El Canto Del Cisne. Pinturas Académicas Del Salón De Paris, Colecciones Musée D’orsay.
por Mariano de Blas
Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Del 14 de febrero al 3 de mayo de 2015
En el siglo XIX está el sustrato de muchas de nuestras ideas. El capitalismo burgués, los nacionalismos, la izquierda, muchos de los mitos que todavía mantenemos, se configuran entonces. Ese modelo ideológico necesitaba una narración que se manifestaba en los grandes cuadros narrativos, primero históricos y después en las últimas manifestaciones del academicismo. Ahora son la televisión, el cine, los medios de comunicación de masas, incluso los videojuegos, los que ejercen ese adoctrinamiento. Acertadamente se ha citado a Jeff Koons que, junto con Damian Hirst, personifican al artista del capitalismo de las marcas y las grandes fortunas especulativas de las finanzas y la deslocalización de la producción, artistas paradigmáticos de nuestra época globalizada, como los de la exposición lo fueron en la Francia de la segunda mitad del s. XIX. .
Ahora se tiene la ocasión de contemplar más de ochenta pinturas, la mayoría académicas, provenientes del Salón de París y propiedad del museo D’Orsay , descendiente del museo de Luxemburgo, que fue el que las adquirió. Es la primera vez que se han reunido y además han sido magníficamente restauradas. Se han recogido de los variopintos lugares en donde estaban repartidas en depósito: museos de provincias, tribunales, iglesias. Esto ha requerido un intenso trabajo de recopilación, restauración y la infraestructura necesaria para desplazar sus enormes tamaños y sus gruesos marcos dorados. Es una exposición de categoría mundial que, sin duda, tendrá un amplio recorrido internacional. Como dice su título, son unas obras que constituyen un “canto del cisne”, el esplendor justo antes de su prácticamente desaparición, en 1945, sustituidas primero por el realismo y el impresionismo y, finalmente, por las Vanguardias. Ahora que esas Vanguardias de antaño son a su vez clásicas e incluso “académicas”, es posible contemplar estas obras con menos prejuicios, algo que ya empezaron los americanos (recuérdese el ala del XIX del Museo Metropolitan de Nueva York). Podemos percatarnos que son exquisitas obras de talentos del dibujo, la composición y el colorido. Su narración nos resulta lejana, pero en su momento reinventaron el tratamiento de la historia y descubrieron otros episodios que permitieron otra visión del pasado.
Mediante la mentira de la mitología, todo el mundo sabía que sus personajes no habían existido, desde el Renacimiento, se ha usado como una herramienta para decir verdades. Una de ellas, fue la narración y explosión del erotismo. El sexo no se podía manifestar directamente, pero sí mediante la representación convencional de los picantes episodios de la mitología. Cuando Eduard Manet presentó su Almuerzo en la hierba en el Salón de 1863, fue expulsada por inmoral y escandalosa, pero nada menos que el mismo Emperador Napoleón III (esa versión mojigata y mediocre de su gran tío, Napoleón I), compró El Nacimiento de Venus de Alexandre Cabanel, en donde una rutilante mujer de larguísima cabellera, se muestra tumbada ante el espectador sobre un mar que la acaricia (sin mojarla), al tiempo que es sobrevolada por amorcillos. La Olimpia de Manet (también pintada en 1863) “enseña” menos (al cubrirse los genitales, cosa que no hace la Venus de Cabanel), el problema radicaba en que era un alusión explícita al sexo al emplear una referencia directa de una prostituta. Poco importaba que la composición se pareciera a las venus de Giorgione o Tiziano, incluso que el Almuerzo no presentara desnudos oferentes, pero mostraba a una mujer desnuda y otra en paños menores con dos caballeros de la época (vestidos de calle), en alusión directa a la relación que se podría establecer en un lupanar.
