Zurbarán, una nueva mirada
por Carmen González García-Pando
Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Del 9 de junio al 13 de septiembre de 2015
A lo largo del pasado siglo numerosas exposiciones han estudiado la figura de Francisco de Zurbarán y su obra. Fue magnífica la celebrada en el Museo del Prado en 1988 pues proporcionó una visión crítica e instructiva sobre la personalidad pictórica del artista. Esta antológica reveló que estábamos ante un pintor con grandes limitaciones unidas a extraordinarias calidades. En algunos casos era evidente la torpeza y mediocridad compositiva y en otros destacaba por lo grandioso en su sencillez y su honda espiritualidad. Se comprobó igualmente que existían errores en la datación de algunas obras y lagunas que afectaban al taller.
No obstante aquella excepcional exposición sirvió para vaticinar lo que múltiples manifestaciones posteriores – especialmente la de Sevilla conmemorativa del IV centenario de su nacimiento en 1998- confirmarían: que Zurbarán fue un gran maestro cuyo prestigio había estado oculto por la gloria de Velázquez y el preciosismo de Murillo.
Coetáneo de estos dos maestros como también de Ribera y Ribalta, el estilo de Zurbarán se mantuvo casi invariable lo que fue, durante varias décadas, el secreto de su éxito. Pero la otra cara de la moneda es que ese inmovilismo condenó su carrera artística que se interpretó de escasa aportación a futuras generaciones. Concepto que en la actualidad ha cambiado pues como se ha podido demostrar, con el paso del tiempo, la obra de Zurbarán ha sido revalorizada por pintores como Millet y Courbet que captaron los valores más sustantivos de su pintura, aunque no fue hasta la época de Cézanne, y la llegada del cubismo con Picasso, que se reconociera su maestría.
Apuntes biográficos
Antes de ser apreciado por las corrientes pictóricas modernas, el pintor desarrolló una carrera artística de luces y sombras como su biografía nos revela.
Los datos que tenemos de sus primeros años de vida son muy pocos y, desgraciadamente las obras de la primera etapa se perdieron casi todas. Se sabe que nació en Fuente de Cantos (Badajoz) en 1598 y que seguramente su padre, un acomodado tendero, deseara transmitirle el negocio. Sin embargo, en 1614 con apenas 16 años, es tomado como aprendiz de pintor en el taller de Pedro Díaz de Villanueva en Sevilla, lo que nos hace suponer que debía poseer unas dotes extraordinarias para el dibujo para que fuera enviado a la ciudad andaluza a aprender este oficio pues, como es sabido, en aquella época lo normal era tener una vinculación con el gremio y, en este caso, no existía ninguna.
Lo cierto es que aquí pasó tres años y posiblemente entrara en contacto con el taller de Francisco Pacheco, una de las personalidades más relevantes del momento, que pretendía elevar su taller a rango de Academia y en el que encontramos a Velázquez con apenas once años y Alonso Cano con quince.
Realmente no es simple coincidencia el encuentro de estos artistas en la ciudad andaluza pues Sevilla era el centro neurálgico del país en esos años. El panorama artístico era muy fértil ya que coincidía con la prosperidad económica de una ciudad desde dónde partía todo el comercio con ultramar. De América llegaban los barcos cargados de riquezas pero a su vez de aquí viajaban otras materias y, entre ellas, pinturas y objetos artísticos para decorar los conventos y centros religiosos de reciente fundación.
En 1617 finaliza su aprendizaje, se casa con María Páez y se traslada a vivir a Llerena (Extremadura). De esta breve relación, pues fallece en pocos años, nacen tres hijos, entre ellos Juan, también pintor como su padre y reconocido por sus espléndidos bodegones. De nuevo vuelve a contraer matrimonio, en 1625, con una viuda diez años mayor que el y de buena posición económica: Beatriz de Morales.Un año después Zurbarán consigue el primer trabajo de importancia y el que le va a facilitar introducirse en el hermético ambiente sevillano, copado por los grandes y reconocidos maestros como Varela, Pacheco o Roelas. Se trata de la realización de veintiún cuadros que la orden de los dominicos de San Pablo el Real de Sevilla le encarga, con la condición de llevarlo a cabo en el breve plazo de ocho meses. Zurbarán acepta el reto a un precio bastante bajo y consigue así el pasaporte a futuros y numerosos pedidos.
Una fructífera y portentosa carrera artística
Con un estilo bastante torpe en las perspectivas, sin habilidad para la proyección geométrica e incapaz de ordenar los numerosos personajes en un espacio realista, Zurbarán se enfrenta a este encargo retador que logra solventar gracias a la prodigiosa capacidad que posee para reproducir los materiales. Es destacable la intensa expresividad de los rostros de miradas penetrantes, animados y muy diferentes de las expresiones acartonadas de otros pintores. Notable igualmente la minuciosidad y realismo de los detalles en las telas, objetos, cabellos… como también sorprende su particular concepción del color (utilizaba gamas brillantes, como púrpuras, morados y verdes esmeraldas) cuya armonía conseguía mezclando estas tonalidades, que eran consideradas antagónicas, pero que el armonizaba perfectamente.
