Grada Kilomba: ”Opera to a black Venus”

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Discos

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Loma, encontrando su lugar en la fábrica de ataúdes

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Discos

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Discos

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Mínimo Tamaño Grande: «Return»

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Mdou Moctar, por una nueva justicia

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Mdou Moctar acaba de editar su nuevo disco, Funeral for Justice. Grabado al final de dos años de gira por todo el mundo tras el lanzamiento de Afrique Victime en 2019, Funeral for Justice captura Más»

 

Juan Valera: Correspondencia, volumen VII, (1900-1905),

por Carmen González García-Pando

Castalia, Madrid 2008. ed. de Leonardo Romero Tobar, María Ángeles Ezama Gil y Enrique Serrano Asenjo

Por Ana Isabel Ballesteros Dorado

Este tomo, que recoge las cartas escritas por Juan Valera en los últimos cinco años de su vida, se inicia con una respuesta a Rafael Campillo en los primeros días de 1900, una vez muerto el padre de este, Narciso, y con otra de recomendación para la viuda, esta vez dirigida a Francisco Silvela. Concluye el volumen con la remitida el 13 de marzo de 1905 al destinatario del mayor número de cartas, en la que avisa a su gran amigo Mariano Pardo de Figueroa de haberle enviado unos artículos recién publicados.

Sobre esta parte del epistolario se contaba con ediciones incompletas y artículos, con extractos y estudios perfectamente identificados y anotados en las páginas iniciales del tomo, como así mismo lo están las fuentes empleadas para la composición del compendio de estos años, distinguiendo por un lado los archivos y bibliotecas de donde se han extraído los manuscritos y, por otro, las ediciones de cada carta que han precedido a la presente. En general, los estudios y las publicaciones anteriores giraban en torno a un eje temático (el centenario del Quijote, por ejemplo) o se limitaban a la relación epistolar entre Juan Valera y un corresponsal, como el conjunto de cartas cruzadas con Menéndez Pelayo, con Barbieri, con Gumersindo Laverde, con diversos escritores de distinta fortuna o con sus familiares.

El Juan Valera que dicta a su secretario las cartas de estos años es un septuagenario que ha moderado muchas de sus antiguas costumbres y ha morigerado sus palabras y sus juicios, quién sabe si en parte por el hecho de servirse de un amanuense y por la posibilidad de que alguien más que los destinatarios le oyeran o leyeran sus dictados, como en alguna ocasión deja constancia que ha hecho su mujer. Más aún que en los años inmediatamente anteriores a estos primeros del siglo XX, la ceguera casi completa y su mermadísima movilidad le imposibilitan para más vida social que la generada los sábados en su propia casa, en la cuesta de Santo Domingo, número 3, cuarto bajo derecha. Repite a unos y a otros que ya solo sale para asistir a las reuniones de la Real Academia Española, y esto por las treinta pesetas que le reporta cada una de las sesiones en que participa.

La autoexigencia de mantener un cierto decoro de acuerdo con su situación social, el pundonor de no vivir a expensas de su mujer, mejor dotada gracias a la herencia recibida de sus padres, la pretensión de evitar en lo posible los reproches y desarreglos domésticos, siguen abrumando al Juan Valera viejo. Son, por tanto, los requerimientos económicos que le siguen acosando, como a lo largo de su vida, los que le impelen a mantener el cultivo de aquellas tareas críticas que le reportan alguna ganancia pecuniaria, y en ellas se afana con mayor ahínco que nunca anteriormente, en cuanto le permiten sus consumidas fuerzas y las ayudas externas.

Las cartas sirven también para documentar datos concretos sobre las ganancias literarias en la época, cuando los Álvarez Quintero, recién estrenados en el teatro, percibían en torno a diez o doce mil duros anuales, lo que para Valera era una fortuna y así la llama cuando informa de que su hijo Luis por una herencia recibida disfruta de dieciséis mil. Se asombra y no acaba de creerse que Juan Francisco Muñoz Pavón recibiera la propuesta de vender sus novelas a un editor por veinte mil pesetas, cuando él gana ciento cincuenta por sus artículos insertos en periódicos y revistas. Nos ofrece su experiencia con los derechos de autor, con las traducciones de sus obras, por las que no cobra. Incluso especifica, ante la petición de dinero de su hija en el verano de 1901, los ingresos extraordinarios recibidos aquel mes y cómo se han consumido.

