Julia Otxoa: «Jardín de arena»
por Alberto García-Teresa
Ediciones La Palma, 2014. 156 páginas
Buen comienzo para la colección «eMe», dedicada a poetas mujeres, de Ediciones La Palma con este Jardín de arena, el nuevo poemario de Julia Otxoa.
La autora donostiarra prosigue empleando un lenguaje conciso y sobrio, pero repleto de metáforas brillantes, bien equilibrado, inscrito en una cuidada selección de campos semánticos para apuntalar la crudeza sin perder la elegancia. Recordemos, en ese sentido, la apelación al lenguaje de los forenses para hablar de nuestra sociedad que ya formuló hace algunos años. En efecto, se trata la suya de una poesía dura, violenta, áspera, tal y como es la realidad a la que alude: ese «insoportable hedor de la barbarie cotidiana». Sin embargo, la autora da cuenta de ello potenciando un fascinante poder de evocación. Otxoa sortea la referencia directa y maneja concepciones generales de la realidad y, en suma, lleva a cabo una lectura ética radical del mundo. El volumen combina poemas en formatos más tradicionales con otros en prosa u otras piezas muy breves cercanas al epigrama o al aforismo. Al respecto, brilla su capacidad de síntesis, que suma contundencia y sugerencia.
El libro se levanta alrededor de la contraposición desierto / jardín, donde el primero es una metáfora de una realidad muy dura y el segundo del horizonte utópico. Ambos espacios constituyen los respectivos títulos de las dos partes en las que se divide la obra. La propia autora explica en el prólogo el marco en el que se encuadra la primera sección («trata de la temporada en el infierno durante los años sesenta de un joven soldado cuyo servicio militar transcurrió en medio de la llamada guerra secreta de Franco, la mantenida en Sidi Ifni, África Occidental, entre el ejército español y las fuerzas marroquíes»), así como los parámetros que trazan la interpretación de la segunda parte del poemario. Aún así, ignorando estas orientaciones de lectura, los poemas de Jardín de arena poseen una gran resonancia y abren una rica pluralidad de lecturas.
En esa primera sección, “El desierto”, la autora remite a un entorno de confusión, donde el «yo» y los sujetos se encuentran perturbados, desorientados, con sus capacidades alteradas. El desconcierto aborta hasta la posibilidad de comunicación («he perdido la capacidad de nombrar las cosas / (…) la lengua de mi expresión no existe»). Se llega, incluso, a la anulación del individuo («yo ya no estoy en ningún lugar»). Otxoa deja constancia del horror, del pánico ante la muerte. Además, la escritura se convierte en el símbolo de la comunicación y también de la relación con el Otro, de la humanidad del «yo». También marca una línea antimilitarista, expuesta desde la vivencia del «yo», de un joven soldado al que han vestido con el discurso patriótico. La dureza del entorno y lo inhóspito del paisaje acrecientan la sensación de irracionalidad, el sinsentido de la guerra y la deshumanización a la que son sometidos los soldados. Retrata las situaciones extremas del día a día y manifiesta la crueldad de los cuadros militares con respecto a los soldados rasos. Recoge su hipocresía y, de este modo, plasma también un alegato contra la corrupción de la jerarquía. A su vez, denuncia la violencia sistémica y sistemática de los poderosos. Critica la avaricia y la crueldad que desata. Aún así, no renuncia a la resistencia y, de hecho, el poemario se presenta, finalmente, en conjunto, con un alegato a favor de la no claudicación.
La segunda parte de libro, “El jardín” presenta un tono distinto, aunque existe una unidad formal en toda la obra. En estos textos, vuelca la búsqueda de la fusión con la naturaleza ya presente en sus poemarios previos, aunque de una manera más pronunciada y extensa que antes, de la mano de una crítica al antropocentrismo. Se trata de un regreso a la esencialidad, a la pureza y a lo auténtico y que, de hecho, muestran la naturaleza como refugio («a menudo, el trato con la Naturaleza compensa el desengaño producido por el género humano»). Resulta, por todo ello, una sección más esperanzada, con poemas que lanzan la evocación hacia sensaciones placenteras, hacia lo positivo y hacia la belleza. Abunda el apunte de observaciones de elementos de la naturaleza, entre los que destacan los pájaros.
Este conjunto de poemas, entonces, tras la lectura de la primera parte del libro, manifiesta la naturaleza y la naturalización como una salida posible ante la deshumanización plasmada con anterioridad. Pero Otxoa reclama una relación humilde, exenta de grandilocuencia y de falsas trascendencias («toda solemnidad es ajena a la naturaleza»). No en vano, afirma, tras identificar el jardín como símbolo de dicha, de explosión de vida, que «sólo desde la humildad y el asombro / puede soñarse el jardín, cultivarlo». De esta manera, plantea una oposición entre la naturaleza y el drama creado por el ser humano: «Ante la frecuente repetición trágica de la Historia, buscar sosiego en las transformaciones de la Naturaleza». Mientras desprestigia lo artificial, «lo humano como repetición», como imitación hueca, como producción previsible, se detiene en la delicadeza y en la maravilla de la vida dedicada plenamente a sólo vivir. Alaba lo sencillo, lo delicado, porque en esa constatación de la fragilidad reside la conciencia del daño que puede ser infringido y también la posibilidad de evitarlo. Al mismo tiempo, en la compasión ante la agresión y el dolor de la naturaleza reside la elevación moral de las personas. En ese afán por construir y por mantener y atender la vida, coincide y encuentra su vínculo con los otros seres vivos: «La necesidad de sembrar, plantar, cuidar… me hace cómplice del árbol y del pájaro, de la salamandra y la lagartija». Así, la poeta se funde con la naturaleza para poder conectarse con la esencia de la vida. Encuentra en ella un sentido que los seres humanos hemos perdido.
En suma, precisión, capacidad de evocación, análisis crítico del presente, una voz desolada y el anhelo de superación a través de la integración en el medio natural constituyen las claves de este brillante poemario.