Este erotismo aparece disfrazado de “obra clásica” en la magnífica obra de Ingres, El Manantial (1820-56). Ingres es un académico neoclásico que se enmarca en los movimientos artísticos precedentes a los de las vanguardias. En esta exposición parece estar a sus anchas en cuanto a planteamientos estéticos, rodeado de sus sucesores académicos que dibujaban y modelaban la forma, mediante el color y un suave volumen, como él lo había hecho. Es un ejemplo de lo relativo que puede ser la apreciación de un estilo según el contexto en que se situé, según el valor relativo que se aplica a las obras de arte, Ingres sí, pero estos académicos no están en los museos ni en los libros de historia del arte. El Manantial presenta a una “doncella” sin vello púbico pero con formas desarrolladas. Erótica alusión a la plenitud sexual de una apariencia imberbe. Jugoso dilema, o bien una niña que no ha tenido la menarquia o una mujer depilada para parecer niña. A esto se une el agua derramada por el jarro tan “sugerente” como los rayos que se proyectan al entregado rostro de San Teresa en su Éxtasis de Bernini. Otra obra en la exposición, La pelea de gallos, de Jean-León Geróme muestra a dos adolescentes desnudos que “inocentemente” presencian una pelea de gallos. Los dos sin vello. Los dos, ella sobre todo, con formas ya de mujer.
Sabido es que el Renacimiento deconstruyó el arte clásico, creyendo que la escultura grecolatina era de puro mármol sin pintar. El desnudo como ideal de belleza, se manejaba con unos genitales sin vello púbico. Lo que para los griegos era el atractivo desnudo masculino, bajo el amor apolíneo de entre un efebo (imberbe) adolescente y un hombre maduro, para los siglos posteriores la genitalidad femenina quedaba sublimada en una abstracción de lo femenino, separado (aparentemente) de lo carnal. Si bien para muchos, esto no impedía que esa representación no fuera erótica, tal es el caso de las muy sensuales (pero sin vello) tres gracias de Rubens que el bueno de Felipe IV sin duda disfrutaría. Para otros, esta idealización del cuerpo femenino, deformaría irremediablemente su idea de la mujer. Este es el caso del muy cursi Ruskin, el crítico de arte más importante de la Inglaterra victoriana. No sólo tenía tal idea remilgada del arte que le llevó a quemar en la chimenea de su casa, en una velada con sus exquisitos amigos, los Desastres dela Guerra de Goya, por considerarlo un arte “repulsivo”, sino que al ir a consumar el matrimonio con su mujer quedó tan espantado de descubrir el vello púbico de su mujer, que no volvió a tocarla. Ruskin sólo había conocido cuerpos femeninos a través de las estatuas y cuadros académicos y clásicos, todos sin vello. Tal era esa su idea de la belleza femenina, que tanto le espantó al descubrir su irrealidad. Su mujer se divorció seis años después, cansada de esperar que “madurara” su “exquisito” marido. Todo esto lo había dejado superado mucho antes, cuando Don Francisco había pintado su Maja Desnuda (1790-1800), mujer desnudada ya que sigue a la Vestida, ofreciéndose a la mirada, sin tapujos y con vello púbico, desde luego. Aunque bien mirado, no sabemos si la Venus de Don Diego Velázquez no tendría vello, porque al mostrar su bello trasero, solo lo deja para la imaginación un espejo que se prolongara y mostrara todo su cuerpo.
Esta última academia significa un cambio de ciclo en muchos aspectos. El primero es París, que se convierte en la capital de la burguesía, como paradigma de la ciudad del placer, la alegría de vivir más desinhibida. Sustituye a Venecia, que lo había sido de la aristocracia hasta finales del s. XVIII. Un París que se constituye en marca del turismo y la producción de lujo, del centro de la cultura burguesa. Es el estado el que compra estas obras que son elegidas por la academia, la crítica (incipiente) y el público. Las compra porque representan la ideología de la nueva clase social emergente. Es un imaginario social que tiene otra aproximación a la historia, más anecdótica y preciosista, menos moralista. De una sensualidad más evidente, aunque todavía sujeta, como hemos visto, a las convenciones hipócritas de la mitología. Gusta del preciosismo, de los decorados, de lo minucioso, del virtuosismo de la representación de los cuerpos, de la anatomía, la luz, el paisaje. Es la pintura que descubre otra manera de percibir más pormenorizada, precisamente por la fotografía, a la que todavía supera porque maneja el color. Es una narración de la ideología imperante y oficial, que habrá de ser sustituida por la aparición del cine, que la hará prácticamente desaparecer.
