Bonnard
por Mariano de Blas
Fundación Mapfre, Madrid. Del 19 de septiembre de 2015 al 10 de enero de 2016
Los grandes artistas, a menudo, rozan el límite tras el cual su trabajo cambiaría de carácter. Con Goya fue la caricatura. Con Cezanne, el balbuceo. Con Picasso, el monigote. Con Tapies, un trozo de simple pared. En el caso de Bonnard, fue lo decorativo. Esto significa que la imagen está supeditada a un entorno principal, tornándose en secundaria. Bonnard se pudo quedar en ser un productor de imágenes agradables y “bonitas”, el “pintor de la felicidad”, como esos manipulados anuncios de Coca Cola. En la exposición se pueden ver algunos ejemplos de esa su faceta de decorador. Pero en otras obras, supo alcanzar unas cotas de expresividad con el color y un espacio subjetivo que, siendo extraordinariamente bellas, su intensidad expresiva, la profundidad de su mensaje plástico, llegan a niveles, en donde el poder simbólico de sus obras penetra en lo más profundo de la conciencia de su afortunado observador.
Ahora se tiene ocasión de comprobarlo, en esta exposición antológica de Pierre Bonnard. Hace dos años, se pudo apreciar algunos de sus autorretratos en la exposición “Obras maestras del Centre Pompidou”, también en Mapfre. Anteriormente habría que remontarse, para ver sus obras en España iluminación artificial, los personajes aparecen encerrados, mostrados de una manera enigmática, lo que plásticamente se traduce en matices de color, composiciones complejas bajo una aparente simplicidad, hasta que se produce un gran cambio. Esto se puede ilustrar con dos obras que manejan la intimidad. “El hombre y la mujer” (1900), dos cuerpos desnudos en un antes o un después del sexo. El color es matizado por los tonos y por los contrastes de luz, dos desnudos rodeados de una austera paleta de grises y marrones. La mirada penetra en el espacio íntimo del otro, se encuentra con la melancolía y un misterioso desapego en la acción de los personajes, que no se hablan, ni se mitran. Ahora compárese con las obras de las “Bañeras”. Pintadas en los 20’s y 30’s del s. XX, muestran principalmente a su esposa Marthe de Meligny, que tomaba muchos y largos baños. Lo que predomina es el color, un color cálido, cromáticamente casi puro, que se sobrepone a las formas, a la composición, al volumen. Los rostros de las mujeres son indefinidos, sin protagonismo, que comparten con el agua, con la bañera, con la estancia. Constituye la inmersión en el ambiente como un todo magmático. Es una meditación de la realidad como un hecho extraordinario que sobrepasa a los accidentes de los seres que la habitan.
Eso ocurre cuando Bonnard descubre el Sur. El pintor acaba viviendo en la Costa Azul, Saint-Tropez, Cannes, para comprarse una casa en La Cannet con una maravillosa vista panorámica de la bahía. Pero no hay que pensar en el artista con su caballete pintando del natural, al aire libre. Esa confrontación directa con el paisaje la tenemos con Corot (el precursor), la Escuela de Barbizón, con los Impresionistas, en los interminables paseos de Cezanne y Van Gogh, incluso con los postimpresionistas aplacados españoles, Sorolla, Mir, Rusiñol, Camarasa etc. Bonnard no pinta del natural. Hace dibujos y apuntes con acuarela y témpera, para pintar y realizar la obra al óleo en su estudio. Así es como habían trabajado los realistas. Courbet, o Carlos de Haes (el primer catedrático de Paisaje de España, Escuela Superior de la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, en 1857). El realista “ordena” el paisaje en su estudio. Partiendo de sus apuntes, construye un discurso modelando las formas, matizando los colores con claroscuros y tonos. Realiza un maravilloso ejercicio de reconstrucción racional de la imagen mediante el dibujo que domina las formas.
Bonnard recrea la imagen en su estudio, de similar manera a como funcionamos con la memoria. Ésta activa la misma área del cerebro que la imaginación. Cuando recordamos “reconstruimos” el pasado según cómo somos en el presente, de ahí la cercanía entre imaginación y memoria. Recordar es revivir el pasado según nuestro presente, y no cómo éramos cuando vivíamos lo recordado. Ese mecanismo le permite al artista crear nuevas formas sin las limitaciones de la observación ocular de la realidad. Explota las vibraciones del color, que es el genera las formas. Ese lirismo no llega a quebrar el color y la figura como el expresionismo, sino que mantiene un discurso no crispado, sutil. Similar a Debussy, su música no es impresionista en realidad, porque no reproduce los sonidos de la naturaleza, sino que los evoca, los reconstruye, como Bonnard hace con sus paisajes, interiores y retratos. En ese territorio se expande la imaginación del artista. El impresionismo pictórico mantiene una amarra, pero sobre todo una intención a lo que están, en ese momento, viendo los ojos del artista, que tratan en Monet de ser “puros”, sin ideas preconcebidas, aunque cambie la luz del día. Esa amarra está en el terrible duelo que Cezanne sostiene con sus sensaciones a las que quiere atrapar. La obra de Bonnard rompe esas ataduras. Sus descripciones son perfectamente reconocibles pero están en un extraordinario mundo inédito que el artista crea. No es casualidad su inclinación por las arcadias en sus paisajes. La mitología es un recurso intelectual empleado desde el Renacimiento mediante cual se cuentan verdades mediante la ficción de la mitología. Todo el mundo sabía que Venus no existió (eran cristianos), pero sí, que gracias a ella se podía representar al amor carnal, que obviamente existía, así como otras pasiones y una ideología incluso: como las fabulas que castigan a los mortales que retan a los dioses. Como la de Aracné de Velázquez (las Hilanderas). Los dioses no existían, pero sí los amos: los nobles y reyes.Lo que en Gauguin era un solo color plano simbólico, su cristo amarillo, en Bonnard, ese amarillo se desarrolla en infinitas vibraciones cromáticas rodeadas por otras gamas de color, igualmente maravillosas. En la exposición está ese “El rapto de Europa”, en el que azul añil se califica de “ultravioleta”. Ese despliegue de color le lleva al artista a los autorretratos. El pintor se refleja como un boxeador (de 1931). En actitud de lucha, su rostro está en zona de sombra bajo un desarrollo de intensos rojos. La construcción cromática llega a presentar la forma, un rostro rojo oscuro rodeado de amarillos y ocres. El brazo derecho, cortado el codo. Inadmisible en la composición clásica, admitido con la fotografía. El toque que define a un gran pintor, a la derecha de la compasión, una línea de color negro que bordea una franja gris azulada. Ese detalle sujeta la composición, refuerza el todo, pues completa la triada de los colores primarios, rojo, amarillo y azul. Cuando se contempla una obra así, podemos sentirnos invadidos por el enigma del pintor, el artista, la persona, luchando consigo mismo, la belleza de la imagen y su rotundidad. El detalle casi imperceptible de la franja grisácea de la derecha es el toque del maestro, del artesano de la pintura, del artista genial.