Ian McEwan: «La ley del menor»
por Mercedes Martín
Anagrama, 2015
La mujer convalecía en un sillón después de que su marido le pusiera un ultimátum: o tenían vida sexual o se iba con una jovencita que ya tenía a tiro. Hacerla elegir era infantil, algo raro, pensó ella. ¿Tenía ya una amante? En ese caso, ¿para qué iba a darle la oportunidad de rehacer su matrimonio? Más tarde, cuando vio al marido acarrear una maleta y meterse en el coche, lo tuvo más claro: lo tenía todo preparado. Su marcha. Pero no quería irse sin más, como un criminal, había preferido dejar el fracaso de su matrimonio en manos de ella.
Pero ella tenía cosas que hacer. Era jueza y encima de su mesa tenía una montaña de casos sobre los que debía dictar sentencia. Eran casos del tribunal de familia, donde ella trabajaba desde hacía muchos años y tenía cierto prestigio. Su marido se había visto desplazado por el trabajo de ella, por el prestigio de ella, y no lo soportaba. Era posible que se estuviera dando importancia apareciendo como un galán, todavía capaz de seducir a una jovencita e irse de casa, a sus sesenta años.
Así que la jueza se puso a trabajar y dejó para después su matrimonio. Ahora debía de ocuparse de casos de vida o muerte, casos con niños de por medio. Divorcios, disputas por la custodia de los hijos, por la educación de los hijos, por la religión de los hijos, incluso por la vida o la muerte de los hijos, pues le había llegado un caso sobre un testigo de Jehová que se negaba a recibir una transfusión de sangre. El problema era que el testigo no tenía aún dieciocho años, así que no podía decidir él, tenía que decidir un juez. Los padres, que también eran testigos, estaban de acuerdo.
Así arranca la novela de Ian McEwan y continúa a este ritmo hasta el final. Breve, pero intensa. El lector gozará de una vista panorámica de los complicados casos que llegan cada día a un Juzgado de Familia, pero sin enfangarse en la complejidad del lenguaje jurídico. Si se deja embaucar, la novela lo depositará blandamente en el terreno de los problemas éticos y románticos, a saltos. Incluso podrá asistir, sin darse cuenta, al romance ¿pedófilo? entre la jueza y el menor.
Recuerdo ahora la célebre Memoria de mis putas tristes, de García Márquez, calificada por la crítica como una novela romántica, cuando lo que pasaba era que un señor mayor adinerado no quería morirse sin tener sexo con una menor, y pagaba por ello. O la célebre Lolita, que dibujaba, al menos en la versión cinematográfica, a la niña como una pérfida serpiente que hacía caer al pobre protagonista en la pedofilia sin remedio. ¿Cómo es posible que nuestra sociedad califique estas novelas como novelas de amor? En este caso, McEwan pasa por el tema rozándolo, no se mete de lleno. La novedad es que es una mujer, no un hombre, y no corre tras el menor sino al revés, el joven corre tras la mujer, que le triplica la edad.
La jueza, acostumbrada a enfrentarse a dilemas éticos, esta vez se ve incapaz de decidir sobre su propia vida y se dedica a correr hacia adelante hasta la última página.