Arte Japonés y Japonismo
por Alberto López Echevarrieta
Museo de Bellas Artes de Bilbao, del 10 de junio al 14 de setiembre de 2014
Doscientas veintiún obras realizadas por artistas nipones entre los siglos XVIII y XIX componen la exposición “Arte japonés y japonismo” que pueden verse en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Junto a ellas, trabajos contemporáneos influenciados por esa corriente oriental de Paul Gauguin, Ignacio Zuluaga, Eduardo Chillida y Mary Cassat. Es, por tanto, una muestra de sumo interés tanto por el exotismo de la mayor parte de las piezas como por la contribución que tuvieron en el desarrollo de la labor de artistas próximos.
El atractivo de la Naturaleza
Para el muy reconocido especialista en arte japonés Fernando García Gutiérrez S. J., comisario de la exposición, los principios esenciales de la estética nipona están basados en un sentido de interioridad. Hay una frase del esteta y filósofo Suzuki Daisetsu que lo resume con acierto: “La belleza no está en la forma exterior, sino en el significado que ésta encierra”. En el arte japonés priva la conexión íntima con la naturaleza, la simplicidad de la misma, la tendencia hacia las formas decorativas y la gran facilidad para asimilar tendencias de fuera que las transforman hasta hacerlas propias.
Partiendo de estas premisas, la exposición “Arte japonés y japonismo” tiene un atractivo especial que va desde el exotismo hasta el interés por una cultura que, por lejana, se nos antoja poco menos que desconocida. La variedad de objetos que se pueden ver proceden principalmente de la colección de José Palacio, una de las más importantes de España, y de los fondos propios del museo. El conjunto así formado constituye un acercamiento hacia uno de los estilos que más atractivo tuvo para los impresionistas y modernistas del siglo pasado.
Los objetos están certeramente expuestos en distintos apartados, tres de ellos centrándose en las particularidades del arte japonés y uno más en la labor coleccionista de Palacio. Llaman la atención los objetos relacionados con la vida cotidiana de los samuráis como la serie extraordinaria de tsubas o guardaespadas que utilizaban estos guerreros. Algunas, como las empleadas para hacerse el harakiri, no exceden de los 30 centímetros. Téngase en cuenta que para los japoneses la espada es el símbolo de la pureza y la justicia.
La belleza de los grabados
Los grabados pertenecientes al período Edo (1615-1868), merecen atención aparte. Evidentemente esta artesanía fue importada de China, si bien su ejecución se reinterpretó según el sentir nipón. Hay en ellos una estética que denota la influencia del budismo Zen, pero también la tendencia artística samurai. Las imágenes así conseguidas pronto enraizaron en la sociedad burguesa de la época, lo que motivó la creación de una cultura que representaba el mundillo del ocio y las diversiones, teatro kabuki incluido.
Esta modalidad escénica nació a principios del siglo XVII, cuando a una sacerdotisa de un templo se le ocurrió utilizar técnicas teatrales para atraer clientes hacia una casa de prostitución. De ahí que este tipo de espectáculos tengan siempre un toque sensual y popular, ya que iban dirigidos a la clase artesana y comercial. La evolución del kabuki alcanzó su cima con la incorporación de grandes dramaturgos y la actuación de intérpretes legendarios de la talla de Nakamura Matsue III, representado aquí por un magnífico trabajo de Shunbaisai Hokuei.
Las ilustraciones de libros, por ejemplo, nos permiten suponer la trascendencia que tuvieron estas labores en tinta china. En la corte del emperador Kamakura se hacían dibujos con motivos profanos, mientras los samurai se inclinaban por pinturas de un solo color y siguiendo los patrones del contemporáneo método Zen que abunda en motivos ornamentales principalmente relacionados con las flores. Es una tendencia monocroma que fascina a los guerreros por su espiritualidad.
Junto a muchas obras anónimas encontramos trabajos de auténticos maestros en el arte del grabado. Es el caso de Kitao Masayoshi con el encanto de su “Gavilán y camelia”, y varios trabajos de Kitagawa Utamaro, del que destaco “Cinco colores de amor de los seis poetas inmortales”. Son ejemplos del trabajo Edo y que alcanzó su plenitud cuando Tokugawa Ieyasu conquistó el poder y trasladó la capital a Tokyo.
Fue en este tiempo cuando las artes gráficas japonesas se vieron influenciadas por dos pintores de excepción, Sotatsu y Korin, el primero de los cuales fundó en 1615 una ciudad-escuela en la que reunió a los principales genios creativos cuyos frutos no tardarían en destacar. Sotatsu y el calígrafo Koetsu realizaron bellísimas pinturas que marcaron todo un estilo, presente en la exposición bilbaína con dos magníficas xilografías en color, “El carpintero Rokusabur”, de Utagawa Kunisada, y “Mujer leyendo”, perteneciente a la etapa de Kaytsushika Hokusai.
La magia de las cerámicas
También los ceramistas irrumpieron con fuerza, manteniendo las viejas tradiciones y el hábil manejo de la gran variación de tonalidades de las tierras de cada región de Japón y las técnicas empleadas, tierras como la de Shigaraki, rica en arena y escasa en contenido de hierro y muy apreciada por estos artesanos. Una de las piezas mostradas del siglo XVIII, “Chawan”, en gris vidriado, pertenece a la época Raku-Yaki caracterizada por el estilo sobrio que posee. En esta etapa histórica se introdujeron los bols en los juegos de té. Sus tonos grises e incluso negros identifican hoy una escuela en la que se inspiraron las famosas cerámicas negras de Seto.
Fascinan pequeños objetos realizados con un primor extraordinario, muchos de ellos anónimos, como esos inr o emblemas realizados en laca y madera que representan una amapola o un jabalí entre crisantemos, ambos pertenecientes a finales del siglo XIX. O una caja de varias secciones para contener incienso, tan minúscula como encantadora, que, como todo el conjunto de la exposición, deslumbra a los curiosos.