Luis Bagué Quílez y Joaquín Juan Penalva:
Babilonia, mon
amour
Universidad de Murcia, 2005, 76 págs.
Accésit al «V Premio de
Poesía Dionisia García-Universidad de Murcia»
Por María D. Martos Pérez
La aventura cinematográfica. De Babilonia a Hiroshima
La cita de J. M. Álvarez, que abre el libro, es pórtico y punto de arranque —quizá también
una declaración de principios por parte de los dos autores— de una selección
de películas, personajes, actores, escenas e imágenes que forman parte ya del imaginario
colectivo: «He visto muchas cosas en mi vida, algunas increíbles y magníficas,
pero ninguna tan hermosa, tan fabulosamente grande y loca como esta insólita aventura del
cinematógrafo» (pág. 13). Con tres garantías cuenta el lector, antes
espectador más o menos aficionado, para emprender la lectura de este poemario: el entusiasmo
ilusionado —y, a veces, como la cinta fílmica, también ilusionista—,
el humor que destilan los poemas y, por último, lo que de esparcimiento lúdico llevan
consigo el júbilo y el humor, ya sea a través de la imagen, de la palabra o de la
imagen sugerida por la palabra.
La selección de películas cuyas escenas y personajes se recrean en este poemario no es
gratuita; ninguna selección lo es. Responde ésta a esos mismos principios que deducimos
a lo largo del proceso de lectura. La Babilonia fílmica resultante de la retrospectiva mirada
hacia el desarrollo del cine en el siglo XX que nos ofrecen Luis Bagué y Joaquín Juan se
articula en cuatro partes, cada una de las cuales va encabezada por una cita tomada de escritores contemporáneos
que han demostrado en sus obras literarias o, simplemente, en sus gustos personales la connivencia de
literatura y cine: Aquilino Duque, Felipe Benítez Reyes, María Sanz y Manuel Sánchez
Chamorro.
En la primera parte, el engarce del proceso selectivo lo compone una serie de personajes de ficción
que, en sus variadas interpretaciones, plantean las diversas posibilidades temáticas, sucesivamente
reveladas por la cinematografía. Se dan cita, pues, en estos versos el inolvidable director de
cine, creado por Tim Burton, Ed Wood, (pág. 19); el ávido detective Hércules Poirot
(pág. 20); las búsquedas quiméricas de Indiana Jones (pág. 21); el inolvidable
mundo de Andy Kaufman (págs. 22-23); el esencializado personaje de Truffaut, Antoine Doinel (pág.
24); y el marinero, personaje de comic, Corto Maltese (pág. 25). De esta primera parte, así como
de la misma elección de personajes se desprenden las pautas dominantes en el resto del poemario:
eclecticismo en cuanto a géneros y cronología —desde el romántico París
de Truffaut en los años 50 hasta la estampa de Corto Maltés llevado a las pantallas en
2002— y la preferencia en la selección por los que, si duda, conforman los tres focos cardinales
de la historia del cine: Hollywood, Francia e Italia.
Si la primera parte congrega a personajes, la segunda sección del libro plantea, a través
de una mirada sintética, el repaso por algunos los géneros más fecundos de la historia
del cine y por algunas de las corrientes que han impulsado el engranaje de su desarrollo. Algunas composiciones
recogen los motivos configurantes de ciertos géneros fílmicos así como los títulos
ya canonizados en el paradigma de esos géneros. Así ocurre en el poema dedicado al cine
negro («Film Noir», pág. 33), a las películas de aventuras (pág. 36),
a las de «Science-Fiction» (pág. 37), al género de terror (pág. 38),
a los musicales (pág. 39) y al western. Otros poemas, paralelamente, desarrollan en sus versos
las tendencias más notables de la breve historia del cinematógrafo y las películas
más emblemáticas que las inauguran y consolidan. Es el caso del neorrealismo italiano de
los años 50, de la nouvelle vague y de iniciativas menos acreditadas como la de un grupo
de cineastas daneses que en 1995 promovieron una tendencia fílmica presidida por la rebeldía
frente a directrices más comerciales del cine de la época y que se dio en llamar «Dogme
95». En definitiva, todos estos poemas se hacen eco de las posibilidades ficcionales que ha tanteado
el cinematógrafo a través de un amplio abanico de géneros y tendencias.
En la tercera parte se despliegan diversas evocaciones de un variado haz de filmes, que se suman a la
antología que se va conformando. Fijan estos versos instantáneas de películas como Una
habitación con vistas, del recuerdo adolescente que subyace en Las vírgenes suicidas,
de las ráfagas de apasionadas historias amorosas marcadas por la violencia en películas
como Corazón salvaje o Bonnie & Clyde, del simulacro de realidad en Matrix o
de los personajes del vecindario de Amélie.
Y, así, alcanzamos la última parte, el final, en la que se concentran aspectos más
sustantivos de la industria cinematográfica como puedan ser la producción —encarnada
en las figuras del estadounidense Walt Disney (pág. 70) y del italiano Agostino de Laurentiis—,
el papel de la televisión, las superproducciones en cadena como la serie de Jakie Chang o las
rentables historias de superhéroes.
El título del poemario Babilonia, mon amour abandera ese eclecticismo que el cine eleva
a doctrina estética. La sangrienta Babilonia de Hollywood cifrada en el cine de terror de Anger,
los experimentos de Warhol, las tentativas de cine independiente —como las de J. Mekas—,
la América de los hermanos Coen se completan con la hermosura exquisita de Resnais en Hiroshima,
mon amour y con el cine que por esa época se rodaba en Europa, ya sean Los cuatrocientos
golpes de Truffaut o la Dolce vita de F. Fellini, todas del año 1959. Y muestra
de todo ello es Babilonia, mon amour, un compendio de referencias cinéfilas que reúnen
en un verso grácil y terso la industria y el arte, el dinero y la miseria, los policías
y los ladrones, los superhéroes y los desventurados, todo lo que cabe en Babilonia y en
la Gran Pantalla, quedando verificado el aserto de que «No es muy distinto este oficio al del ilusionista:
/ consiste en adormecer con las mentiras / y en negar la evidencia de los límites» («Neil
Armstrong», pág. 68, vv. 16-18). Los finales siempre son punto de partida para otros principios.
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