Estrella de Diego: Travesías por la incertidumbre
Seix Barral. Barcelona, 2005. 296 Págs.
NOTAS PARA UNA DRAMATURGIA DE LAS AUSENCIAS: EL SECRETO, LA CARTA, LA FRONTERA Y OTROS RELATOS
SIN PERSONAJE
por Xavier Ariza
Cuando escribimos mentimos. Cuando hablamos mentimos. Todo proceso de expresión
es un acto de acomodación de la realidad, de ordenación de un paisaje. En toda ordenación
hay una voluntad moral, ejemplificadora, tanto para el que ordena, como para el que resulta ordenado,
colocado, situado. En el orden no existen las fronteras. Todo queda incluido. En este relato de
lo perfecto, no existen extranjeros ni visitantes, ni voces con acentos difusos. Todo material que
implique locuacidad será expulsado del paraíso del "nosotros". Ese "nosotros" que
esta concebido como la perfecta simetría en que se reconoce el yo , cuando se refleja
en lo nuestro , en nuestro mundo material e ideológico.
El tiempo y la memoria son aceptados como líneas infinitas y continuas. La memoria
como un cementerio donde enterrar y sepultar, donde acudir a festejar la desgracia, donde esconder
la nada, donde embalsamar el acontecimiento ingrato. Y el tiempo, ese bucle infinito que regresa
a nosotros, como un caudal empírico, de donde extraer un imperio de categorías, a
la manera kantiana.
Pero la memoria y el tiempo, jamás son vistos como sujetos de producción poética.
Ese trabajo se lo dejamos a los locos o los asesinos.
Enterramos para ocultar. Nunca para que de lo enterrado florezca un nuevo ser. Si aprendemos es para
no repetir, para no volver.
Y en ese territorio de lo inhóspito, en una débil
claridad, un círculo se extiende a nuestros pies, un límite claro que todo lo rodea
y todo lo circunda: La frontera . Un espacio de intercambio, de tráfico, de incertidumbre,
de pasaportes y veladuras. Un espacio entre el pasado y el futuro, un tiempo no presente, donde
nada existe y todo puede ser posible.
En la frontera, los objetos toman relieve convirtiéndose en monedas de valor múltiple.
En la frontera lo que se verbaliza es lo único válido.
En ese paso entre montañas de verbalidad, en ese promontorio oscuro y rebelde, la frontera
se convierte en el único lugar posible, para la poética, para el desgarro, para la
desposesión. En los siglos que nos acontecieron, la muerte del yo y del sujeto, dejaron a
los hombres fuera de su marco identitario. Mirar al cielo, rogar a los dioses se convirtió en
su único remedio. Se les acusó entonces de ejercer el suicidio filosófico.
De dispararse con balas de desesperación. ¿Qué queda entonces? Vivir. Acontecer.
Ser.
El hombre ante el vacío, ante la frontera donde puede obtener lo que desea. El deseo como energía y como
motor.
Estamos en otro tiempo, en un tiempo ahistórico, que no recoge acontecimientos, que no es
notario de la Verdad, dado que esta se oculta tras el dato, tras lo verídico, los pasajes
que describen nuestras emociones, esas fotografías de luz, donde podemos percibirnos más
reales, menos fugaces, más eternos, menos líquidos, más irrepetibles.
En una cultura de la copia, de la reproducción, de la gemelidad, de la alteridad, ser nosotros
es una delicia para ser consumida en la privacidad.
Ocultarnos, no dejarnos ver, mantenernos en secreto, secuestrarnos a nosotros mismos es una tarea
que resulta cada día más difícil. Estamos bombardeados por estímulos,
por emociones inmediatas que requieren respuesta. Somos seres que hemos reducido nuestra comunicación
a pautas verbales en forma de SMS, donde todo lo dramático que había en nuestra vida
se ha convertido en trágico y el miedo, lo que nos defendía de lo plausible se ha
disfrazado de terrible, de grito en forma de pánico que nos hace enloquecer.
