SIMON BOCCANEGRA
por Jorge Barraca
El mar se ilumina
Simon Boccanegra es una página menos frecuente que otras obras de Verdi. Aunque compuesta en su juventud (el primer estreno corresponde a 1857), la versión revisada no llegó hasta 1881, constituyendo en este segundo intento —no en vano Verdi era ya una figura indiscutible— un éxito considerable. Y aunque menos prodigada, algunas de sus páginas —en especial las arias de Fiesco y Gabriele— son cantadas con frecuencia por su belleza y la posibilidad de lucimiento que otorgan a sus intérpretes. La trama, extraída de la obra homónima de García Gutiérrez (como en otras ocasiones la literatura española sirve de fuente inspiradora para Verdi), recrea las luchas políticas de una Italia aún dividida y sumida en guerras entre Estados (en este caso, Venecia y Génova). Sobre este fondo de intriga y tensión social, se narra una historia de amores contrariados (la página reúne los tópicos del romanticismo), de confusión de identidades familiares y de reencuentros entre padres e hijos separados desde la infancia.
Giancarlo del Monaco, no logró esta vez ofrecer un espectáculo tan original como en otras ocasiones (Boheme, Andrea Chenier). Es cierto que ha reflejado con belleza el carácter tenebroso, melancólico y gris del Simon, pero también que ha caído en un cierto convencionalismo que recuerda en demasía los montajes de hace veinte años. En su haber puede contarse la excelente dirección de los cantantes, que en sus manos se comportan como auténticos actores, y algunos momentos de efecto teatral, como la delicada aparición de María a contraluz en el Cuadro I del Acto I.
En su concepción, el mar es un protagonista destacado de la obra, lo que resulta especialmente fiel a la partitura. Desde el Acto I se proyectan de forma continua unas sugerentes imágenes de la mar sobre el fondo de la escena. Las aguas agitadas parecen querer recrear al tormento de los protagonistas; y sirven también para localizar y enmarcar correctamente la acción (Génova), para explicar el origen de Simon (un corsario), y hasta para sugerir su sepultura anhelada.
Pero frente a estos aciertos, hay que dejar apuntado los mismos problemas que en su producción del 2002: estatismo, falta de un aprovechamiento de los recursos del teatro para otorgar agilidad a las transiciones escénicas y pobreza de los elementos que aparecen sobre las tablas. En su haber —eso sí— debe destacarse una más nítida iluminación y un despliegue de actuaciones de los cantantes antes bastante más contenida.
Efectivamente, la producción se beneficia de un elenco muy equilibrado, con algunas voces de excepción. Para empezar, el Jacopo Fiesco de Giacomo Prestia que ha vuelto a protagonizar (ya lo hizo en este mismo papel hace ocho años) una excelente actuación tanto por la calidad del instrumento vocal como por su convincente caracterización. En su comprometida aria de arranque del Prólogo, A te l’ estremo addio, sacó ya a relucir su vibrante instrumento, capaz de dar las notas más graves con limpieza, aunque no fuese tan rotundo en los agudos. Luego, durante sus apariciones en el Acto I y III, evidenció una gran técnica y una notable capacidad para el matiz.
Junto a él, también es de destacar el Simon de George Gagnidze —que se alternó con el de Plácido Domingo—. Gagnidze no posee un timbre especialmente hermoso, pero exhibe un buen arte canoro y, sobre todo, una enorme convicción al encarnar al atormentado corsario. Su intervención en el dúo con María resultó conmovedora. Algo fatigado se mostró durante el Acto II, donde su canto enfático llega al extremo. Finalmente, de nuevo emocionó con su muerte al final del Acto III.
La María fue encarnada por una Inva Mula muy aplaudida. Aunque el timbre es bello y la calidad del canto excelente, su voz no encaja del todo con la que exige su parte, al faltarle espesor y densidad. Su instrumento funcionó mejor en los momentos líricos (aria del Acto I), que en los dramáticos (dúo con Simon y Gabriele, final de la ópera), donde hubiese requerido mayor empaque. En conjunto, la actuación resultó muy convincente, como la del resto del reparto.
Su pareja en la ópera, el tenor Fabio Sartori, logró plasmar un Gabriele ciertamente dramático, con unos agudos notables; pero también con algunos desajustes. El canto algo forzado en su conjunto no empañó sus momentos de lucimiento, como el aria del Acto III.
Por último, hay que subrayar la gran actuación de Ángel Ódena como un vibrante Paolo Albiani. El barítono dio presencia al malvado plebeyo ennoblecido y lució una voz rotunda y siempre bien dominada.
Funcionó la dirección de Jesús López Cobos, que, como siempre, mantuvo el pulso y equilibró correctamente las sonoridades. El lirismo estuvo, quizás, excesivamente contenido. Buena la participación del Coro y emocionante final de temporada con la despedida —por cierto, muy aclamada— del director artístico (Antonio Moral) y del musical.