Ingres
por Carmen González García-Pando
Museo del Prado. Madrid. Del 24 de Noviembre de 2015 al 27 de marzo de 2016
Durante años, el arte de Ingres (Montauban 1780-París 1867) ha desconcertado a historiadores y críticos empeñados en calificar su pintura de academicista al gusto neoclásico cuando lo cierto es que no entendieron el lenguaje transgresor y personal que encerraba su arte. La relación que mantuvo con los movimientos artísticos de su tiempo (romanticismo, neoclasicismo y realismo) no lograron alterar su estilo. Hizo falta que pasara el tiempo y que las primeras vanguardias artísticas con Picasso, Picabia, o Dalí reconocieran y admiraran la radicalidad e independencia de un hombre que no se encasilló en ninguna corriente y cuyo afán fue la búsqueda incansable de la belleza y perfección.
La exposición que el Museo del Prado rinde al pintor francés es la primera monográfica que se le dedica en nuestro país. Si tenemos en cuenta que no disponemos de apenas obras del maestro francés, si además se ha logrado reunir un conjunto que incluye gran número de obras maestras (consideradas iconos nacionales que apenas viajan fuera de Francia), si casualmente ha coincidido que horas después de los atentados terroristas de París, cruzaba el último camión la frontera franco española con algunos de estos lienzos excepcionales y que tanto el Louvre como el museo del artista en Montauban, el Metropolitan, la Frick Collection o la Galería de los Uffizi no han escatimado en prestar lo mejor de Ingres, comprenderemos el alcance de esta exposición que es sin duda cita obligada e irrepetible por su valor simbólico y artístico.
Rafael: su inspirador, su dios
Como en muchos casos, fue la influencia familiar la que llevó a Ingres a interesarse por la pintura. Su padre, pintor y escultor, quiso que su hijo adquiriese una sólida formación y le inscribió primero en la academia local de Toulouse y más tarde en la escuela de Bellas Artes de París como discípulo de David. Aprendió el arte de la Antigüedad, conoció el Museo Napoleón con su espléndido conjunto de cuadros pero su meta era lograr el “grand prix” de Roma que, en aquel entonces, era el máximo reconocimiento con el que Francia señalaba a sus jóvenes artistas. Ingres lo consiguió y en 1806 llegó a Roma con la determinación de seguir profundizando en la tradición clásica y, sobre todo, en el arte de su admirado Rafael por el que sintió una desbordante fascinación.
El impulso romántico de búsqueda de la belleza ideal, que en Ingres desembocó en la atracción por la grandeza de la antigüedad greco-latina, le llevó a engrandecer los géneros que abordó como el desnudo, el retrato o la pintura de historia. La radicalización que mostró en estos temas le han encumbrado como uno de los más modernos exponentes de la pintura europea del XIX. Y fue la extraordinaria habilidad como dibujante, la raíz de ese estilo magistral que se aprecia en sus cuadros.
Al tiempo que ideaba grandes composiciones clásicas Ingres trabajó, por encargo, en pequeñas pinturas que trataban historias más emocionales que históricas y que no fueron bien vistas por la Academia ni sus representantes los cuales se decantaban por historias ejemplares sobre grandes formatos. Estas pequeñas obras encajan en la llamada tendencia “troubadour” y evocaban escenas de los artistas que más admiraba, relatos literarios o episodios de los grandes clásicos de la literatura italiana pero siempre dotadas de su personal interpretación.
Retratos: éxito a su pesar
Conociendo la galería de espléndidos retratos que realizó en su vida, nadie podría pensar que Ingres detestara realizarlos. Es tal la maestría que el artista posee para captar la personalidad del retratado, la habilidad técnica de las composiciones, la perfección de los mínimos detalles… que cuesta creer que no se sintiera a gusto llevándolos a cabo. Sin embargo, lo cierto es que su meta era alcanzar el prestigio como pintor de Historia y no realizando encargos de retratos que, paradójicamente, le llovían sin buscarlos.
La exposición, centrada especialmente en este género, da cuenta de lo afirmado con la recopilación de uno de los conjuntos más notables de la pintura del XIX. La soberbia galería de personajes recorren las salas del Prado para poner de manifiesto el talento singular de un hombre que defendía por encima de todo su criterio indómito y personal.
