A personal journey with Martin Scorsese
(Through american movies)
British Film Institute. 2006.
Contiene 2 discos (v.o.s con subtítulos en
español), 225 minutos
Por Iván Gallardo
Una clase magistral sobre la historia del cine estadounidense
En 1948, cuando tenía cuatro
años, la madre de Martín Scorsese le llevó al cine para ver Duelo al sol de
King Vidor. Desde los títulos iniciales quedó hipnotizado: los disparos, la brutal
intensidad de la música, el sol ardiente, la sensualidad, la carnalidad del color. Todo
era excesivo y, a la vez, amenazante, en un paisaje hostil habitado por dos personajes que sólo
podrían consumar su pasión matándose mutuamente. Con esta película
y con una escena maravillosa de Cautivos del mal de V. Minelli, uno de los mejores dramas
sobres las luchas internas de Hollywood, comienza este documental, esta lección magistral
de Scorsese sobre la historia del cine estadounidense. Un viaje personal que elabora un canon privado
y subjetivo a partir de grandes hitos de la industria, pero también con obras y directores
que no fueron necesariamente los más correctos a nivel cultural y que han caído en
el olvido: Samuel Fuller, Irving Lerner, Delmer Daves, Phil Karlson, Allan Dwan, Ida Lupino, André de
Toth... Un museo imaginario e incompleto con algunas de las películas que colorearon sus
sueños y que de una forma u otra le impulsaron a ser director de cine.
El DVD está dividido en breves
capítulos organizados por temas, en los que se mezclan los comentarios de Scorsese, las imágenes
de las películas que analiza y fragmentos de entrevistas a otros directores y actores (Ford, Cassavettes,
Wilder, Coppola, De Palma, Lang, Gregory Peck, Kazan, Welles, etc.) Además, se puede acceder a
cualquiera de los contenidos del documental de forma independiente desde el menú inicial.
El documental entra en materia con
el capítulo “El dilema del director” en el que se rastrean las estrategias de aquellos
pioneros que burlaron al sistema y que sortearon las innumerables reglas de Hollywood para llevar a la
pantalla sus ideas. Las luchas para que los magnates les dejasen experimentar y las relaciones entre
director y productor, ejemplificadas en las tensiones entre Vidor y David O. Selznick, sirven a Scorsese
para abrir este capítulo. Hombres que tuvieron que alternar encargos con proyectos personales,
en una época, los 30 y 40, en la que los cinco grandes estudios –MGM, Warner, Paramount,
RKO y la Fox- tenían una industria muy poderosa y una estructura rígida y vertical que
controlaba todas las fases de la película. Estudios que tenían sus directores, técnicos
y estrellas en exclusiva. Incluso un estilo propio y reconocible al que había que ajustarse y
que destrozó la carrera de algunos como Buster Keaton o von Stroheim o apuntaló la de otros
más maleables, que necesitaban de alguna disciplina para que su talento cuajase, como Henry King
o Michael Curtiz.
Pero, ¿qué estrategias
adoptaron los directores para sobrevivir a/con los estudios? Para contestar a esta pregunta está el
capítulo “El director como contador de historias”. Puede que a algunos no les guste,
pero es así: el cine estadounidense se ha decantado por crear ficciones más que por reflejar
la realidad, por eso, su primera regla de oro es que hay que tener una buena historia que contar. Qué se
le va a hacer; su función primordial es entretener. Y para eso tuvieron que lidiar con un cúmulo
de convencionalismos, estereotipos, fórmulas y clichés codificados en unos géneros
muy específicos. Esto, que a priori se podría entender como un limitación, en manos
de algunos directores resultó un venero de creatividad, porque, como decía Borges, la censura
es la madre de la metáfora. Al público le gustan las películas de género,
y los viejos maestros nunca fueron reacios a proporcionárselas: “Mi nombre es John Ford
y hago películas del Oeste”
El primer gran contador de historias
del cine fue Griffith, un hombre que, impregnado de la literatura del siglo XIX, estableció las
bases para el arte más significativo del XX y fijó las líneas maestras de los principales
géneros cinematográficos, desde el cine del oeste hasta el de gángsters. Unos géneros
que nunca fueron tan rígidos como para impedir que los directores más creativos ampliaran
continuamente sus límites, como hizo, por ejemplo, Raoul Walsh, el ayudante y discípulo
con más talento de Griffith, en Juntos hasta la muerte o El último refugio. Precisamente
para Scorsese los géneros clásicos más interesantes son los autóctonos de
Estados Unidos, es decir, el western, nacido del mito de la frontera, el de gángsters, vinculado
a las ciudades del Este y el musical, relacionado con Broadway. Tres géneros que permitían
variaciones infinitas, como en una pieza de jazz, y que en manos de los maestros eran un espejo de la
cultura y la mente estadounidense y de sus extrañas evoluciones.
