Emma Reyes: «Memoria por correspondencia»
por Mercedes Martín
Libros del Asteroide, 2015
Un día, la pintora colombiana Emma Reyes se escapó del convento donde había vivido quince años trabajando como esclava, sin poder salir a la calle, junto a otras ciento cincuenta niñas. Robó las llaves de las tres puertas que la separaban de “el mundo” y se escapó. Se había hecho una mujer, pero ella no lo sabía, quizá por el efecto de vivir entre muros desde los cuatro años. En el convento les metían miedo con el demonio, tenían un sustento miserable y cosían diez horas al día para la calle, para “el mundo” como decían las monjas. Era analfabeta
Después de viajar por varios países latinoamericanos haciendo autoestop y trabajando para mantenerse a sí misma, recaló en Uruguay, donde encontró al escultor colombiano Guillermo Botero cuando tenían apenas veinte años. Se casaron. Pero ella empezó a pintar y esto no lo comprendía Botero. Pintaba y decía que haría traer a su hermana para que la ayudara en la casa y así poder ella hacerse artista. Cuenta el escultor en sus memorias que Emma “recitaba la carta que le iba a escribir a su hermana Helena para que se viniera a vivir con nosotros… Empezó a pintar unos paisajitos inventados, unas flores ingenuas y unos bodegones de una ocurrencia casi infantil. Era una pintura llena de ingenuidad, a la acuarela, igual que la de los niños que expresan esa sencillez tan difícil de imitar… Ella misma se celebraba sus cosas y creía haber encontrado la verdadera expresión del paisaje, de las flores”. Los amigos del escultor se divertían con las aspiraciones de la muchacha y Botero se lamentaba de haberse casado con una mujer tan ignorante, tanto más en cuanto que tenía tales pretensiones.Ahora que he leído las Memorias por correspondencia de Emma Reyes comprendo la inmensa valía de una persona como ella, que no era nadie, que no tenía familia ni tan siquiera el apoyo de su primer marido, y que logró convertirse en artista y exponer en Europa y Estados Unidos. Ahora sus pinturas se ven en los museos y en las galerías de todo el mundo. No hay que ir muy lejos, pues la mayoría de sus obras están en Málaga.
Las cartas cuentan la historia hasta que escapa del hospicio. Se crió en el lodo, literalmente. Nunca supo quiénes eran sus padres pues vivió hasta los cuatro años con una señora que se hacía llamar Sra. María y que la encerraba en un cuartucho y la golpeaba cuando se sentía frustrada. “¡Ustedes tienen la culpa de que yo no viva como una reina!”. Probablemente, la Sra. María era su madre, víctima a su vez de una sociedad cruel que echa toda la responsabilidad de los hijos sobre la madre, escapándose el marido tranquilamente. Esta mujer, desalmada, incapaz de afecto alguno, se fue deshaciendo poco a poco de ellos. Es especialmente conmovedora la historia del último niño, que ni siquiera tenía nombre y nadaba en sus propios excrementos, y que a los cuatro años fue dejado junto a una puerta.
Todo esto lo cuenta Emma Reyes en unas cartas, con faltas de ortografía, dirigidas a un amigo suyo historiador, que las publicó años después de su muerte. Quizá vivir ajena al mundo tanto tiempo la hizo tan ingenua como para soñar. Historias como las de Emma son dignas de escucharse y de leerse. Cuando cierro el libro, me hago la promesa de dedicar menos tiempo a las memorias de autores megalómanos y prestar más atención a las historias de gente valiente como Emma.