LOHENGRIN en el Teatro Real
por Jorge Barraca
Cisnes “cuadrados”
El montaje de Lohengrin del Real se presentó como un homenaje al recién fallecido Gerard Mortier, si bien su estética poco se puede asociar a la del ex director artístico de la institución. Unos protagonistas vocales solventes junto con una correcta dirección musical fueron los puntos fuertes de este montaje simbólico y poco atrayente en lo visual.
Los tres actos de la obra se desarrollan en una suerte de mina o espacio rocoso oscuro y opresivo que Alexander Polzin ha esculpido (literalmente) para esta nueva producción. Sobre él giran todas las acciones de los protagonistas y rueda el coro (muchas veces, en sentido literal, pues le da vueltas). El cisne mágico se presenta en escena simbólicamente a través de una iluminación especial –bien conseguida– y, al tiempo, por una especie de monolito blanco que emerge del suelo y cuyo interior se transforma de forma sugerente a lo largo de los actos: una evocación bastante alejada de lo esperable y de lo más arcana. Más comprensible resulta el vestuario de los “malos” (Telramund y Ortrud), cuyas ropas aparecen sucias y manchadas de sangre, a diferencia de la de los “buenos” (Lohengrin y Elsa) con ropajes claros. No obstante, y sin nostalgias por unos montajes historicistas que ya probablemente nadie espera, sería deseable algo más de ajuste entre lo que se recita y lo que se ve en escena (por ejemplo, cuando aparece Lohengrin y canta el coro “¡Cómo brilla su armadura! ¡Los ojos se enturbian con tanto esplendor!” y aquí no se ve más que a un señor con una camisa amplia y unos pantalones a juego).
Por su parte, la dirección escénica de Lukas Hemleb resultó bastante convencional en lo que respecta a la proxémica de los protagonistas, con algunos detalles diferenciales respecto a la Elsa, que, en sus primeras escenas, más que confusa o transfigurada (tras la llegada de Lohengrin), parece una trastornada que bien podría ser la culpable de las denuncias de Telramund. Como ya se ha sugerido, el coro se movió algo rutinariamente, dando vueltas en círculo, si bien el espacio de Polzin no ofrecía muchas posibilidades.
Afortunadamente, el público pudo congraciarse con estas funciones a través de la parte musical. Empezando por el mismo coro, bien timbrado, firme y compacto (magnífica la labor aquí la de su director, Andrés Máspero). Y siguiendo por la solvente dirección musical de Hartmut Haenchen que, si bien no hizo volar la música como sería deseable ni alcanzó las cotas de lirismo que la partitura rezuma, mantuvo una buena línea y un justo control sobre las dinámicas y tensiones de la obra. La Sinfónica funcionó muy bien bajo su batuta, tanto tímbricamente, con buenos detalles solistas, como conjunto empastado y bien coordinado.
Dentro del elenco, lo mejor vino de la Elsa encarnada por Catherine Naglestad, de buena emisión durante los tres actos, con volumen y limpieza, aunque no tan convincente actriz. Peor en este sentido fue el Lohengrin de Christopher Ventris, que parecía moverse por ahí como el que está de visita; sin embargo, como cantante es mucho mejor, y, a pesar de no poseer el timbre de un tenor heroico, sí exhibió buenos momentos con sonidos firmemente apoyados y bien proyectados. La estupenda cantante que es Deborah Polaski dejó destellos de su arte en una Ortrud brillante por su maldad y su canto siempre intencionado; no obstante, el papel se hace ya demasiado extenso para ella, en especial en el tercer acto. Thomas Johannes Mayer estuvo bastante firme como Telramund y mantuvo una línea adecuada hasta el final. Más justo estuvo el rey Heinrich de Franz Hawlata, que tardó en calentar la voz, y el heraldo plasmado por Anders Larsson.