Esta academia necesitaba ser más moderna, en un sentido etimológico más concreto, que la misma Vanguardia, porque dependía de la moda, ese gusto cambiante que cada vez se ha de acelerar más con la industrialización capitalista. Se constituye de una pintura que se ha aprendido en los museos y en las academias pero que ha de adaptarse al presente cambiante, presentando la tradición (ese elemento tranquilizador e identitario) al lenguaje de su presente. Para ello se abandona cada vez la retórica moralizante, volcándose en una de la decadencia y el desasosiego. Hay un cierto elemento inquietante en estas obras, que podemos sentir, liberadas ya del prejuicio de una vanguardia enemistada. Ahora se las puede contemplar y apreciar, con la distancia del tiempo, en el que realismo, impresionismo y posteriores ismos vanguardistas (en su momento), son tan clásicos como esta academia. Esa paradoja por la que un joven occidental, debido a la moda y usos de este s. XXI, puede sentirse más identificado con esos pubis depilados, académicos, “clásicos”, que con los desnudos de la vanguardia de entonces, con explicitud velluda.
Podemos contemplar entonces una belleza clásica, sí, pero con cada vez menos certezas y referencias más endebles. Una declamación que coincide con el pulso inestable de nuestra época. La conciencia de que se ha perdido un paraíso, porque en realidad nunca ha habido tal, sino que ha habido una ilusión de haberlo habitado. La ausencia de un lugar que nunca existió. La exposición acaba mostrando dos mundos, el de la conciencia de la perdida y el de la crisis de la conciencia en sí. Las oréades (1902) de William Bouguereau y Las bañistas (1918-19) de Renoir. Las oréades eran las ninfas que custodiaban y protegían las grutas y las montañas. En el cuadro, una multitud de ellas, salen volando de las cuevas para dirigirse al Olimpo y servir a la diosa Diana, mientras dos sátiros peludos, de espaldas, las contemplan.
Una de ellas, Eco, fue castigada por la diosa Hera. No podía hablar por sí misma, sólo podía repetir las últimas palabras de lo que se le decía. Esto podría ser una metáfora de la repetición adocenada de formas de arte que no dicen nada por sí mismas del presente. Sin embargo en Las oréades la composición es, no sólo atrevida, sino delirante. Está tratando una visión del s. XIX, el imaginario de la burguesía del momento. Las diferencias entre las dos obras son abundantes. Renoir trata de la pintura como protagonista. Son sus trazos los que cobran protagonismo, un entramado que no cubre la tela sino que deja incluso resquicios al fondo de la imprimación logrando una obra de estratificación muy expresiva. Es el espacio bidimensional compositivo el que domina y no un alarde de ilusionismo perspectivístico. Con Renoir los cuerpos son de carne “opulenta”. Bouguerau y demás académicos, pintaban cuerpos que parecen tratados con photoshop, similares al modelo “perfecto” de cuerpo con que el consumismo nos seduce. Los académicos tratan también una perfección corporal inalcanzable. Su tratamiento pictórico elimina las huellas del pincel, la textura se oculta bajo una pintura insistida, como si de un tratamiento antiarrugas se tratara.
La exposición se estructura en once apartados incluyendo el XI: “Hacia una nueva mirada”, ya citada con Bouguerau y Degas. Se basa en los temas más que en la cronología. La organizacióp0n se sustenta en el contenido de la obra ya que el concepto (pintura tardo académica figurativa) es común, como así lo es la preciosista técnica.I “Antigüedad viva”, del discurso de la Revolución, que tomaba como referente moral y supuestamente ideológico, a la Antigüedad que es tratada en su conexión con lo cotidiano del presente del s. XIX. La belleza ontológica sustentada en el cuerpo humano pasa a ser el placer “sencillo” del erotismo disfrazado del culto a lo mitológico. De las escenas heroicas se pasa a la erótica de las diosas lampiñas, algo que se había venido haciendo desde el Renacimiento.
II “¿Un desnudo ideal?”, más que un ideal se pretende una belleza atrayente y perfecta en su sensualidad. El nacimiento de Venus, también de Bouguerau y Ninfa raptada `por un fauno de Cabanel, además de su ya citado Nacimiento de Venus, son cuadros, con toda claridad, eróticos, en donde se muestra el cuerpo femenino como objeto de deseo de la mirada masculina. Se denominan diosas y afines pero son las mujeres del momento, peinadas como en 1898 pero que LeBlanc Stewart habría de titular Ninfas de Nisa, dos señoritas guapísimas, jóvenes y desnudas, pululando por un bosque.
