Massimo Gezzi: «El instante después»
por Angel Luis Luján
ed. de Juan Carlos Abril. Quálea editorial, Torrelavega, 2012. 155 págs.
Se publica en España por primera vez una obra del poeta italiano Massimo Gezzi, en edición bilingüe, bellamente presentada y certeramente traducida por el también poeta Juan Carlos Abril. El instante después (L’attimo dopo, 2009) es el segundo libro de este italiano, nacido en 1976, que con solo dos entregas ha dado muestra de estar entre lo mejor de la poesía nueva europea.
Este admirable libro, como uno puede conjeturar de su título, tiene como tema central el tiempo, lo cual no supondría novedad alguna si no fuera por el tratamiento a que Gezzi somete tan transitado asunto. El poema que sirve de prólogo a la colección nos da buena idea del tono que dominará el libro. El tiempo, bajo la vieja metáfora del viaje, aparece como un partida, que es una súbita desaparición de las cosas cotidianas acostumbradas y un camino al exilio y a lo ajeno, quizá lo enajenado, como se comprobará en una lectura global del poemario. La sensación de desgarro que transmite este texto inicial se compensa con una serenidad de la mirada y de la escritura que levanta todas las preguntas subsiguientes sobre ese instante justo después de habernos quedado sin mundo y sin tiempo propios.
A lo largo del volumen el tiempo se presenta no como algo abstracto sino que se espacializa y se hace concreto en gestos y sucesos humanos, la mayor parte asentados en la vida cotidiana. Cualquier vivencia, por muy nimio que sea su sentido inicial, como la visita al muelle de Civitanova (pp. 29-31), se convierte en espacio ganado para la reflexión, y la mayoría de los poemas surgen de una meditación a partir de lo acostumbrado, lo de sobra conocido, porque todo en el mundo es reflejo de otra cosa: “en este rincón de puerto occidental / que cada vez está en sí mismo pero al tiempo / está también en otra parte”. Lo mismo ocurre con la vista de Grottammare, que, simbólicamente, desaparece tras un túnel de la carretera (p. 49).
Estos espacios de la reflexión son en ocasiones exteriores o de ámbitos naturales que dan pie a la alegoría, como los que acabo de nombrar; pero alternan con los espacios interiores, predominantemente a partir de la segunda parte de las cinco en que se divide el libro. Los ambientes íntimos y domésticos están casi siempre asediados por la intemperie exterior, la lluvia o la nieve, como en “Preguntas” (p. 59) o “Los recuerdos de la primera nieve” (p. 65).
El tiempo se nos muestra también como una fuerza destructora, su poder de aniquilación nos deja como mensaje y consigna: “No perder de vista nada”, porque “no vuelve nunca nada”, en el poema que se titula “Mandamiento” (p. 39). El poeta recrea así de diversas maneras, y con una iconografía moderna, el viejo tópico del carpe diem. La partida siempre es una partida hacia la destrucción, sin posibilidad de regreso. Son de nuevo las cosas cotidianas, incluso anodinas, envueltas en la magia de la palabra, sencilla y a la vez evocadora, las que sirven de vehículo para esta enseñanza. La metáfora casi no se nota, de tan sutil, y el yo parece hablar a veces hasta con distanciamiento, como constatando, sin intención de herirse ni herirnos, cuando está tocando las llagas de la existencia. Ello se refleja perfectamente en el largo poema que forma la tercera parte del libro, titulado con un sintagma de Lucrecio, “Materies aeterna”, sobre la caducidad y la fugacidad. Los objetos abandonados o desalojados, como las cancelas de la Universidad, sobre las que se centra el final de este texto, vuelven a la naturaleza, a ser invadidas por hierbas y caracoles, pero ya sin formar parte de lo natural.
