Mara Torres: «La vida imaginaria»
por Mercedes Martín
Planeta, Barcelona 2012. 256 págs
Una mujer habla de sí misma, de su día a día, de su trabajo, de su tiempo libre, de sus amores y, hablando, mezcla realidad y fantasía, que es lo que solemos hacer cuando hablamos de nosotros o hablamos desde el dolor. En medio, se revela su soledad existencial, su dificultad para reconocerse, tras el fracaso amoroso, lo difícil que es distinguir entre la realidad y el deseo y lo difícil que es amar cuando se tiene miedo. Lo interesante es que la escritora no parece tener ningún estilo, no parece escribir, sino hablar. En este sutil equilibrio entre la escritura y el habla, no escoge las palabras tampoco, como si fuera un orador, sino que las suelta a bocajarro como una muchacha en la puerta del instituto, hablando con sus amigos.
Saber contar historias y, encima, tener un estilo poderoso es difícil. Ya dijo el filósofo que “paisaje es una palabra estética” y esto viene a que el paisaje de la novela de Mara Torres es desértico. ¿Quiero decir con esto que no debe leerla si quiere ver un jardín florido en vez de piedras? Si es usted de esos lectores, no la lea. Léala en cambio si lo que busca es una historia cotidiana que le recuerde su propia historia, una novela post-paisaje. Nada de grandes aspavientos, nada de falsos monólogos con ínfulas filosóficas, nada de novelas detectivescas-quijotescas, que tampoco están mal. En fin, si le apetece leer algo incalificable porque se parece a la conversación de unos desconocidos en el asiento de al lado en el metro, camino del trabajo, este es su libro del mes.
¿Finalista en la LXI edición del Premio Planeta de Novela? Que eso no le vaya a hacer retroceder.
A mí lo que me asusta de los grandes premios es cómo ocultan al resto. En la mesa de novedades de la librería, en las portadas de las revistas supuestamente literarias, se comen, como enormes escualos de cartón, a los pequeños pececillos rebosantes de vitalidad que pululan en los estantes. Basura comercial que habría que limpiar de una vez por todas. La revolución de internet me la imagino así: como un enorme filtro mágico contra el SPAM de los premios literarios y las grandes casas editoriales. Sin embargo, ya ve usted que he corrido a leer el finalista de la tropegésima edición del premio Planeta, en lugar de revolver los estantes en busca de un pececillo. Pero es que yo, ¡qué ingenua!, quería saber (siempre igual) en qué se basan las editoriales para conceder sus finalistas. Tenía la estúpida esperanza de que en el finalista se escondiera lo bueno, mientras que con el primer premio nunca arriesgaban nada y lo concedían siempre a un valor seguro, un valor comercial.
Pero, en fin, es cierto, los premios no premian, publicitan. Ahora bien, resulta que se han equivocado, que lo que ellos están publicitando, merece un premio o, mejor, merece ser leído. Porque no hay nada más revolucionario en el lenguaje que la palabra hablada, ni nada más difícil de atrapar en una página que la palabra así, como sale de la boca, nada más sorprendente que terminar de leer una novela que “se oye”. Cuando he terminado de leer, no había cambiado el mapa de las fuerzas literarias de hoy y siempre, ni se había removido ningún poeta en su pedestal. Es lo que pasa con las conversaciones y con las cocineras, que no crean escuela por buenas que sean.