En el capítulo “El western” Scorsese
sintetiza la evolución del género a través del análisis de tres películas
en las que Ford utilizó a John Wayne como protagonista: La diligencia, La legión
invencible y Centauros del desierto. Desde el optimismo del complejo personaje de Ringo a
la figura benevolente y paternal del capitán Brittles, terminando con el inadaptado Ethan Edwards.
El héroe de una pieza se va trasformando en cada película en un ser obsesivo y duro. La
moralidad en blanco y negro de la primera época se hace más compleja, los valores castrenses
se retuercen. Estados Unidos está cambiando, y el cine no es ajeno a ello, sino su espejo privilegiado.
Cambios recogidos por películas como Las furias de Anthony Mann, un impresionante drama
psicológico que indaga en las zonas más oscuras de aquella sociedad a través de
la violencia y la venganza, o Los cautivos de Bud Boetticher, que transforma los arquetipos del
género en una abstracción esencial en donde los límites entre el bien y el mal se
confunden porque son casi similares.
El cine de gánsters es otro
de los géneros que construye la nación y que a su vez la impugna desde sus raíces,
ya que refleja como ninguno la contradictoria atracción de esa sociedad por la violencia y el
desorden. Desde la fundamental Los violentos años veinte de Raoul Walsh hasta la versátil
y experimental A quemarropa de John Boorman, este género ha buceado en las cloacas del
sistema y en el lado oculto del sueño americano. El veterano de guerra convertido en contrabandista,
el inmigrante seducido por el dinero fácil, el estado –la mafia- dentro del Estado, las
consecuencias de la Ley Seca, el matón transformado en hombre de negocios y la Organización
en Empresas S.A., la violencia individual que deja paso a la colectiva y el crimen que se transforma
en un modo de vida.
El tercer género clásico
nacido en los EE.UU. es el musical que, curiosamente, se gestó en paralelo al de gánsters.
Un género diseñado para la evasión cuando los tiempos eran duros o venían
mal dados. El primer éxito de este género fue Vampiresas de Busby Berkeley en 1935,
que permitió indagar en las inimaginables posibilidades estéticas del medio convirtiendo
a la cámara en un elemento coreográfico más. Un puro entretenimiento que algunas
veces se acercaba a la realidad más sórdida de la Depresión o de las tragedias humanas,
como en Calle 42 de Lloyd Bacon. Después de la segunda Guerra Mundial el género
adquiría tintes funestos y una amarga ironía se agazapaba en el cuento de hadas. Pero fue
en los cincuenta cuando el musical alcanzó su cima con directores como Minelli o Stanley Donen
e intérpretes como Fred Astaire o Gene Kelly. Era el triunfo de la imaginación sobre la
realidad.
Pero contar buenas historias no fue
la única estrategia de los maestros para sortear a la hidra de L.A. La segunda parte del documental
se abre con el capítulo “El director como ilusionista”, y en él se rastrean
las odiseas de aquellos directores que intentaron controlar todo el proceso de elaboración de
sus películas refugiándose en las sacudidas que propiciaron los pasos del cine silente
al sonoro, del blanco y negro al color o de la pantalla estándar al Cinemascope. Quizá la
veda se abrió en 1915 con El nacimiento de una nación de Griffith, la primera epopeya
histórica del cine americano (por cierto, inspirada en la maravillosa película italiana Cabiria de
Giovanni Pastrone), y con su obra maestra Intolerancia del año siguiente. Ambas películas
transformaron un medio de entretenimiento digestivo en un discurso artístico por méritos
propios. Habían creado una nueva gramática cimentada en las imágenes y no tanto
en las palabras y apuntalado las herramientas básicas de aquel extraño lenguaje.
