Haruki Murakami: «La ciudad y sus muros inciertos»
por Mercedes Martín
(Tusquets Editores, 2024. 576 págs)
En la Ciudad y sus muros inciertos se narra una supuesta historia de amor un poco extraña (onírica, dicen las reseñas). Un joven sigue a una joven a una ciudad bastante extraña, pero está enamorado… Allí se ocupará de una actividad no menos extraña con ayuda de la joven: leer viejos sueños. En un momento dado el joven recibe una extraña (de nuevo, siempre extraña) visita y, a partir de ese momento, comprende que debe volver al mundo real. En la tradición literaria japonesa hay un género llamado Koan que, inspirado en la literatura judicial y adoptado por el budismo zen, representa un coloquio entre maestro y alumno. En este coloquio el maestro cuenta una historia (a veces se trata solo de una pregunta o una afirmación aparentemente absurda), y esta historia guarda como si fuera un secreto la más alta sabiduría. Entrenándose en este tipo de lectura al final se espera que el discípulo pueda volver al mundo preparado para afrontar con sabiduría la vida.
Como el padre de nuestro autor era un sacerdote budista y, en fin, nadie puede sustraerse a sus propias tradiciones completamente, por mucho que se impregne de la cultura pop occidental, como se ha dicho de Murakami, me veo autorizada a intentar interpretar la novela de Murakami desde esta óptica.
Además, si leemos la historia en clave budista, podemos entender mejor por ejemplo estas palabras: “¿Qué sentiría ella al día siguiente, cuando mi ausencia la alertase de que había abandonado la ciudad? No, no ocurriría de ese modo: en el momento de marcharme, ella posiblemente ya habría desaparecido. Porque su presencia en la ciudad debía de haber sido dispuesta e impuesta por la propia ciudad para mí, y mi desaparición implicaría la desaparición de ella también.”
El yin y el yan, el chico y la chica, el final y el camino, la unión de contrarios.
Dice la enseñanza budista que al final del camino de búsqueda hay que volver al mundo porque “no hay que confundir el dedo que señala la luna con la luna”, la enseñanza con la vida. En la historia de Murakami, el chico también debe volver: al parecer ha terminado su tarea allí y comprende que debe volver al mundo de donde había partido y recuperar su sombra.
¿Cómo podemos aplicar nosotros todo esto a la vida cotidiana, por ejemplo a leer novelas? Nosotros no nos retiramos a un templo o a una ciudad de muros inciertos para aprender la gran sabiduría, para llegar al Zen, pero sí que emprendemos un viaje de conocimiento del que esperamos no quedarnos como estábamos. Cuando me pregunto si leer lo que ha escrito una Inteligencia Artificial puede despertar en nosotros la misma esperanza que nos despierta lo que escribe alguien más, una esperanza que es la de aprender algo acerca de nosotros mismos, mi respuesta es que no. También respondo que no cuando algún autor famoso o desconocido escribe solo para publicar y lo único que hace es rellenar hojas.
Vivimos agredidos continuamente por discursos huecos porque carecen de verdad. Yo, como el chico de la parábola de Murakami, no me meto en la ciudad de muros inciertos a menos que merezca la pena.