Paul Auster: Brooklyn Follies
Editorial Anagrama, Barcelona 2006, pp. 320.
Por Mercedes Martín de la Nuez
Paul Auster es un contador de historias. ¿Qué diferencia hay entre contar historias
y hacer literatura? Quizá el tiempo que esas historias permanecen vigentes, actuales, porque
son releídas. Gracias a la capacidad humana para el olvido existe esa otra capacidad para
sorprendernos: las cosas suenan como nuevas alguna vez. Paul Auster toma de El Quijote algunos
elementos gastados, retomados tantas veces por tantos otros, por Cervantes mismo, aunque Cervantes
consiguió hacernos olvidar los ingredientes de su estupenda obra. ¿Cuál es
el secreto de una buena historia? Por supuesto, no estos elementos, sino una capacidad innata para
narrar y que es independiente de la profesión que ejerzas. Me pregunto cómo es que
escritores sin talento, tan sólo apoyados por una buena campaña publicitaria (premios
incluidos) consiguen captar a una mayoría de lectores asiduos y críticos concienzudos
(no siempre honrados). Sucede como en el reflejo condicionado: a base de oír y de leer que
tal o cual título permanece varias semanas en las listas de los más vendidos, acabas
comprando en la librería, que es el templo invadido por los mercaderes, el titulillo que
tanto se oye, que tanto se dice que se lee. Y al final el condenado título se lee, se premia,
y la farsa alcanza a todos. En este caso, “Brooklyn Follies” merece ser leído.
Es una de esas obritas menores, pero no por ello mal hechas.
“Estaba buscando un sitio tranquilo para morir”, comienza. Frases como ésta
y un cinismo de tipo duro de vuelta de todo nos recuerda a la novela (y a las películas)
de detectives, además de algunos episodios como la estafa y las pesquisas del protagonista,
Nathan Glass. Pero, poco a poco y a medida que Nathan Glass descubre las tristezas ajenas,
el tono se va dulcificando, como se dulcificó el de Cervantes. Veamos algunos paralelismos.
Un caballero andante cincuentón y su sobrino escudero entrado en carnes se aventuran por
las vidas de los que se encuentran en el camino, haciéndolas suyas propias y descubriendo
así un aliciente tras el fracaso y la desilusión. Ambos se dedican a desfacer
entuertos y esto les procura la felicidad que no tenían o ya no sospechaban. Otro
homenaje del escritor estadounidense al Quijote es el corte brusco de la narración que
hay al inicio del capítulo “Un encuentro inesperado” y que recuerda a aquella
otra inrrupción cervantina, justo en el combate con el vizcaíno, para revelar
que no es lo que parece y el que habla no es el autor de la historia. En este caso, Nathan,
que es la voz narradora y protagonista a lo largo de las páginas, reniega de su papel:
“LLevo más de una docena de páginas parloteando sin parar, pero hasta ahora
mi único objetivo ha sido presentarme ante el lector y preparar la escena para la historia
que me dispongo a narrar. Yo no soy el personaje principal de este relato. La distinción
de llevar el título de protagonista de este libro corresponde a mi sobrino Tom Wood” (p.20)
No es cierto, sólo se trata de una artimaña narrativa. Sin embargo (y ello no desmerece
la obrita de Paul Auster), los diálogos entre Nathan y su sobrino no son tan vivos ni
ingeniosos y quizá por ello permanecerán menos en la memoria.
También está la cena representada o episodio en clave teatral, que quiere recordar
al retablo de Maese Pedro, y algunos personajes que van desfilando, como Harry Brightman, estafador
entrañable que se inventa a sí mismo (su propia vida es un relato de ficción)
y que nos trae a la mente a aquel sorprendente Ginés de Pasamonte.
El libro del desvarío humano, que así se titula una obra en la que trabaja el propio
Nathan Glass, a modo de entretenimiento, y que constituye una especie de colección de
gags recogidos en la memoria a lo largo de su vida, es una novela dentro de la novela, de la
que tanto gustaba en tiempos de Cervantes, y es a la vez una caricatura de Brooklyn Follies.
Pero no tenemos intención de agotar este juego de espejos del que venimos hablando y
que dejamos a la curiosidad del lector.
El homenaje al Quijote no tiene que llevarnos a la comparación entre una y otra obra,
son muy distintas, ni la novela de Paul Auster pretende ser un segundo Quijote. Lamentablemente,
utiliza muchos clichés de los que tan hartos nos tiene la literatura y el cine de usar
y tirar, y que nos regala una manida colección de morbo como el amante gay vengativo,
la muchacha inocente, hasta lo inverosímil, víctima de la sociedad sádica,
y una no tan manida relación incestuosa disimulada, pero que se extiende por todo el
libro.
“Más aún, era el único hombre que había conocido que no la
consideraba estúpida, que no estaba pensando en follar las veinticuatro horas del día,
y que no andaba tras ella sólo por su cuerpo. Sin contar a Tom, claro estaba, pero ninguna
chica podía casarse con su hermano, ¿verdad? Eso estaba prohibido, así que
se iba a casar con David.” (p. 82)
Hacia el final de la novela, empiezan a atarse todos los cabos con bastante prisa, a la manera
de las películas y novelas detectivescas más ingenuas: nada queda a la imaginación
y todos los buenos reciben su premio, los malos su castigo, y, en fin, está empalagosamente
acabada.
Pero no podemos negar que la historia transcurre como por sí misma, como los acontecimientos
reales, sin decaer, bien enlazada, con continuas prolepsis para dar la sensación de
que se narra desde el recuerdo.
Como colofón, una mención al once de septiembre y la destrucción de las
torres gemelas, símbolo del acontecimiento terrible que siempre aguarda al doblar la
esquina, pero que sin embargo no impide que, hasta que suceda, la gente continúe con
sus desvelos cotidianos y “Brooklyn follies”.
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