El segundo “ilusionista” del
cine estadounidense fue Cecil B. DeMille, sobre todo con las dos versiones que realizó –1923
y 1956- de Los Diez Mandamientos. Dos frescos magistrales, irrepetibles, nunca hasta ahora superados,
con los que pensaba trasladar literalmente las palabras de la Biblia a imágenes en movimiento.
Sus películas son tan fastuosas e hipnóticas, que quien las vio de niño nunca podrá olvidarlas.
Esta forma de hacer cine se vio alterada
definitivamente cuando en 1927 se estrenó El cantor de jazz, de Alain Crosland, la primera
película sonora de la historia. Ese mismo año dos grandes películas, Amanecer de
Murnau, la producción más cara de Hollywood hasta el momento, y El séptimo cielo de
Borzage firmaban el acta de defunción del cine silente. Nacía una nueva forma de hacer
cine, al principio algo chapucera, bajo la “tiranía del micrófono” y de expertos
en sonido que poco entendían sobre películas, pero en seguida hubo directores como Robert
Mamoulian, Frank Capra o Tay Garnet que sometieron la nueva tecnología a su imaginario artístico
y volvieron a hacer bailar a la cámara. Además, la palabra parecía imponer una visión
más realista del mundo. El sonido podía explicar toda una historia.
Después llegó el color a tres bandas, que podía recoger todo el arco cromático.
Un regalo maravilloso para el director ilusionista. Cómo olvidar el inquietante híbrido Que
el cielo la juzgue de John M. Stahl, una película negra en rutilante color, restringido éste
en una primera época a los musicales, o la poderosa función dramática que el color
adquiría en uno de los westerns más inolvidables de la historia, Johnny Guitar de
Nicholas Ray, donde una sala de juegos decorada como un teatro barroco era el escenario de trágicas
pasiones.
Por último, la pantalla aumentaba de tamaño y el Cinemascope se transformaba en un gigantesco
lienzo en el que dibujar historias como La túnica sagrada de Henry Koster, la primera película
rodada con este formato, en 1953. Un formato que al poco tiempo serviría para rodar algo más
que cortejos fúnebres o serpientes (Fritz Lang dixit) como demostraron películas de la
talla de Como un torrente de Minelli, Al Este del Edén de Kazan, Tierra de faraones de
Hawks o La caída del imperio romano de Anthony Mann, que conservan la magia de un arte
antiguo y casi perdido. Películas de una época en la que la tecnología formaba parte
natural de la creatividad, pero nunca era su fuente, como supo entender años después Kubrick
en una película –la primera- que unía cámara y ordenador: 2001: una odisea
del espacio.
El director podía contar buenas historias o ser un ilusionista, pero todavía le quedaban
otros recursos y estrategias para dominar el medio y sortear a los socios capitalistas. En el capítulo “El
director como contrabandista”, no podía ser de otra forma, Scorsese empieza con unas imágenes
de La mujer pantera de Jacques Tourneur. Toda una declaración de intenciones. Hasta el
momento se ha hablado de códigos, géneros, herramientas narrativas, avances tecnológicos
y de cómo los cineastas superaban estas limitaciones y las transformaban en tolerables compañías.