Un año después, en 1627, pinta el magnífico “Crucificado” que despierta tal admiración que el Consejo Municipal de Sevilla le propone oficialmente que fijara su residencia en la ciudad hispalense. De esta manera, y con el apoyo del cabildo, Zurbarán se saltará las normas de los alcaldes del gremio de pintores y, sin examen alguno, entrará a formar parte de el.El cuadro representa a Cristo clavado sobre una cruz rústica de madera y es un perfecto estudio anatómico del cuerpo masculino. Un cuerpo que podría compararse al Cristo de Velázquez y en dónde se plasma las normas académicas en cuanto a proporciones. El pintor aplica los efectos del caravaggismo como es el fondo oscuro sobre el que proyecta un foco de luz lateral para relucir la piel blanca del cuerpo exánime. Todo el conjunto transmite paz. Al patetismo de la escena se contrapones la belleza de una figura sujeta al madero por cuatro clavos, según la moda que Pacheco imponía a sus discípulos, pero dónde no hay ni una herida o muestra de sangre. Esa imagen casi escultórica que acaba de expirar, con el lienzo blanco, drapeado al estilo barroco y que le ciñe la cintura, transmite sufrimiento pero a la vez paz y sosiego ante la inmediata resurrección.
Los años siguientes están marcados por el reconocimiento y el éxito profesional. El propio Velázquez sugerirá a la Corte madrileña que cuenten con la colaboración del místico y espiritual pintor extremeño para la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Eran tiempos dónde el taller de Zurbarán crecía ante la avalancha de encargos por parte de las órdenes religiosas pero también de particulares y hombres ilustres. En 1638-39, de regreso a Sevilla, realizó uno de los mejores conjuntos: la serie conventual del monasterio de Guadalupe dedicado a la Orden jerónima y su vinculación con la corona española. También el magnífico retablo mayor para la Cartuja de Jerez. Dos grandes ciclos monásticos que marcan el apogeo de su carrera. Sin embargo, poco tiempo después, en el zenit de plenitud, fallece su esposa Beatriz y se inicia una década de declive como consecuencia de una grave crisis económica en todo el país, y la sublevación del duque Medina Sidonia en Andalucía.
El pintor, que había vuelto a contraer matrimonio con la joven Leonor de Tordera en 1644, ve como la desgracia se cierne sobre el y su familia cuando la terrible epidemia de peste del 49, que redujo la población sevillana a la mitad, se lleva consigo a casi todos sus hijos.
Tal vez por esta razón o porque su pintura va perdiendo protagonismo al producirse un cambio de estilo abanderado por Murillo, lo cierto es que Zurbarán se traslada a Madrid donde, ya sin el apoyo de su taller, va a pintar las obras más personales y geniales de toda su carrera. El 27 de agosto de 1644 muere y es enterrado en el convento de los Agustinos Recoletos de Madrid.
Una nueva mirada
La exposición monográfica que el Museo Thyssen-Bornemisza le dedica este verano lleva por título “una nueva mirada” y recoge las novedades de las últimas investigaciones llevadas a cabo. Descubrimientos que enriquecen el conocimiento que hasta ahora se ha tenido del gran maestro del Siglo de Oro español. La originalidad de la muestra se debe a que presenta obras nunca antes expuestas en España y, fundamentalmente, a que el catálogo recoge otras que hasta 1988 no se le habían atribuido. También se presenta por vez primera una sala dedicada a sus ayudantes y otra a las magníficas naturalezas muertas realizadas por su hijo Juan junto algunos bodegones que muy raramente pintó Zurbarán; entre ellos destacar la calidad del magnífico “Bodegón con cacharros” y el naturalismo sorprendente del “Agnus Dei”, referencia evangélica a Jesús y de profundo sentimiento religioso.
Desde las primeras obras y conjuntos hasta los últimos trabajos de plena madurez, la muestra se articula en un recorrido temático en el que se pone de manifiesto la habilidad del artista para expresar esa difícil conjunción entre sentimiento religioso, misticismo y realidad.
Dedicado plenamente a la ejecución de cuadros de devoción, los monjes de Zurbarán recorren una amplia gama monástica en cuyos hábitos parece palparse desde lo rústico de los franciscanos hasta lo distinguido de los dominicos.
Son de especial interés sus Santas que parecen princesas, mártires o pastoras adornadas con trajes resplandecientes y que destacan por su elegancia y porte monumental. Figuras escultóricas pero plenamente humanas que parecen transfiguradas por su fe. Este famoso conjunto de mujeres son parte muy importante de sus series pictóricas, como también los cuadros íntimos de sus Inmaculadas presentadas como niñas o adolescentes, y que realizó a lo largo de toda su carrera pero con especial maestría las de los últimos años.
La belleza de este estilo tardío se refleja en la dulzura y refinamiento de la figura femenina. Zurbarán ha cambiado su pincelada que se torna más colorista y aterciopelada. Los fondos se vuelven más luminosos y el espacio adquiere una rotunda luz que envuelve los objetos dotándolos de un profundo realismo. Las telas, flores, frutas o vasijas adquieren protagonismo aunque no formen parte de la escena central. Es la belleza de los sencillo, de los objetos toscos que, en manos del artista, cobran trascendencia.
La exposición, que permanecerá abierta a lo largo de todo el verano, va a programar una serie de actividades paralelas como diversas conferencias de especialistas en su obra, un ciclo de cine o la representación de pequeñas piezas teatrales. Iniciativas encaminadas a que conozcamos y disfrutemos con el arte del que fue uno de los grandes del Siglo de Oro español.