Entre los que posaron para el está el de su gran amigo Jean-Pierre-François Gilibert, el del pintor François-Marius Granet, su esposa Madeleine, la elegante señora Rivière, y gran parte de la alta sociedad francesa de la época como el ministro Louis-Mathieu Molé o el mismísimo Napoleón retratado en dos lienzos uno como cónsul y otro como emperador rodeado de toda la grandeza imperial, icono del poder monárquico. Un cuadro que despertó las iras de los críticos y políticos y que como indica Vincent Pomarède en el catálogo, un retrato “entre la propaganda y el manifiesto artístico…representación del poder y del hombre providencial”.Completan la lista de retratos entre otros la bella y seductora señora de Senonnes que rezuma opulencia y sensualidad entre ricos y coloridos tejidos. La sensibilidad del artista por la infancia está presente en el dibujo que hizo a Charlotte-Madeleine Taurel, un dulce retrato infantil donde Ingres transmite su aprecio nostálgico por la niñez debido, tal vez, a la pena de no haber tenido descendencia.
“El señor Bertin” es por su singularidad y calidad, una de las obras maestras de la exposición. Se ha dicho que es “un retrato de carne y hueso, un retrato que anda y que habla”. Obra sencilla de paleta monótona en tonos ocres dorados y muy alejado de sus retratos ricos y elegantes, es el más célebre y admirado de Ingres. Representa a un hombre sexagenario, corpulento, sin estilo en su indumentaria, sentado en una silla de madera (atención a la minúscula ventana que se refleja en ella) con las grande manos sobre las rodillas y clavando la mirada intimidante en el espectador. Todo un emblema del ascenso de la burguesía del siglo XIX al poder económico y político.Tampoco dejó de lado las pinturas de historia y religiosas, géneros que también modernizó y que en la exposición se exhiben ejemplos magníficos como “El sueño de Ossian”, “Edipo y la esfinge”, “la Virgen adorando la Sagrada Forma”, “Juana de Arco en la coronación de Carlos VII en la catedral de Reims” o “Jesús entre los doctores” una obra esta última que le llevó casi veinte años ejecutarla y que no tuvo el aprecio del público al igual que un gran número de cuadros religiosos.
Fascinación por el desnudo
Si como dibujante y retratista Ingres es un verdadero maestro, cuando trata el tema del desnudo es sencillamente genial y no sólo por la factura técnica sino por la audacia y sensualidad de sus obras. La exposición presenta algunos ejemplos soberbios como “Ruggiero libera a Angélica”, “Edipo y la esfinge” o “El sueño de Ossian”, pero es al abordar el cuerpo femenino, el de las mujeres cautivas orientales, cuando el pintor consigue lo mejor de su creación. Nos referimos por ejemplo a “La gran odalisca” y “El baño turco”.
Sin obedecer a los cánones estéticos que la tradición académica imponía a la hora de tratar el desnudo, Ingres nos invita con su Odalisca a contemplar el cuerpo de esa bella mujer que en la intimidad nos da la espalda y vuelve la mirada al espectador. La obra rezuma sensualidad y erotismo y se inscribe en la tradición de la bellas diosas y en el ámbito oriental del harén, lugar donde la mujer tenía un espacio privado para expresar lo que le dicta el cuerpo. La obra está considerada como el primer gran desnudo de la tradición moderna pero, en su momento, fue tachada de impúdica y supuso un gran escándalo. Aquí se ha presentado al lado de dos dibujos preparatorios y de otra versión realizada en grisalla en la que se observan ciertas variaciones como el haber sido por ejemplo despojada del abanico y del paño que cubre las nalgas.
Cuando Ingres concluye el célebre “Baño turco” era un hombre septuagenario que años antes había quedado fascinado con el relato que hizo la esposa del embajador inglés tras su visita a un baño turco. En dicha narración Lady Montagu describía la preparación de unas mujeres acicalándose para la boda de una de ellas, motivo este que dio pie al pintor para expresar sus fantasías femeninas en un lienzo genial. En un principio la obra contó con un soporte cuadrangular pero más tarde Ingres corta en vivo las figuras periféricas y lo redondea para comunicar un grado mayor de intimidad y erotización. Convierte así la obra en un tondo donde se acumulan mujeres desnudas de diferentes razas y que, en apariencia, se entregan inocentemente a los placeres del agua y el cuerpo.
Muchos desvelos y años de trabajo dedicó el pintor a esta obra considerada la más libre y personal. Tampoco reutilizó viejos estudios empleados en cuadros anteriores pues deseaba dar rienda suelta a la imaginación y acomodar el argumento a su propia estética. El resultado fue una composición de sinuosas formas y opulentas curvas donde la figura principal, la famosa bañista Valpinçon, ofrece la espalda al espectador invitándole a participar del hedonismo de la escena. Ingres rinde de esta manera un homenaje a la belleza femenina, a ese ideal que siempre persiguió.
Más información de la exposición: www.museodelprado.es