Ahora hay que rastrear en las grietas del sistema, en aquellas fracturas por donde se colaban proyectos
audaces y perspectivas inusitadas. Y esto se daba sobre todo cuando el riesgo económico era mínimo,
lo que significa que es el momento de hablar de la Serie B, cuyo lema bien podría ser “Menos
dinero, más libertad”. Bajo presupuesto y un estilo reconocible, sin florituras, contundente,
como en la inolvidable Yo anduve con un zombi, también de Tourneur. Una de las películas
que le contó Molina a Valentín para no volverse locos en la cárcel (El beso de
la mujer araña). Había que confiar en la imaginación del público, y en
la capacidad de sugestión, en la alusión velada de las historias. Viajes a lo desconocido
en un mundo donde las cosas no eran lo que aparentaban. Y entonces un curioso virus infectó al
cine estadounidense. Había un sentimiento de inseguridad, de pérdida, zonas ocultas y presentimientos
aciagos que el cine podía investigar. Así lo entendió un director cuya obra es un
melancólico vals, Max Ophüls, un ángel vienés exiliado en Hollywood. Quien
haya visto Carta de una desconocida lo entenderá. Fueron precisamente los directores europeos
refugiados en EE.UU., aquellos que huían del nazismo, quienes mejor exploraron los territorios
inestables de la realidad y la psique humana, cuajados de violencia espontánea y delaciones gratuitas.
Una película como Detour, de Edgar Ulmer, rodada en seis días con sólo veinte
mil dólares sería el paradigma del género. Directores como Preminger, Hitchcock,
Lang, Wilder, Douglas Sirk, Robert Siodmak o André De Toth, representarían lo mejor de
aquel éxodo, y obras como Outrange de Ida Lupino, El demonio de las armas de Joseph
Lewis, La brigada suicida de Anthony Mann o una de las cumbres del cine negro, El beso mortal de
Robert Aldrich, los mejores frutos de aquella forma de hacer cine.
Pero el contrabando de ideas y novedosas estéticas no sólo estaba orientado a sortear las
presiones económicas de los estudios, también servía para deslizar materiales no
permitidos por la censura, las buenas costumbres y los convencionalismos sociales. De entre todos los
contrabandistas, Samuel Fuller fue el más insobornable, el más crítico con las paranoias
de su país y, en consecuencia, también el más vilipendiado y presionado. Cada vez
con menos dinero y con actores desconocidos, su cine se hacía más osado y alérgico
a los –ismos, incluido el intocable patriotismo. Películas como Manos peligrosas o Corredor
sin retorno así lo atestiguan.
Narradores, ilusionistas, contrabandistas... En el último capítulo del documental Scorsese
presenta la que fue la última actitud heterodoxa de aquella época: “El director como
iconoclasta”. Nada de subterfugios, sutilezas o alusiones más o menos crípticas.
Es el momento de romper los moldes con un desafío, o desertar con las botas puestas. Flores que
el sistema abonó hasta que las dejó marchitar. Stroheim fue el más radical de todos;
también su caída fue la más dura. En los 30 hubo algunas películas que dejaron
que la realidad de la Depresión se filtrara en el cine. Obras como La carretera del infierno de
Rowlaw Brown reflejó la dura vida de los presos en los penales del Sur y provocó una reforma
legal. Pero quizá la iconoclastia más interesante fue aquella desmesurada y barroca, voluptuosa
y excesiva, aquella que escenificaba una ceremonia hipertrofiada y delirante: el delito con ornato. De
las siete películas que Sternberg rodó con Marlene Dietrich, Capricho imperial resultó la
más saturada e irresistible, y de toda la historia del cine Ciudadano Kane su paradigma
más logrado. Un año después de su estreno Welles perdió todos sus privilegios: “A
mí siempre me gustó Hollywood. Pero no era un sentimiento recíproco”. Pero
es posible que la obra más inquietante y emotiva de un director iconoclasta haya sido Barry
Lyndon de Kubrick, a pesar de Ryan O´Neal.
Estos fueron algunos de nuestros mayores. Hablar de los contemporáneos sería un acto de
soberbia. Esta humilde historia podía haber sido perfectamente otra muy distinta, igualmente válida
o incluso más pertinente. De la mano de Scorsese éste ha sido el viaje: subjetivo, parcial,
incompleto, quizá desaforado. Un camino donde las ausencias y las lagunas fueron más significativas
que las presencias y los aciertos... Algo así como la vida. Como la vida misma. Como el cine: ésa
necesidad por compartir una memoria común.
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