III “Pasión por la historia” en nuevos repertorios, medievales, de griegos y romanos, como las versiones de nuestras películas. Menos moral y más narración que se acerque al espectador, serían como nuestras sagas del “Señor de los Anillos” o los falangistas (Alejandro) o los legionarios (Gladiator) versus marines de USA. Incluso como Once sombras en grey: Ferrier muestra el sadomasoquismo bajo la manida Escena de la Inquisición en España, como si los demás países, incluyendo los protestantes y los franceses, no hubieran tenido las suyas. Un encapuchado fraile toquetea a una semidesnuda exuberante mujer, maniatada y a punto de ser quemada. Dos cuadros de batallas muestran un antagonismo, Flameng con su enorme La batalla de Eylau, 14 de febrero de 1807 sublima la guerra alrededor de la figura heroica del mariscal de Napoleón, Joaquín Murat. El mejor general de caballería de la época, en medio de sus coraceros, aplasta a las líneas rusas. La maravillosa pequeña obra de Meissonier, Campaña de Francia de 1814 muestra, con exquisita factura, a Napoleón con su estado mayor cabalgando en el barro, en una guerra ya perdida. Al fondo, su derrotado y muy menguado ejército, constituye el fondo del cuadro junto a un cielo gris en el atardecer del Primer Imperio. Así llegamos al IV, “El discreto encanto de la burguesía”, con maravillosos retratos de elegantes mujeres de familias ricas emperifolladas, de un Victor Hugo de mirada potente y rabiosa de Bonnat, que sustituye con ventaja a la mejor fotografía, acompañado por la lánguida y empalagosa de un Proust por Blanche. Un monseñor con encajes y un niño chuleta y bien vestido están a la altura del resto de los personajes.
Narración tras narración, en el V, “Reinventado la pintura religiosa” es el paradigma del nuevo imaginario burgués, en su diferente manera de representar la religión con relación a épocas anteriores, el preciosismo y la grandilocuencia, la anécdota, incluso lo cuerpos bellos que están por encima del drama y la emoción del acto religioso. Es la época de la Virgen de Lourdes (a la que seguiría en 1917 la de Fátima), la de las grandes multitudes, la de la inocencia de las pastorcitas para la sonrisa complaciente de la burguesía.
En el VI, la huida del mundo moderno, “Orientalismos: del harén al desierto”, lugares para los imaginarios de felicidad. Aquí están esas mujeres deslumbrantes dominadas por oscuros sujetos orientales, en donde el color y los sabores se enseñorean como un deseo irrealizable, y por ello no desengañado, frente a la monotonía de la reprimida e hipócrita vida convencional y oficial burguesa. Es el mundo de las colonias, lo que ahora son los viajes exóticos a los países que producen, a muy bajo coste laboral, nuestros objetos de consumo. En el VII, “Paisajes soñados”, el mejor ejemplo es Corot, que se hace famoso y vende mucho sus bosques con mujeres desnudas, como es el caso de Ninfa jugando con un amorcillo, mientras tanto, con la denominada Escuela de Barbizón, comenzaba a tratar el paisaje al aire libre. Estos paisajes académicos reconstruyen el paisaje en el estudio, como los cuerpos,pormenorizados, preciosistas, de suave pincelada bajo efectos teatrales. La naturaleza como un melodrama, el paisaje como un decorado de los personajes de cartón piedra.
Así en el VIII, “El mito: la eternidad de lo humano en cuestión” ya se mezclan todos los géneros, mitos como excusa para mostrar el imaginario de la época, desnudos deseables, retratos de una dignidad que emule a la de los antiguos aristócratas, el paisaje de los lugares ensoñados como evasión de los de la industrialización, la nueva religión en la moral mojigata en las formas, hipócrita en su desarrollo, de la cruel antiética del burgués que vive muy bien sobre una clase trabajadora explotada. Profundo desasosiego por los cambios, por la nueva violencia de la nueva sociedad sumida en profundas contradicciones.
Sus nuevos entornos habrán de necesitar el IX, “Ambición decorativa” de la Ópera o el Pantheón parisinos, antes que las vanguardias construyeran la supuestamente efímera Torre Eiffel “condenada” a perpetuarse en el tiempo.
Desaparecida la academia sobrevendrá la X, “La transfiguración de la lección académica”. Se exponen aquí a los simbolistas, Puvis de Chavannnes, Maurice Denis, Seón u Osbert, que nacen como los herederos y transformadores de una academia, que esta contraposición de conceptos ayuda a apreciarla de otra manera.
Decía el comisario científico de la exposición, Côme Fabre, que la historia no sólo se refleja en los libros, sino también con las exposiciones. Ésta será de las que hacen historia, no solo la del XIX sino cómo en el XXI se cambió la visión de ese siglo. Sin que por ello, también el catálogo quede durante mucho tiempo como un gran libro de reflexión y referencia.