Todos estos objetos son a la vez símbolos de la situación del hombre moderno, como exiliado de la naturaleza y ajeno al ciclo natural, extraño al transcurrir de la vida, como se aprecia en “La semilla del tilo”: “En cambio soy un hombre / de ciudad, y de poco ha servido / su breve travesía, si ahora / abandono aquel grano en la terraza, / esperando algo más útil / que yo, un viento” (p. 47), o se insiste en la alienación y falta de dignidad del mundo moderno, que repite cíclicamente las viejas sumisiones de la historia: “en el baratro de un tiempo / que juega con la carne y pone a cero / la dignidad de las personas, trocando / torturas por decapitaciones” (p. 73). Es especialmente interesante en este sentido el poema ya citado “Grottammare” (p. 49), donde se pone de manifiesto la inutilidad del esfuerzo humano, pues todo va a desaparecer ante el avance de la modernidad, simbolizada por la autopista. El mundo de cosas auténticas ha quedado irremisiblemente atrás.
Sobre todas las imágenes y símbolos, domina el del muro. Estamos ante un poemario lleno de paredes (“Ladrillos” se titula toda la segunda parte), que remiten a los límites del conocimiento y los límites de la existencia, y que contribuyen a crear esa atmósfera de enclaustramiento que envuelve al lector. Se trata de un símbolo ambivalente en realidad, pues lo que sirve para tapiar y aislar, para mantenernos alejados de lo real, es apto también para alojar en su interior, como se aprecia en el poema titulado “A distancia de muros” (p. 89).
El símbolo tiene, además, una dimensión metapoética, como queda claro en “Ladrillos” (p. 77), donde se pide que el poema sea como un ladrillo, algo material a lo que le suceden cosas y que sirve de habitat a seres vivos. El volumen está transitado por referencias a la propia labor poética, y así el tiempo, lleno de acontecimientos, aparece como un libro o una escritura: “En la tierra se leen muchísimos / acontecimientos” (p. 25); el poema se presenta, pues, como una lectura de los hallazgos que nos regala el tiempo y a la vez un lugar sobre el que el tiempo trabaja, como quería Machado. Pero se establece la duda sobre la efectividad del poema, sus límites y barreras para penetrar lo real: “Siempre he creído / que escribir me sirviese sólo para poder decir / aquello que en aquel girar de segundos / había que decir: todas las páginas que he escrito, / entiendes, a cambio de una sola palabra / no dicha: «hey», «escúchame», / «espera»” (p. 121).
A pesar de las zonas de angustia, del territorio de fracasos que cartografía El instante después, el tono del libro es sereno, de marcada tendencia hacia la andadura de lo clásico, a lo que no es ajeno la renovación de tópicos heredados de la tradición, como ya he apuntado, entre los que destaca la comparación de la vida humana con las hojas de los árboles que está en Milton o en Dante y que procede en última instancia de Homero, y que se desarrolla en el poema “Catorce hojas” (p. 41).
El conjunto se cierra con una parte que sintomáticamente se titula “Poco antes” y que supone una recuperación optimista de ese tiempo anterior a la destrucción, como si el libro buscara una salida a la luz, y, en efecto, los poemas de esta parte son un encuentro con el sentido, la belleza y la maravilla en los gestos cotidianos. El poema final, que da título a toda esta parte, nos deja con un mensaje de sucesión y renovación, de obstinación de la vida con sus pequeñas cosas:
Y la existencia cotidiana,
hecha de carne y vidrios sucios,
la ceniza sutil del alba
que salta las colinas y pronuncia
en los labios de cada uno la palabra
misteriosa, aquélla que hace desfilar desde las puertas
las siluetas inestables de los cuerpos, poco antes
de que toque el tañido en el cuadrante
y se pueblen de otros las habitaciones
que ocupábamos nosotros. (p. 143)
La belleza y matices del original siguen vigentes en la traducción que ha hecho Juan Carlos Abril, literal donde la cercanía de las lenguas lo permitía, y jugando en español con las equivalentes sugerencias del italiano donde no había otra salida. Un libro intemporal escrito desde una sensación de fin de tiempo.