Por eso nos reclamamos en forma de secreto, de algo no dicho, de algo inmaterial y mágico,
de verdad no cierta, de poesía nunca escrita, de rosa no prendida en ningún ojal.
Queremos no saber, queremos que no se nos cuente, queremos ocultar y que se nos oculte.
Queremos favorecer una red de pequeñas arañas que hilen puentes insostenibles, cañones
que no disparen.
¿Por qué, que esconden los secretos? ¿Qué atesoran? ¿Qué nos
fascina de ellos? Ahí esta su verdadero secreto. Su magia, su irresistible canto de sirena.
El secreto no es un secreto. Es un objeto de culto en si mismo. Es una virginidad recobrada, es
un templo del que no se ha visto el altar, es un páramo sin ciénagas.
No podemos descifrarlo sin destruirlo, sin desenmarañar su forma, sin evidenciar su inutilidad,
su cuadratura circular, su esencia pitagórica. Todos somos secreto y esencia. Mostrar es
desaparecer un poco, mostrar es disolverse en otras esencias, es dejar de ser uno para multiplicarse
en muchos espejos, "speculum", pasar a ser materia de especulación, de debate.
La identidad se inventó con el espejo, en el mismo momento que los hombres se vieron reflejados
a si mismos y vieron que podían desdoblarse, que podían desvanecerse. Narciso se enamora
de si mismo y Eco se la condena a repetirse una y mil veces, a ser la esquizofrénica por
excelencia. Todos a una. Uno entre mil.
Y esas múltiples correspondencias se dividen en fragmentos de otras realidades que necesitan
ser dichas, de ser oídas. Porque aunque seamos dueños de nuestros secretos, no lo
somos de nuestras angustias.
Y en ese núcleo de nieblas, de perfumes y alientos, tendemos a narrar, a contar, a ordenar.
Y estamos de nuevo al principio. Y al principio fue el verbo. Y el verbo se hizo carta.
Y en la carta viajaron amores y tristezas, alegrías, posibles viajes, natalicios y reformas.
En la carta viajo un mundo. Mil mundos.
Por que la carta debe escribirse a mano y con tinta. Con la tinta de la pasión y el olvido.
Uno debe escribir cartas desde la cárcel o desde una isla. O remitirlas desde un hostal en
ruinas de Lisboa. O desde un café silencioso de Venecia. O mejor aún, en el limite
del mundo.
Porque las cartas están hechas para ser escritas y leídas. Para ser recibidas.
En las cartas nos contamos y nos cuentan, nos olvidan y nos aciertan. Nos describen, nos imaginan.
Nos potencian y nos borran. Nos recuentan y nos sueñan. Toda carta es una forma de promesa.
Pero como decía Pessoa, no se pueden escribir cartas como si fueran requerimientos de abogado.
En las cartas, dejamos de ser, para comprender, para situarnos en la piel del otro, para enternecerlo,
para provocarlo, para emocionarlo.
Y todo al final, es emoción. Todo es pulsión. Todo es encuentro reduplicado entre
nosotros y nuestros tejidos más profundos. Un sutil y vago aliento cartesiano se pasea entre
nosotros, sosteniendo la modernidad y no dejándola caer en brazos de un "soy solo memoria" lockeano.
Final para todos. Final para el encuentro.
Siempre en todo encuentro, nos presentamos, nos identificamos, evidenciamos que somos un yo y un otro.
Unos y otros. Dos territorios. Y en esta ausencia de personaje, de posible carnalidad, crecen las
potencias y los actos, los momentos, los instantes, lo que al final de todo viaje acabaremos recordando,
soñando. Materia de sueños, materia no descrita con palabras. Solo somos lo que podemos
soñar. Tal vez solo eso. Y en ese devenir, entre lo soñado y lo vivido, el cuerpo
explica, narra y contiene su propia historia, una historia alejada de la verbalidad, de la oralidad.
El cuerpo como recipiente y como ser ausente, como infinita partícula que recoge la luz de
mil astros.
Ser y ser otro. Ser máscara. Ser mil. Ser para ser otro.
Como dijo ella: volveré y seré millones.
Xavier Ariza
Junio, 2005
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