Carlos Marzal: Los reinos de la casualidad
Editorial Tusquets, Madrid 2005, 784 pp.
Por Ángel Luis Luján
Sí y no
La veta reflexiva que caracteriza su poesía desde hace algunos años encuentra ahora
un cauce libérrimo en esta forma que el autor construye como una continua digresión.
Un barroquismo, que a veces se convierte en ‘maniera’, ahoga una trama apenas existente
que hará a los lectores de novela tradicional desesperar a las pocas páginas, pero
que puede entusiasmar a los degustadores de la poesía de Marzal o a los que simplemente
buscan en la literatura algo más que la narración de una historia.
La novela de Carlos Marzal despierta
en el lector varios interrogantes y no es el menor de ellos si se trata en realidad de una novela. Ya
sabemos que esta etiqueta es tan ancha que por ella, como por el evangélico ojo de la aguja, pasan
camellos, mosquitos y hasta elefantes. La pregunta alcanza una particular pertinencia ante este volumen
en cuyas casi 800 páginas no pasa absolutamente nada, o casi nada.
El libro se divide en seis partes, que llevan coherentemente la denominación de “círculos”,
pues de eso se trata, de palabras que giran sobre sí mismas, sin dirección precisa. De
esos seis círculos, los cinco primeros corresponden a sendos monólogos, en primera persona,
de personajes cuyo vínculo común es haber sido educados en el mismo colegio y mantener
todavía una relación de amistad; el sexto círculo (que ocupa más de la mitad
del libro) recoge, esta vez en tercera persona, las meditaciones de una mujer cuyo marido ha muerto de
manera repentina. La vinculación entre estas dos partes tan dispares numéricamente la constituye
el hecho de que el marido en cuestión era compañero y amigo de los monologantes anteriores.
Así de tenue y frágil es el hilo argumental, lo que contradice de alguna manera lo que
se promete en el título, pues para que haya “casualidad” tiene que haber acciones,
relaciones, entrecruzamientos, a no ser que llamemos casualidad a esa simple superposición de
voces.
Por otra parte, una novela debe tener personajes, y aunque ésta los tiene a veces es como si no
los tuviera. Las personas que pueblan este particular universo no están construidas, se trata
de seres unidimensionales cuya única existencia es la del lenguaje que emplean y la de las reflexiones
que, a través de él, entregan en realidad a nadie, al puro no ser nadie de la literatura.
Cada personaje está individualizado por algún rasgo, alguna manía, un mínimo
de informaciones externas, pero no desde luego por su registro lingüístico, que viene a ser
el mismo en todos, ni por el tipo de reflexiones que llevan a cabo, que giran siempre en torno a temas
similares, principalmente las relaciones humanas. El estilo omnipotente y brillante de Marzal acaba convirtiendo
a los diversos personajes en portavoces de un mismo deseo: de tratar de lo divino y lo humano y dar unas
cuantas vueltas al universo de las ideas. El único personaje que destaca con mayor entidad e identidad
es el de la protagonista del último círculo, Carlota, que desgrana episodios de su vida,
pero siempre al servicio de una reflexión y nunca en beneficio de una trama inexistente.
En
definitiva, los personajes parecen ser meras excusas para enlazar metáforas acertadas, imágenes deslumbrantes, precisas sentencias,
agudas reflexiones, con el consiguiente peligro de caer en la repetición, inevitable en tan grueso
volumen. Todo ello produce en ocasiones una sensación de claustrofobia verbal y de asfixia del
pensamiento. El lector se ve metido no en una historia sino en un lenguaje y unos pensamientos que giran
continuamente sobre lo mismo, como viviendo dentro de una neurosis. Eso sí, encontramos algunos
momentos realmente divertidos como la fantasía del coprófago (a partir de la página
351).
Pero volvamos a la pregunta y veremos
que quizá esté mal hecha y en realidad no haya que preguntarse “¿Es esto una
novela?”, sino “¿ha de ser leído este libro como una novela?”. ¿Qué tipo
de lectura pide este volumen, sea cual sea su género? Como promete el oficio poético del
autor, este texto parece exigir que se lea como un ejercicio de estilo, desde luego, pero sobre todo
como un ejercicio de libertad. “La digresión como forma de vida”, según reza
el título de una de las partes, explica bien el procedimiento de construcción de este texto
que, librado del peso que ejercería una trama, vaga sin compromisos por el amplio mundo de las
ideas y las actitudes, pero sin dejarse llevar de lo etéreo, atado como está a un estilo
que le da peso.
Sabemos que Carlos Marzal ha evolucionado desde una poesía de corte irónico y realista
a una poesía de carácter reflexivo, casi metafísica. Los reinos de la casualidad constituye
el recipiente que ha recogido lo que desbordaba de esta poesía. Los pasajes líricos harán
la delicia de los gustadores de su poesía. La densidad conceptual requiere, además, una
lectura lenta y pausada, más propia de la poesía o del ensayo que de la novela. También
estilísticamente Marzal ha vertido en su novela lo barroco que queda al margen, en puro apunte
en su poesía, caracterizada por un registro más clásico. El problema que presenta
esta vena barroca, a la que se da rienda larga, es que en una extensión tan grande se vuelve “maniera”.
El libro podrá gustar o no pero desde luego hay que reconocer el espíritu de libertad con
que ha sido creado y la brillantez del estilo, aunque la ambición de hacer la novela total, que
creo que está en la base de esta creación, queda truncada porque para la totalidad le falta
la parte de la acción, de la fábula aristotélica.
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