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Hiperrealismo 1967-2012.

por Carmen González García-Pando

Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Del 22 de marzo al 9 de junio de 2013

Hacia finales de 1960 un grupo de pintores estadounidenses comenzó a pintar escenas de la vida cotidiana y objetos con un gran realismo empleando la fotografía como soporte para la realización de estas obras. Así surgió un movimiento que era contrario a la pintura abstracta y estaba hermanado con el arte pop con el que compartía la pasión por una iconografía típica de la sociedad americana. Casualmente en 1969 Louis K. Meisel, visitando una de estas exposiciones en la Meisel Gallery,  bautizó esta pintura con el término “fotorrealista”.  A partir de este momento su definición establecía que estos artistas utilizaban sin pudor la cámara de fotos o cualquier recurso técnico para la realización de su pintura. Acababa de nacer un arte que tendría su máxima consagración en 1972, en la Documenta de Kassel, dirigida por Harald Szeeman y que se conoció con el nombre de Hiperrealismo.

Muchos fotorrealistas consideraban que en la pintura no había nada que descubrir, todo estaba hecho y tanto la abstracción como el realismo tradicional estaban llenos de estereotipos. Deseaban restablecer la validez de la pintura realista pero no volviendo al pasado sino estableciendo un nuevo contexto en el que actuar. Para ello la fotografía les proporcionaba esa neutralidad, ese anti-yo que buscaban para sintonizar con una nueva experiencia acorde con el mundo contemporáneo.  El resultado fue un arte que transcribía la realidad, minucioso, detallista a la vez que brillante, frío y falto de emoción.

Pop-art/Hiperrealismo. Misma senda, intereses distintos

El nuevo movimiento siguió la senda marcada por los artistas pop. En realidad se podía interpretar como una prolongación post-pop, un realismo “made in USA”. Era innegable la pasión que ambos movimientos sintieron por la recreación de la sociedad de consumo, la publicidad o los medios de comunicación. El hiperrealismo heredó la pasión del pop por imágenes llamativas de grandes automóviles y relucientes motos; por esos cafés y escaparates tan genuinos de la  sociedad norteamericana. En definitiva por todo un conjunto de imágenes kitsch donde lo cotidiano se eleva a la categoría de arte.

Igualmente comparten el rechazo del arte conceptual y la negación de los contenidos sociales; amén, por supuesto, de la pasión por la copia de cuadros o imágenes preexistentes y el uso de la fotografía como punto de partida.

Sin embargo los hiperrealistas ahondaron con tal precisión en esta técnica que el resultado en el lienzo llegaba a provocar una impresión fotográfica. Es decir que aunque sus obras se basaban en modelos fotográficos, el resultado retrae de nuevo a la fotografía. De ahí que el resultado sea una obra fría, inexpresiva. Como escribió David M. Lubin: “Al contrario que el arte pop, que invitaba al espectador a un intercambio intelectual y emocional lleno de humor y de chispa, el fotorrealismo lo mantiene a distancia”.

Por otro lado mientras el arte pop eligió una iconografía extrema donde los artículos de consumo, los comics o la suciedad de las calles convivían con el glamour de las estrellas de cine y la ostentación; los hiperrealista no llevaron al límite tanto dramatismo en la mediocridad cotidiana ni tampoco se dejaron influir por las consignas de la publicidad ni los medios de comunicación. Podría decirse que se dejaron llevar por sus propias vivencias, más íntimas y personales, que eran reflejadas con la ayuda de la fotografía.

¿Arte o virtuosismo?

Muchas voces han tachado el hiperrealismo como una mera técnica copista. Virtuosa, eso si pero sin llegar a ser un arte. Algunos críticos desconfían de esa supuesta neutralidad, de esa negación de contenidos sociales pues consideran que en el fondo se trata de una clara afirmación de los valores establecidos de la sociedad americana. Opinan que en el fondo se trata de un fenómeno reaccionario, conservador y anti intelectual. Simón Marchán califica, en el diccionario del Arte Moderno dirigido por Vicente Aguilera Cerni, el Hiperrealismo como “una tendencia abiertamente encumbrada, convertida en moda con implicaciones ideológicas y mercantiles”.

Sin embargo hay quienes consideran que desde el momento que el autor realiza la fotografía o bien elige la imagen fotográfica que va a trasladar al lienzo, existe ya una decisión personal donde la sensibilidad del artista la transforma en algo suyo y convierte en una obra de arte. Afirman que la intención de los fotorrealistas no es competir con la extrema precisión de las lentes fotográficas, sino que con su manipulación del encuadre, los colores, luces y reflejos lograr una nueva realidad pictórica. Realidad que se convierte en el fundamento de su estudio, en reflexión para investigar cómo la fotografía ha cambiado nuestra percepción con lo que consideramos realidad objetiva.

