Henry Moore ilustra Bilbao
por Alberto López Echevarrieta
Parque de Casilda de Iturrízar, del 20 de mayo al 17 de julio de 2014
Siete esculturas monumentales de Henry Moore pertenecientes a la etapa comprendida entre 1960 y 1982, posiblemente una de las más creativas del ilustre inglés, se exponen en el Parque de Casilda de Iturrízar de Bilbao, en una zona próxima al Museo de Bellas Artes de la capital vasca. Todas ellas conforman un conjunto artístico de primer orden que puede verse en uno de los lugares más atractivos de la ciudad. Estas siete colosales esculturas vienen a sumarse a “Gran figura de un refugio” que se instaló en 1989 a escasos metros de la Casa de Juntas de Gernika.
Aire libre para Moore
Estoy seguro de que Henry Moore se sentiría muy satisfecho por la ubicación que le han dado a estas siete obras, el entorno del Museo de Bellas Artes, un lugar muy tranquilo y apacible para el reposo de unas figuras que por fuerza llaman poderosamente la atención del viandante aunque no sea un entusiasta del arte. Aquí están siete obras maestras de la escultura moderna en bronce: “Figura reclinada en dos piezas nº 2” (1960), donde la representación del cuerpo humano se funde con un paisaje ideal; “Óvalo con puntas” (1968-1970), una perfecta combinación de puntas afiladas que parecen juntarse sin lograrlo; “Figura reclinada” (1982), con el recurrente tema en la obra de Moore de los pechos y rodillas que asemejan montañas y que tantas ideas le sugirió; “Formas conectadas reclinadas” (1969), en la que una forma exterior encierra a otra interior en señal de protección y delimitación como si de un embarazo se tratara; “Pieza de bloqueo” (1964-1964), nacida de la práctica llevada a cabo por el artista con dos piedras pequeñas recogidas en la gravera inmediata a su hogar; “Madre e hijo reclinados” (1975-1976), donde de nuevo encontramos una relación entre las curvas de la figura de la madre con motivos de la naturaleza en oposición a la del niño de forma abstracta; y “Gran figura de pie: Filo de cuchillo” (1976), creada partiendo de un trozo de plastilina estirada hasta aportar un espectacular cuerpo monumental que varía a medida que lo vemos desde distintos puntos. Recuerda en cierto modo a la “Victoria de Samotracia”.
Moore solía decir que “una escultura es como una persona. No hay que verla sólo en circunstancias especiales, o desde un solo ángulo. Tiene que ser bella en cualquier momento, cuando brilla el sol, bajo la lluvia, en casa, en un lugar público. ¡Tiene que ser… impecable!”.
Estas esculturas, que se exhiben codo con codo con obras gigantes de Chillida y Serra, muestran sus redondeces a la mirada curiosa de las gentes ofreciéndoles nuevas formas de arte. Los hay que levemente tocan las pulidas superficies, tal vez probando eso de que el genio se adquiere al contacto físico. El deseo de quien está considerado como el escultor más famoso del mundo se cumple a la perfección. Basta sentarse frente a sus trabajos y observar la reacción de quienes se acercan para verlos. Lo hacen desde un ángulo, desde otro, de lejos, cerca… Es como deseaba el propio autor. Y es que las obras de Moore de mayores dimensiones se encuentran instaladas en plena naturaleza, formando parte del paisaje como un elemento natural más.
Embelleciendo la vida
Si bien en un principio Henry Moore (Castleford, Yorkshire, 1898 – Much Hadham, Herfordshire, 1986) empezó estudiando modelado y dibujo en Leeds, fue en Londres donde descubrió su verdadero camino. Exploró los museos y quedó hechizado por las posibilidades que le ofrecía la cultura sumeria, africana y mexicana principalmente. Gracias a una beca fue a Italia donde descubrió a Miguel Ángel, a quien consideraba su guía.
Regresó al Reino Unido para ingresar en la Chelea School of Art, que en su momento era muy progre. Además de aprender, allí conoció a una muchacha de origen ruso-polaco con la que se casó y tuvo una hija. La familia así formada colmó una de sus aspiraciones más inmediatas, hasta el punto de que su gozo quedó patente en algunas de sus obras en las que se refleja su dedicación a la familia.En un principio no cayó bien a la crítica que calificó sus obras como “monstruosas” y “anormales”, pero lejos de desanimarse, Moore siguió trabajando con el cincel en el jardín de su casa tarareando, como solía hacer, canciones militares. Llama la atención en toda su obra la vitalidad que poseen las figuras, cómo una forma maciza cambia la forma de percepción con verla simplemente desde un ángulo u otro. Hay magia en sus redondeces. Tal vez el mismo encanto que tuvieron aquellos apuntes que hizo en las noches que pasó en los refugios londinenses durante los bombardeos alemanes. Cuando acabó el conflicto bélico mostró estos trabajos en la National Gallery reconociéndose de inmediato su gran talento artístico. A partir de ese momento la gloria en su país, el primer premio internacional en la Bienal de Venecia de 1948 y la conquista de Estados Unidos. El resto es leyenda.
“La escultura enseña a la gente a utilizar su sentido innato de la forma, decía, a cuidar sus hogares, a mejorar el ambiente en que viven, a embellecer la vida”. Bonitas palabras para quien huyó siempre de los parabienes innecesarios porque tenía siempre presente que en todo ser humano se esconde un artista.