Ariadna G. García, Apátrida
Madrid, Hiperión, 2005. 92 págs.
VIII Premio de Arte Joven - Poesía - de
la Comunidad de Madrid.
Por Ángel Luis Luján
Cuanto de épica hay en la lírica
En el libro de Ariadna G. García son muchas las patrias de las que uno ha sido expulsado
o no ha conocido nunca. La infancia ha sido suprimida o borrada, el desamor supone una patria
dolorosamente perdida, la incomunicación y la dureza del mundo moderno dejan al hombre
en un lugar que no reconoce como patria, pero lo que pesa sobre todo y forma la sustancia de
toda lejanía es esa sensación de orfandad y de nostalgia por la patria antigua
y grande de la cultura. La poesía se sitúa, así, en el territorio de la
pérdida y de la lejanía, en ese no-territorio que siempre ha ocupado, pero que
es, a la vez, el lugar donde se convoca la unidad global de lo que parecía irremediablemente
ido.
Lo que más sorprende en este libro es la audaz y acertada mezcla de tradición y modernidad,
en una actitud, en realidad, de subversión integradora. Lejos de los coletazos de la postmodernidad,
este libro propone una continuidad confiada de lo recibido, una presencia real y segura de todo
el pasado en una palabra que salva la historia, porque está preñada de ella. Son
paradigmas de esta actitud los dos poemas que cierran el libro. El poema IV del canto IV es, a
la vez que una poética, una celebración de la herencia cultural: «He heredado
la fe en que la palabra / entreteje a los hombres en un canto / de esperanza y de luz. En el futuro
/ yo viviré también con quienes vengan / a ocupar este sitio entre nosotros» (p.
81). Pero la actitud de Ariadna G. García no es la de la mera contemplación, la literatura
supone el deber de «elevar al hombre a su conciencia, / por hacer de este mundo que heredamos
/ un hogar habitable» (p. 82). No se trata, sin embargo, de hacer una poesía combativa,
sino de elaborar una palabra que nos "haga ver". Esto queda más claro en el último
poema, titulado precisamente «Poética», donde la poesía aparece como
una acumulación de edades geológicas, una cueva en la que se concentra la historia
de la tierra, y es precisamente la imagen del "holograma" (que está presente en otros poemas
del libro) la que resume esta capacidad de la palabra poética de hacernos ver toda una profundidad
de campo, y de tiempo, en este caso.
Y es que la poesía de Ariadna G. García, como ya ocurría en Napalm (Hiperión,
2001) es profundamente histórica en un doble sentido. Se ancla en su tiempo y acumula el
tiempo de la tradición, de una manera reposada, sin estridencias. La mezcla, sabiamente
dosificada, de la pulcritud clásica con imágenes tomadas del mundo más actual
produce una renovación del lenguaje poético por partida doble: acomoda realidades
puramente contemporáneas al elenco poético, pero a la vez, en un viaje de vuelta,
hace que retornemos al tiempo en que expresiones poéticas que hoy nos pueden resultar fosilizadas
sonaban como nuevas, y recuperamos con ello cierta inocencia poética, que se refleja en
la sensación de frescura que nos ofrece la lectura de estos versos. Géneros nobles
como el epinicio o canto de triunfo atlético se ven reconsiderados y hechos entrar en los
márgenes de una realidad manejable, que es a la vez trascendida por la resonancia heroica: «cómo
será jugar contigo a algún deporte, / compartir tu alegría tras ganar un encuentro» (p.
44).
Todo ello nos conduce a la consideración del trasfondo heróico del libro. El poemario
se organiza como un poema épico, en libros y cantos, a lo que hay que añadir la invocación
continua de textos "fuertes" como la Biblia, Homero, Virgilio, Fray Luis de León (en su
vertiente de exégeta). Detrás de ello hay una voluntad de enlazar con una tradición
sagrada y firme, y de integrar la cultura y sus mitos en la vida cotidiana. Porque Ariadna G. García
viene a descubrirnos (y con ello vuelvo al tema de la historia) lo que de épica hay en toda
lírica, el fondo narrativo y mítico que subyace a nuestra realidad. Sin ir más
lejos, el Canto I del Libro Primero tiene como hilo conductor el viaje de la Odisea , enlazando
con Joyce, sin su barroquismo, pero sosteniendo el mismo mensaje de que bajo toda secillez hay
un fondo legendario de viaje, encuentro y desposesión.
Es de destacar que el canto III retoma el género de los debates medievales para establecer
un diálogo entre "el agua" y "el cristal", símbolos palpables ambos del proceso de
espiritualización que aparece en las citas bíblicas que abren en canto. Y es que
estamos ante una poesía altamente visual, que no olvida lo concreto, la figura precisa que
tiene toda abstracción. Esta poesía tiende, en definitiva, a hacer visible lo que
de hondo y compartido hay en toda experiencia. Cuando la autora declara «no arde el mar» en
uno de los poemas (p. 30) está abogando por una contemplación en profundidad, frente
a un quedarse en la superficie de la visión, con todas las consecuencias estéticas
que el lector quiera poner a esta declaración.
Ápatrida es un libro de línea clara, con un manejo admirable del endecasílabo
y su familia, y de un clasicismo enraizado en la contemporaneidad (marca de todo buen clasicismo),
que invita a compartir el entusiasmo y la conquista por esa patria común, rompedora de todos
los mapas y fronteras, que es la del idioma, la cultura, la del sentido íntimo de la vida,
en definitiva.
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