Hiperrealismo 1967-2012

Bajo este título el Museo Thyssen-Bornemisza ha presentado, por vez primera en España, un recorrido por la genealogía de este movimiento hasta el momento actual. La retrospectiva reúne medio centenar de obras de diferentes museos y colecciones particulares donde aparecen los principales asuntos que ocupan el interés de estos pintores. Así nos encontramos con vistosos bodegones de objetos tan banales como botes de kétchup, conservas y latas de comida, paisajes urbanos, restaurantes de comida rápida, despampanantes coches y últimos modelos de motos. Artículos intrascendentes  convertidos en motivo artístico mediante un laborioso proceso técnico como es el sistema de trama o la proyección de diapositivas.

Es curioso destacar como estas escenas que parecen reproducir la realidad, realmente tratan de una nueva realidad gráfica creada por el pintor y que ha sido despojada de emoción. De hecho es muy extraño que aparezca representada la figura humana y, si lo hace, no deja de ser un objeto más como esa motocicleta o esos tarros de llamativas piruletas.

La primera generación de hiperrealistas es casi exclusivamente norteamericana y procede de la costa este, de Nueva York, y de California. Son los años 60 y, salvo algunas particularidades, se centran en temas de la vida cotidiana, en artículos de consumo y muy especialmente en los automóviles, camiones o motocicletas pues son una parte muy representativa de la sociedad americana y representan la libertad y movilidad. Los artistas se sienten fascinados por la imagen que consiguen al incidir la luz sobre las superficies pulidas, los reflejos en guardabarros y retrovisores. Se trata de distintas perspectivas de una misma realidad, fragmentos de una imagen caleidoscópica del mundo real. El proceso de trasladar toda esa información –con el uso de sistemas técnicos y mecánicos- puede durar meses, algo que por otro lado, es completamente opuesto a la instantaneidad de la fotografía.

Algunas de las figuras más prestigiosas de este momento están representadas en la exposición actual. John Baeder es conocido por sus representaciones de los llamados “american diner” restaurantes de comida rápida que están al borde de la carretera o en el interior de las ciudades. Sus imágenes transmiten una gran nostalgia. Charles Bell está considerado el maestro del bodegón fotorrealista. Amplía varias veces los motivos y focaliza la atención en zonas concretas ocasionando en el espectador un efecto de distanciamiento y abstracción. Sus muñecos de hojalata o esa máquina de pinball son algunas de sus imágenes más características.

A Richard Estes se le relaciona con los paisajes urbanos, casi siempre frontales, geométricos y muy estructurados. Siente una gran fascinación por los reflejos en ventanas y por las superficies metalizadas. La obra “Cabinas telefónicas” de 1967 o el óleo “Nedick´s” de 1970 son claro exponente de lo anteriormente dicho. Sin embargo Chuck Close manipula la fotografía para componer grandes rostros –normalmente de sus amigos- con la ayuda de un sistema de retícula. El resultado son enormes piezas, siempre encuadradas de la misma manera y donde la inexpresividad y falta de emoción son la tónica dominante.

La representante femenina más importante de esta primera generación es Audrey Flack. En un principio se dedicó a recrear catedrales, ángeles y madonas que previamente fotografiaba pero, en los años setenta, se dedicó a los bodegones en sus variantes modernas. John Kacere, sin embargo, reprodujo una y otra vez el cuerpo femenino pero siempre la zona comprendida entre la cintura y la rodilla. Aumentaba hasta tamaño natural esa parte media y la reproducía en distintas posturas y diferentes prendas. Una obsesión que se convirtió en impronta personal y fácilmente reconocible.

David Parrish, Tom Blackwe, Ron Kleemann, John Salt se sumarán a esa larga lista de hiperrealistas que crearon un movimiento artístico que se extendió más tarde por toda Europa. Las últimas salas del museo Thyssen están dedicadas a los artistas de los años 80 y 90 que igualmente atraídos por la realidad cotidiana, se sirvieron de las nuevas tecnologías para lograr una mayor nitidez y detallismo. Normalmente rechazan el pequeño formato y centran su atención en grandes paisajes urbanos que reproducen con una precisión tan elevada que sólo la alta definición de las máquinas digitales puede proporcionar.

Como demuestra esta interesante exposición, el hiperrealismo forma ya parte de la historia de la pintura y desde entonces sigue vigente renovando y ampliando sus recursos técnicos para demostrar que no es un movimiento cerrado sino que continúa activo entre aquellos antiguos pioneros y las nuevas generaciones.