su casa cuando él está de servicio y empieza a introducir sutiles cambios en detalles deliciosos mientras suena de fondo una canción de Cramberries con la letra traducida al chino. Como sabe que él padece de insomnio mete somníferos en su botella del agua, compra varios peces y los deja en la pecera, cambia el mantel de la mesa, compra un par de chanclas idénticas pero de distinto color, sustituye la taza del cepillo de dientes por otra más alegre, deja una pequeña foto de cuando ella era una niña pegada en el espejo junto a diversas notas, intercambia las etiquetas de las latas de comida, deja una camisa nueva en su armario y le compra un peluche de Garfield, entre otros detalles. Cada gesto, cada alteración de la gris indumentaria doméstica del policía 633 vale por cien poemas de amor. Nunca olvidaremos sus guantes de goma rosa para fregar y su inocencia luminosa. ( Chungking Express , Wong Kar Wai, 1994.) "No tengo ni la más remota idea de qué coño cantaban aquellas dos italianas. Y lo cierto es que no quiero saberlo. Las cosas buenas no hace falta entenderlas. Supongo que cantaban sobre algo tan hermoso que no podía expresarse con palabras, y que precisamente por eso te hacía palpitar el corazón. Os aseguro que esas voces te elevaban más alto y más lejos de lo que nadie viviendo en un lugar tan gris pudiera soñar. Fue como si un hermoso pájaro hubiese entrado en nuestra monótona jaula y hubiese disuelto aquellos muros. Y por unos breves instantes hasta el último hombre de la prisión de Shawshank se sintió libre. Claro que al alcaide aquello no le gustó nada." Todavía conservo en mis retinas las caras de asombro de los presos, sobre todo la de Morgan Freeman, y el gesto de felicidad de Tim Robbins repantingado en el asiento del alcaide mientras los carceleros aporrean la puerta de su despacho y la melodía de Las bodas de Fígaro se desparrama sobre los reclusos como una esperanza de libertad aplazada. ( Cadena perpetua , Frank Darabont, 1994.) Hace veinticinco años, en Michigan, vivieron los Lishbon. Tenían cinco hijas entre los 12 y los 17 años. Todavía hoy aquellos niños que las espiaban con un telescopio y que intentaron salvarlas no las han podido olvidar. Después de que Lux no regresase a dormir la coche de la fiesta todo cambió. Las sacaron del instituto y las encerraron en casa. No podían salir. Un día, después de la misa del domingo, tuvieron que deshacerse de sus discos de rock, incluso del de Aerosmith, talaron el gran árbol del patio y su único contacto con el exterior eran los catálogos de viajes que llegaban a su buzón. Se estaban ahogando, la casa se volvió una cárcel y vivían en la muerte, convirtiéndose poco a poco en sombras. El último intento para salvarlas consistió en buscar su número de teléfono en la guía. Llamarlas, y cuando ellas descolgasen el auricular, enchufar el tocadiscos. Ponerles durante horas canciones que en ese tiempo les devolviesen las ganas de vivir -"Escríbeme cada vez que te sientas solo. Escríbeme si necesitas apoyarte en un hombro. Eso significaría que te hace falta alguien cerca."-. Todavía hoy las recordamos e intentamos entenderlas y reconstruirlas, para que no se nos escapen entre los dedos como la arena de la playa. ( Las vírgenes suicidas , Sofía Coppola, 2000.) |
Nº 7 - Enero de 2006
Literatura
Arte Música Clásica Música Pop Miscelanea Noticias Números anteriores Quienes somos Contactar |
© ArtesHoy.com - Todos los derechos reservados |