Salvador Elizondo: El mar de iguanas
por Mercedes Martín
Atalanta, Girona 2010, 320 págs.
Creía Nietzsche que la crueldad era connatural al ser humano, sólo los hombres eran capaces de algo tan horrible, tal vez algunos monos con sus imaginativas formas de tortura podrían acercársele. Freud llegó a la misma conclusión tras la Primera Guerra Mundial y otros autores se plantearon la banalidad del mal, como Hanna Arendt, tras la Segunda. Así que el ser humano no era bueno por naturaleza, como pensaba Rousseau, sino que es capaz de lo peor y de lo mejor de manera gratuita, sin ninguna razón o causa ¿justificada? Algunos autores franceses de los sesenta empezaron a teorizar sobre el mal, Gilles Deleuze y Félix Guattari escribieron el Antiedipo que venía a novelar algo así como la pulsión de muerte freudiana: el deseo desea su propia represión; otros autores, como Jacques Derrida, teorizaron “el mal” en la escritura: la escritura es donde la palabra viva muere y a la vez comienza la infinita posibilidad para el sentido (porque lo que se lee, siempre carece del contexto original); para Borges el Infinito era el verdadero Mal, el más terrible, puesto que en él se asentaba el sinsentido, que debía de ser algo así como Auschwitz.
El mar de Iguanas es una colección de textos biográficos que suponen un adelanto de los ochenta y tres cuadernos que rellenó el obsesivo Elizondo a modo de diario y que su viuda se dispone a publicar por entregas. Elizondo fue un escritor maldito al otro lado del Atlántico, admirador de George Bataille, Sade, Baudelaire, Mallarmé y otros famosos malditos de la historia. Bataille por aquel entonces publicaba obras como La literatura y el mal. Tanto él como Elizondo elaboraron teorías acerca del placer en el dolor, el infierno, el tormento, la literatura y la vida extremos, siguiendo la estela de malditos míticos: sólo se puede vivir y escribir de verdad si uno es extremado, si uno vive en el límite, tocando la muerte. Si bien sus biografías respectivas pueden resultar bastante mediocres en cuanto al logro de este objetivo, sus escritos no dejan duda de lo que realmente consideraban, de lo que les ocupaba y obsesionaba. La libertad absoluta, la literatura absoluta, el placer absoluto no pueden ser otra cosa que insoportables y a la vez místicos, exquisitos, sorprendentes, infernales. Y la literatura absoluta era fría, calculada, utilizada como un fino bisturí en manos expertas para expresar en frases sorprendentes, preclaras y frías, la muerte en un instante.
Esto no se refleja en las páginas que ahora nos ocupan, lo que se refleja en cambio son algunos recuerdos novelados, tal y como novela la memoria, algunos reflejos de sí mismo: un hombre borracho, maldito y escritor, provocador y violento, un niño observador y aventurero, un escritor obsesivo que roba al sueño tiempo para la escritura, unos pensamientos que, para los conocedores de la obra de Elizondo, son ya familiares y se vierten en todos sus escritos, no sólo de ensayo, sino también de creación, en forma de aforismos enigmáticos, místicos, diabólicos, incomprensibles, tal y como debía ser la literatura entera, porque el saber y el dolor jamás pueden expresarse fuera del oráculo y el ritual.