Félix de Azúa: Autobiografía sin vida
por Mercedes Martín
Mondadori, Barcelona, 2010, 168 pp.
“Ante todo, sepan que me llamo Lázaro de Tormes y soy hijo de Tomé González y de Antonia Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca”, así empieza la Vida de Lázaro de Tormes y de sus fortunas y adversidades. Se decía el nombre, el nombre de los padres y el lugar de nacimiento, de qué familia venía uno, a qué se dedicaban los padres, a qué el hijo, si tenía tierras, si no tenía, en qué colegio había sido educado, con quién había casado y cuántos hijos había tenido, varones y hembras. Se podían añadir algunas cosas más, como por ejemplo, si uno había nacido en un río, o si había sido abandonado en él, o si había ganado algunas guerras, si había emprendido un viaje, o si se había quedado tejiendo y destejiendo. Imagínense ustedes el resto. ¡Cuántas historias caben en una biografía, una autobiografía, una novela o una odisea! A través de estas narraciones nos contemplamos. Uno puede ver si es importante o no comparándose con Ulises y con Lázaro de Tormes. Tantas cosas se pueden averiguar sobre uno mismo mirándose en las historias y las imágenes del arte.
“Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos, que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar”, comienza la historia de la novela occidental. En la era del postsujeto, ¿qué vida se puede contar y en qué novela se puede una mirar? Félix de Azúa, que, por otro lado, es profesor de Estética, ha contado no la historia de un individuo, que ya sabemos que es un invento, sino la historia del invento: la historia del yo a través del arte. Ahí entramos todos los que pertenecemos a la cultura occidental. A través de las imágenes podemos entender cómo vivíamos y en qué creíamos en cada época, qué colores, qué sombras y qué luces acompañaban nuestras visiones. Está en desuso decir dónde nació o a qué colegio fue el protagonista (es decir, nosotros y nosotras), basta con abrir un libro y entonces una deja de fingir, aparece nuestra verdadera identidad: la que hemos creado. Hoy podríamos saber quiénes somos con sólo mirar la publicidad o las latas de sopa de Warhol. ¿Quién no se identifica con Coca Cola? Vaya usted a algún lugar perdido del mundo y al cabo de algunos años vea un anuncio de Coca Cola: se le saltarán las lágrimas. A esto lo han llamado “la imaginación colonizada”, pero ¿es que se puede tener imaginación sin estar colonizado de una u otra manera?
Félix de Azúa nos muestra las imágenes correspondientes de cada época, la imaginería cultural, religiosa, vital, que han configurado a los diferentes sujetos de la occidentalidad, a nosotros, a nosotras. No importa la vida, sólo las imágenes, si las miramos lo sabremos todo sobre el protagonista de Autobiografía sin vida.
Al final del “Prólogo desechado para Autobiografía sin vida”, publicado en su blog, dice Azúa:
Eso somos, un puñado de palabras, un montón de imágenes que se mantienen levemente unidas, siempre amenazadas por el sinsentido de la siguiente transformación. Ayer yo era un pastor, pero hoy las ovejas ramonean sobre mi piel: soy la tierra del valle. Aprender a conocer nuestras imágenes, así como aprendemos a conocer nuestras palabras, «ese es el único argumento de la obra».