Amalia Iglesias Serna: Lázaro se sacude las ortigas
Abada editores, Madrid 2005. 78 págs.
Por Ángel Luis Luján
Visiones de la muerte
El tema de Lázaro ha tenido
bastante fortuna en la poesía española del siglo pasado. Interesó a Cernuda,
Guillén y Valente, entre los nombres más destacados. Precisamente a este último
dedica un poema de su libro Amalia Iglesias, el impresionante: “José Ángel
Valente se despide leyendo en público sus poemas póstumos” (pp. 57-58). Este
texto es una buena muestra de lo que significa el libro en su conjunto y de cómo está hecho.
En él vemos que Lázaro no es sólo el que vuelve de la muerte, sino el que
ingresa en la muerte como una vuelta a otro mundo, de manera que la poesía se presenta como
acceso a ese territorio de la muerte que es regreso: “Digo el último verso / para
entrar en la noche / con los labios abiertos”. La imagen de la muerte como un lugar que no
se puede nombrar señala cómo el lenguaje ha de ser inventado de nuevo: “Lázaro
que amanece al otro lado, / centinela de qué lugar sin nombre”. En ello radica la
plenitud de sentido de este poemario: en dar nombre de nuevo a la experiencia.
Se trata de un libro intensísimo
y de enorme complejidad. Quien regresa de una lugar sin límites no puede seguir llamando a las
cosas con su antiguo lenguaje, no puede seguir viviendo en un cuerpo que por todas partes pone límites
a la experiencia. Por eso vemos que en el libro el discurso adquiere un aspecto fragmentario, en ocasiones,
respondiendo a una lógica visionaria u onírica. Por ejemplo, en “Canción de
tumba” (pp. 14-16), cuyo título nos remite al lema barroco de la cuna y la sepultura, destaca
la vida como fragmento, el cuerpo como lugar central del devenir, como imagen cósmica y el lenguaje
como forma de ahondamiento en lo esencial, lo innombrable. Así el poema ensambla enunciaciones
que pueden parecer sueltas pero funcionan con la lógica interna de esos elementos: “Tuve
entero el universo escrito en los ojos” o “Aprendo el lenguaje de las raíces”.
Esta voluntaria fragmentación del lenguaje y del razonamiento para abarcar el universo bajo una
nueva visión totalizadora responde a la imposibilidad que se marca como meta el poeta, a la aporía
central de su oficio: “Eras cantero, / pero nadie cinceló palabras sobre tu tumba”.
La infancia, unida de manera fatal a esa tumba final, destaca como uno de los temas centrales al iniciarse
el poemario, de manera que podemos decir que de alguna manera tenemos un orden cronológico en
el poemario. El poema “Cementerio en el Paraíso” (pp. 11-13) muestra cómo “Desde
la ventana de la infancia” se contempla el cementerio y los ritos mortuorios. Todo se desarrolla
en un ambiente rural, que desaparecerá hacia la mitad del libro para habitar en un entorno urbano,
más propio de la poesía de la autora. En este ambiente rural la muerte tiene un movimiento
positivo de fertilidad, aparece como siembra, según muestra el poema “Cultivo esperas en
un jardín de muerte” (p. 17): “el corazón se hace más fértil
/ con los despojos de todas las edades”. Este entorno rural supone una búsqueda del esencialismo,
la detención en lo minúsculo: “evangelio de grillos, de granizos” (p. 19).
No obstante, las imágenes de recintos cerrados nos recuerdan continuamente esa continuidad entre
el útero y la tumba, la infancia y la sepultura.
Pero lo más destacable del libro es la relación precisa y compleja entre lenguaje, cuerpo
y muerte. El lenguaje es visto como una guarida y una jaula, algo en lo que estamos presos y en lo que
vivimos, pero también algo que nos cobija: “Construyes un cobijo con la palabra madriguera” (p.
34). Pero el lenguaje ha de ser renovado cada vez que el ser humano atraviesa una experiencia límite
como la de la muerte, Lázaro debe hablar un lenguaje nuevo, de ahí el balbuceo que parece
presidir a veces la construcción de estos poemas, o la tendencia a alterar fórmulas lingüísticas,
como en el poema “Juegos presocráticos” (p. 47). El cuerpo, también, a través
de sus fragmentos y sus interioridades se nos presenta como un texto, como un lenguaje, como ya ocurría
en el libro anterior, Intravenus, escrito junto con Lola Velasco.
Se trata, como ha sido habitual en
la autora, de una poesía de fuerte carácter visual y visionario. El título del libro
ya resulta una imagen altamente sugerente y original: el momento, la instantánea en que Lázaro,
como signo de la vuelta a la vida, se sacude las ortigas que se le han pegado durante su estancia en
la muerte. El contraste entre lo animado y lo inanimado, congelado en una imagen preside gran parte de
este poemario. A este respecto, aparecen en el libro varios poemas basados en cuadros: “El jardín
de las delicias” (pp. 35-40), que forma un tríptico como la pintura original, “Ad
portas” inspirado en una exposición (pp. 25-26), o “La risa rota” (pp. 20-21).
El poema, como la pintura, constituye un fragmento del sentido, una fulguración de la visión.
La incisiva imagen final, que cierra
el libro: “Para encontrarte / te miro fijamente / porque todo sucede dentro de tus ojos”,
resume perfectamente esa sensación que el lector recibe a través de todo el libro de sentirse
dentro de otra mirada, de sufrir la representación de la realidad como un claustro, de luchar
por salir, como Lázaro, de nuevo hacia una mirada propia, o simplemente hacia la luz exterior,
sacudiéndose las ortigas, ese gesto esperanzador.
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