Buscar en Arteshoy | |
Antonio Ruiz Vega: Últimas palabras de Kate EddowesXII Premio de novela "Ciudad de Majadahonda", Ochoa Editores, Soria, 2006. 192 páginas
¿Quiénes ponen siempre los muertos?Por Ángeles Maeso Ésta última novela, que ha merecido el Premio "Ciudad de Majadahonda", sobresale con la magnífica creación de un personaje, Kate Eddowes, la cuarta victima de Jack el destripador. La trama arranca con la estancia temporal del narrador en Londres, adonde ha acudido para visitar a su hija. Los paseos por el barrio y por sus mercados tendrán como consecuencia la compra de un maletín de segunda mano –o tercera o cuarta- que, ya en su casa de Soria, investigará minuciosamente hasta hallar, oculto en su interior, un cuadernillo que resulta ser el diario de Kate Eddowes, donde quedaron escritas las leyendas que oía para luego contarlas o para componer las baladas de las que vive, cantándolas por los pueblos. Acompañada de su marido, mayor que ella y que la adquirió en un mercado, deja que sea él quien reciba los aplausos. Cuando, celoso de su éxito, le ponga la mano encima, ella le abandona, tal como había prometido. Su nueva vida transcurre al lado de un humilde descargador y realizando labores caseras en casas de judíos. La precaria economía de la pareja no se sostiene en pie ni con los extras de la recolección del lúpulo, que apenas dan para un par de botas nueva. Pero Kate sabe quién ha asesinado a una de sus amigas y espera obtener de la policía la recompensa prometida enderezar con ello su destino. Esa misma noche es asesinada. Sus últimas palabras cierran el cuaderno de su vida. La estructura de la novela se ajusta al modo del cuento dentro del cuento, de modo que el marco configurado por ese narrador protagonista que viaja a Londres da paso a un segundo nivel de narración que es la transcripción del cuaderno hallado en el maletín y donde la voz que narra, que le corresponde a la propia Kate, es a su vez el marco unitivo para engarzar las diferentes historias o cuentos. En la tercera parte vuelve a tomar la voz el narrador primero, que asume la tarea de analizar los acontecimientos mediante un reconocimiento de los lugares y hechos en un segundo viaje. Este narrador cierra la obra con un epílogo que pone en relación circular la muerte de la protagonista con sus coetáneos reales y con los seres fantásticos –presencia constante en la obra de este autor- de las baladas que lamentan la desaparición de su recitadora. Lo destacable en este paso de voces es la singular configuración de la narradora protagonista, Kate, de la segunda parte, sin duda la más lograda. Un personaje perfectamente singularizado por sus acciones y por sus pensamientos. Kate se alza sobre el dolor de la pobreza, del machismo y pone distancia con la miseria moral de una sociedad injusta en el que ha nacido. Antonio Ruiz nos entrega un personaje capaz de arrancarle a la vida su porción de alegría, de dotar de entusiasmo los trabajosos pesares y sobre todo de extraer con las baladas y leyendas, -y con buenos tragos de cerveza- un profundo sentido de la libertad y de la dignidad. La mirada de Kate envuelve cuanto la rodea de entusiasmo, es la mirada que combate el tedio y la tristeza y no deja indemne al lector que ama y sufre el destino de esta entrañable criatura. Antonio Ruiz reserva para la voz del narrador masculino la erudición acumulativa, la obtenida por los datos que el mundo exterior entrega. El discurso de Kate se abre libre y esperanzado desde un su interior. Tal vez, lo más reseñable de la novela sea la habilidad del autor para dar cuerda a esta víctima con lenguaje propio, para romper el cerco de "caso individual" y moverla entre las condiciones infrahumanas de un pedazo londinense de 1888, hasta conseguir que su historia no sea la del caso archivado sin resolver, sino la historia de cualquiera de los múltiples nadies sobre los que se yergue el sistema, prostitutas o no, borrachos o sobrios, ante todo, pobres de solemnidad. El personaje de Antonio Ruiz nos deja la certeza de que su "nada", con ser tan especial, no es único, que cualquier de los otros nadies del arroyo están dotados de su misma lucidez y sentido de la dignidad. Como contrapartida, este punto de vista que dota de humanidad a los nadie, deshace a su vez la mirada individualista del que provoca su muerte. El destripador, anónimo y sin rostro, puede ser legión, porque cualquiera de los instalados en un estante superior de la pirámide social aplasta a ciegas el techo de los de abajo. El que mata no tiene nombre porque esas muertes no son de un psicópata aislado en su enfermedad, sino del sistema patógeno que no ve en los de abajo seres humanos. Sus trabajos, como los de recoger lúpulo, una tarea que les abrasa las manos, serán vistos por sus amos como un entretenimiento que se les concede para distraerles en el verano. Kate deja de ser en esta novela una de las víctimas de Jack para ser una de los nadie que el sistema aplasta. Así lo leyeron los miembros de los partidos obreros del XIX que la despidieron con un solemne entierro multitudinario. Estas reflexiones correctivas sobre las interpretaciones de los crímenes, salpican la tercera parte. En ella, el primer narrador recupera la voz como investigador para analizar hipótesis sobre los supuestos asesinos. Pero aquí el autor ha confiado demasiado en la acumulación de datos informativos para sostener el interés de la obra y contrarrestar con ellos la ausencia de trama y el relato adquiere un ritmo lento, al estilo de una minuciosa crónica policíaca, que no por abusar de la truculencia salva al lector de la impaciencia ante la exhibición de un excesivo trabajo de campo. Pese a ello, contribuye a dotar de verosimilitud la novela que, en su conjunto cumple sobradamente la función de acercar hasta un primer plano el rostro de un nadie que, al igual que la flor de Blanca Varela, delata el crimen con callado rubor. La muerte de Kate y de cuatro mujeres más en el
otoño sangriento supuso un escándalo en el Londres victoriano.
Avergüenza constatar a qué pasos crece y se agiganta la violencia
que genera el sistema: pregunten cuántas son las mujeres destazadas
en los aledaños mejicanos de Ciudad Juárez y hagan la cuenta
de la velocidad que toma la barbarie. Si eso les parece lejano y tercermundista,
reparen en los 61 femicidios perpetrados en España durante el 2005.
|
|
© ArtesHoy.com - Todos los derechos reservados |