Luis Mateo Díez: El fulgor de la pobreza
Santillana, Madrid 2005, 243 pp.
PorCristina Bartolomé Porcar
Érase una vez un escritor que no quería escribir cuentos. Esto pasó hace muchos
años, cuando en 1973 el joven Luis Mateo Díez acababa de publicar su volumen Memorial
de hierbas. La peripecia con el género breve le resultó tan agotadora que llegó a
declarar su angustia creativa ante los cuentos ya que: “en aquel libro ya estaban todos los
que yo podía escribir”. Afortunadamente, como todo héroe de ficción,
logró sobreponerse al envite y acabó aprendiendo los peligros de un “género
tan arduo, tan complejo y difícil, tan lleno además de riesgo porque no permite quedarse
a medias, y en el que se acierta o desacierta sin remisión”. Y el escritor se hizo
un maestro gracias a esta experiencia iniciática: “[...] al poder dirimir –ya
casi siempre sin equivocarme- qué destino se merece cada concreta idea narrativa que me
sobreviene”. Desde entonces, el ahora Académico ha luchado contra sus miedos por encontrar
el repertorio genérico en el cual sentirse cómodo, hasta hallar en la novela corta,
como ha reconocido, un terreno propicio para lo que él denomina el “reto de la perfección”.
Este género es el hijo privilegiado de sus dos parientes narrativos puesto que toma de ellos
sus principales virtudes: “la novela corta tiene mucho de la intensidad del cuento y algo
de la novela larga; siempre me ha gustado muchísimo porque permite muchas experimentaciones,
variaciones, planteamientos formales”.
En fin, todo esto para introducir la aparición en el mercado de El fulgor de la pobreza,
que se trata de la tercera parte de la tetralogía incompleta titulada Fábulas
de sentimiento una serie de novelas cortas que comenzó con El diablo meridiano (2001)
y El eco de las bodas (2003) sumando un total de nueve nouvelles (tres por volumen), ni ejemplares
ni ejemplarizantes. En opinión del autor todos estos textos conforman una “comedia
humana” que presenta seres humanos enfrentados a la desilusión de la riqueza,
la amistad y la memoria. Pero la serialidad de estos relatos no implica necesariamente homogeneidad,
a pesar de lo que muchos se empeñan en encontrar. En realidad Luis Mateo Díez
plantea diversas historias hilvanadas con un mismo compromiso moral de contar el sentido de
la vida, que no es sino una más de las finalidades añoradas por la ínsula
literaria.
He aquí que la brevedad de la novela corta es exigente, por una parte reclama concisión,
jugar con lo oculto, con lo no dicho o lo intuido, para así no gastar palabras y, por
otra parte, como todo género narrativo requiere además un aliciente que mantenga
la atención del lector. Para cumplir con ambos requisitos, el leonés resuelve
el problema utilizando el misterio de lo oculto, un recurso que entraña muchos peligros,
tal y como vamos a analizar en los tres relatos que componen el libro.
En el primer texto, homónimo al título del libro, un padre, Cosmo Ferrando, y su
hija Edira se encuentran al borde de la crisis personal. Por sus semejantes circunstancias
anímicas, ella se convierte en la única observadora que aprecia los sutiles
cambios de su padre y que comprende más allá de lo superficial: la aparente felicidad
de un hombre que lo tiene todo pero que se ve dominado por algo que le lleva a desaparecer
sin dejar rastro. Lo insinuado, en este caso, consigue transmitirnos la inquietud de un estado
tan complejo como el desequilibrio psicológico. Se trata, pues, de una pieza en la que
el silencio tiene una función estructural y temática. El fulgor de la pobreza,
tomado de un verso de Rilke, es la luz que ilumina la revelación final del padre, desenlace
lleno de esa moraleja espiritual del aurea mediocritas y la huida ante la insustancialidad
del mundo.
Añadimos a esto que el estilo del primer relato es el que ya había ensayado en
su última novela Fantasmas de invierno, caracterizado por el uso de los párrafos
muy cortos, a veces de sólo dos líneas, entremezclados con otros de longitud
media, en un ritmo entrecortado, y por la división en capítulos compuestos por
segmentos desordenados de la historia en boca de narradores escurridizos. Toda esta densidad
es empleada en función de un efecto: dotar de un cierto tono legendario al pasado de
la posguerra. Pues bien, estos mismos recursos aparecen en la segunda novela corta, «La
mano del amigo», en la cual, una vez más, Luis Mateo Díez se adentra en
el tema de la infancia, ese periodo que suele formar parte de nuestra leyenda personal, y emplea
el contexto de los años que siguieron a la contienda civil. El lejano conflicto entre
dos adolescentes, Elio y Roncel, en el límite de la amistad, es descrito en sus distintas
fases, sin que lleguemos a comprender el verdadero origen de su odio. Puede que tal inexactitud
pretenda demostrar la levedad de las raíces del odio, pero aún así, el
silencio se hace gravoso y, cuando llegamos al final, uno se siente defraudado tras el esfuerzo
por encajar todas las piezas. Pero todo lector que encuentre compensación en el bello
lenguaje se sentirá reconfortado ante el reto; Luis Mateo Díez siempre se merece
su tiempo.
Cerrando el libro aparece «Deudas del tiempo», una historia protagonizada por uno
de tantos emigrantes que salieron huyendo de nuestro país en busca de fortuna. El relato
cuenta una tragedia muy común en aquellos tiempos, el regreso desencantado de aquellos
que tuvieron éxito al otro lado del mar pero que no lograron la felicidad; a su vuelta,
no les esperaba ninguna Penélope, y los Ulises ancianos tienen que conformarse con la
memoria. Nuestro náufrago se llama Dacio, y el silencio es un secreto no nombrado. En
su recuerdo, presente y pasado se mezclan para hacerle recordar sus fantasmas.
Hasta el momento no hemos hablado del espacio, pero vamos a recalar en este nivel narrativo para
cerrar con uno de los méritos principales del autor en esta su última obra. Luis
Mateo Díez nos tiene acostumbrados a sus localizaciones o bien en los valles reales
de Villablino, Babia o Laciana, ubicaciones de su infancia, donde aprendió a narrar
al amor de la lumbre y con la fascinación de los filandones, o bien en los territorios
imaginarios de Armenta, Oceda y Celama. Esta obra es una pieza más en ese segundo particular
mundo narrativo del escritor leonés, un paisaje que se modela según el interior
de sus personajes y que ofrece una atmósfera onírica universal y que permite
la magia de la identificación. En consecuencia, la aportación de este libro consiste
en presentar problemas intemporales: todos podemos ser víctimas o beneficiarios de la
revelación, de la traición, o de la memoria.
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