También se encuentran alusiones a su forma de escribir y publicar, a cómo no se queda con copia de los manuscritos que envía para su publicación y, por lo tanto, cómo se pierden irremisiblemente para la posteridad. Asiste a la reforma de los estatutos de la RAE, apoya a sus amigos para dos vacantes, participa en las decisiones. Asistimos, igualmente, a la redacción de sus meditaciones utópicas sobre la educación humana cuando dice haber compuesto con letra grande doscientas cincuenta cuartillas en octubre de 1901.

Se observa a lo largo de las cartas un cierto reconocimiento de paso a la posteridad, y se le ve dirigirse a sus antiguos enemigos literarios, como cuando pide a Pérez Galdós alguna colaboración para Gente Vieja en 1901 o le pregunta en confianza sobre cierta propuesta editorial que ha recibido. Así mismo, recibe en sus tertulias a Emilia Pardo Bazán, a quien sigue censurando en sus misivas, pero por cuya presencia renuncia a la compañía, más grata para él, de Menéndez Pelayo, a quien se conforma con ver en la Academia, pues este no puede soportar a la autora de Los pazos de Ulloa, mientras que Dolores Delavat y su hija Carmen siguen sin aguantar la escasa higiene del autor de los Heterodoxos.

Las mismas noticias, escritas a diferentes personas, permiten reconocer la resonancia de diferentes situaciones vitales, como la muerte de su medio hermano José Freuller y la del hermano de su mujer. Por encima del afecto, en tales pérdidas nota la cercanía de su propio óbito, que desea ver retrasado lo más posible, pese a sus achaques, su ceguera, sus dificultades para vivir. Otras muertes de contemporáneos suyos dan lugar a reacciones diferentes. Su buena educación social de siempre impera, y da la enhorabuena a El Imparcial por el artículo que inserta en sus columnas a raíz de la muerte de Clarín, aquel escritor tan distinto de nuestro diplomático en su valoración de la poesía española decimonónica, que había reconocido el estilo y reconocido la originalidad de las novelas valerianas, pero también había censurado cierta “falta de generosidad” en la novela Juanita la Larga.

Respecto a su vida doméstica, se presenta cercada por la presencia de su mujer, que ya no comparece en estas cartas tan frecuentemente con los rasgos de mal humor y egoísmo de los treinta años anteriores de matrimonio, y casi exclusivamente se reservan tales confidencias para la correspondencia con su hija Carmen. La escasez de tales datos no se sabe si procede de un cuidadoso esmero por no dictar frase alguna que pueda volverse contra él o realmente su silencio al respecto indica una mejoría en las relaciones conyugales, mejoría que en alguna carta a su hija sí señala, cuando reconoce que tras el veraneo de 1903 doña Dolores “rabia muy poco”. En todo caso, la petición a Carmen Valera de que no anime a su madre a viajar en 1901 indica un mayor interés por su parte de evitar gastos que el interés de años anteriores por verse libre de ella.

El apartado de alegrías familiares viene protagonizado sobre todo por su hijo Luis, destinado en China, padre de los dos únicos nietos que llega a conocer el novelista, autor de Cartas chinescas y heredero de su tía política, concuñada de Valera, ya viuda de José Delavat. La boda de su hija Carmen, ya heredera de cierta renta y casada cinco meses antes de morir Valera, no parece del total agrado del escritor por el escaso sueldo del elegido. En la correspondencia con la joven, Juan Valera se comporta con la cautela de quien sabe que su opinión no será tenida en cuenta y  por eso apenas se atreve a aconsejar prudencia. Con otros conocidos guarda la reserva de su delicada situación. Pero gracias a esta circunstancia se completa mejor cuanto puede deducirse de las relaciones entre padre e hija: se traslucen de las distintas cartas la independencia de criterio y mínima sujeción a los padres por parte de la joven, como igualmente la confianza habida con ellos. Es en las cartas a Carmen en las que vuelven a sobresalir a veces los certeros, sinceros y burlones adjetivos valerianos (“candorosa Isabelita, regocijada Joaquina, gentil marquesa, lagartona mamá”) e incluso la escasa pudibundez del escritor al tratar asuntos que otro padre consideraría escabroso mencionar a su hija, como en el verano de 1904 su hastío por las conversaciones eróticas de la ya madura marquesa de Caracena, Joaquina de Samaniego y Lassús (29-I-1846/2-I-1913), tertuliana habitual en la casa.

Las cartas sirven también, pues, para contribuir al estudio de las costumbres de la época, de las relaciones familiares, de la educación de las mujeres. En conclusión, leerlo hoy significa la posibilidad de disfrutar de lo mejor de su autor, tener la oportunidad de aprovechar su experiencia de muchos años de vida y de gusto delicado por la literatura.