Miguel Mula: «Arqueros en mi fiesta»
por Angel Luis Luján
Olcades poesía, Cuenca 2011
La nueva colección “Olcades Poesía” arranca desde Cuenca con un contundente primer libro, que es también la opera prima del autor, Miguel Mula, original de Águilas (Murcia). Arqueros en mi fiesta es un poemario denso y sin concesiones, de una lírica entre vallejiana y simbolista, y con un profundo anclaje arquetípico. La idea de irrupción que se desprende de la incongruencia entre los dos términos del título (¿unos arqueros en una fiesta privada?) da buena cuenta de las tensiones y sorpresas que sostienen al poemario en todos sus niveles, y de su alto grado de imaginación.
El del arquero es un arquetipo que ha tenido diversas y curiosas manifestaciones a lo largo de tiempos y culturas. En su forma más amable es Cupido, y Miguel Mula juega con esa plasmación en los títulos de las dos partes principales: “La flecha en el corazón” y “El corazón en la flecha”; pero también puede interpretarse como el flechador Sagitario, que representa a un Centauro, de carácter más cruel; y no hay que olvidar a Apolo, cuyos atributos son precisamente el arco y la lira.
De esta conjunción de poesía y tensión, nace la reflexión de Octavio Paz sobre la lírica. Explicando la imagen de Heráclito que es germen de su libro, nos dice el poeta mexicano: “la lira, que consagra al hombre y así le da un puesto en el cosmos; el arco, que lo dispara más allá de sí mismo”.
El arco es, pues, aquello que se tensa para alcanzar un fin, un blanco, y esta poesía, como toda buena poesía, nos habla de los límites, y del deseo de lanzarse más allá de toda experiencia, pero mostrando a la vez que toda vivencia encuentra sus límites quizá demasiado cerca, más cerca sin duda de lo que quisiera el sujeto de la experiencia.
Los poemas son, así, flechazos, disparos que van más allá de la herida, hacia la razón de todo ser: “El abrazo la herida” se titula el último poema, sin guiones ni comas, como si fuera una sola palabra. Este título hace eco a otro poema (todo es resonancia en este libro), “El abrazo del loco”, emblemático de la colección. Es un texto en prosa que contiene otro poderoso arquetipo, la mítica figura del loco del tarot o un avatar más de la leyenda del rey pescador, con un guiño a la mística, con elementos surrealistas y el establecimiento de diálogo con un cuadro.
Este poema y el siguiente, “Altamar” (nuevamente una sola palabra) nos sitúan en la misma línea: la del deseo que encuentra su límite en la muerte, o mejor dicho en la amenaza de la desaparición que da su sentido pleno al deseo. El amor es, en este libro, muy parecido a la soledad, y algo cruel, lo que nos recuerda al verso de Mallarmé: “meurtries / De la languer goûtée a ce mal d’être deux”. Y Mallarmé es precisamente vilipendiado en un poema que se abre con una provocación: “Que le den por culo al azur” (p. 30).
Y es que el libro tiene también mucho de baudelairinao, del Baudelaire de la muerte de los amantes: “Una tarde hecha de rosa y de azul místico, intercambiaremos un destello único como un largo sollozo, cargado todo de adioses”. Pero en Mula el desenlace no es tan espectacular, ni tan optimista. En él encontramos lo sublime junto a lo grotesco: el amor es negro y habla por boca de un viejo desdentado, como un limón exprimido, mostrándonos qué cerca está el todo de la nada.
El poemario, como se ve, es rico en tonos costrastantes. Hay poemas serenos, elegíacos, casi simbolistas como “Pasó el tiempo de las celebraciones” (p. 53), otros en tono de humor, juguetón y lúdico, como el que se cierra con el chocante: “en bucólica autovía hipérbaton nos hizo” (p. 61). Asistimos también al quiebre desmitificador después de una encendida enumeración lírica: “Pero, ¿almorzaremos mañana?” (p. 25).
Sin embargo, el valor principal del libro, a mi modo de ver, es el planteamiento del tema de la identidad, un tema caro a la poesía moderna. La identidad es una leyenda, como planteaba también Diego Jesús Jiménez. Somos la historia que nos contamos a nosotros mismos. Esto se hace evidente en un poema en que Miguel Fernández Parra nos dice de Miguel Mula: “Miguel Mula huyó de Miguel Mula” (p. 45). Esta complejidad enunciativa y el carácter especular de este planteamiento necesita ser transmitido no en una alocución directa sino como resultado de una polifonía de voces. Son varios los migueles que hablan en los poemas y de esos retazos de discurso el lector debe construir un sentido. Si alguien pensó que la poesía no es un género polifónico (como puede ser la novela) aquí tiene un contundente desmentido. Por no hablar, por otra parte, de los múltiples ecos de la tradición: Fray Luis de León, Garcilaso, San Juan de la Cruz en este contexto hablan con una voz sorprendentemente nueva.
Ello nos lleva a otra de las dimensiones del libro, que lo es también de la poesía moderna: el giro metapoético. A la desasosegante constatación que hace el poeta: “ya todo está dicho y ya solo queda / tu silencio y mi silencio mirándose” (p. 24), no cabe otra respuesta que inventarse a otros que nos digan, hacer de ventrilocuos, multiplicar las voces, o simplemente construir un poema palíndromo como el que cierra el libro: la poesía no puede más que repetirse a sí misma, invirtiendo el orden o subvirtiéndolo.