Gabriele Münter, la gran pintora expresionista

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Discos

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Maggie Rogers, regresando al hogar

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Mínimo Tamaño Grande: «Return»

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Mdou Moctar, por una nueva justicia

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por Xavier Valiño

CAROLINE ROSE: The Art of Forgetting (New West Records)

Con Loner (2018) descubrimos a una creadora que mezclaba pop, surf, rockabilly, disco, rock y unas cuantas cosas más. Su estilo, que ella definía como schizodrift (‘deriva esquizoide’) y que otros denominaron ‘comedia oscura’, se nutría de un humor con el que marcar distancia frente a los temas serios que trababa: capitalismo, aislamiento, misoginia, embarazo, fe, paranoia, celos, muerte… En ese tercer álbum dejaba atrás una etapa anterior más enraizada en la americana. Después editó Superstar (2020), un disco continuista, grabado en la carretera y ya algo más reflexivo.

Nada nos hacía preparar para lo que llega en su quinto álbum, un paso de gigante que la sitúa entre las creadoras más interesantes de la actualidad. The Art of Forgetting es un disco mayúsculo, en el que sus confesiones huyen del sarcasmo y la muestran más confesional, sincera y vulnerable. La razón: una ruptura sentimental que ha dado un vuelco a su vida, no sabemos si para bien, pero que sin duda ha dotado a sus canciones de una profundidad hasta ahora esquiva.

Con unas influencias en su voz que beben de músicas no anglosajonas y una paleta de sonidos más abierta que nunca, Rose experimenta con las melodías que ya componía antes con una deslumbrante naturalidad, las revierte y las empapa de su experiencia reciente para desarmar al oyente y ganarse su atención. Desde el principio deja caer sin ambages que es una artista más completa (“Love/Lover/Friend”, “Amor/Amante/Amigo” es su declaración inicial), permitiéndose dejar para el final parte de lo mejor de estas 14 canciones: ahí están la más emocionante del lote, “Jill Says” (como Angel Olsen o Natalie Prass, sino mejor), “Tell Me What You Want”, “Love Song for Myself” o ese final que también suena a recapitulación antes de pasar página definitivamente, “Where Do I Go From Here?” (“¿A dónde voy ahora desde aquí?”).

M83: Fantasy (Mute-Virgin)

Hace ya siete años desde Junk, y Anthony Gonzalez, el músico detrás de M83, tenía ganas de retomar su proyecto insuflándole la potencia de sus conciertos en directo, trasmitiendo la energía de álbumes como Before the Dawn Heal Us, con su combinación explosiva de guitarras eléctricas y sintetizadores. Además, en esta ocasión Gonzalez también quería darle más protagonismo a su voz, para hacerlo más personal.

En un mundo que necesita imperiosamente de escapismo musical, Fantasy parece la receta perfecta. Sus canciones anhelan mundos más allá de este y criaturas extrañas -como la de la portada-, rehuyendo la tiranía de la realidad o las redes sociales. Como una suite en dos partes, Fantasy resulta más conseguida en su primera mitad, despegando el viaje con el segundo corte, “Oceans Niagara”, y alcanzando el clímax al final de “Earth to the Sea”. En la segunda parte, “Fantasy” invita al baile evocando a Jean-Michel Jarre, “Laura” intenta conmover entre colchones de algodón sintetizado y “Dismemberment Bureau” resulta ser la coda perfecta. Por supuesto, todo el disco pide ser escuchado a pleno volumen, y si es en un espacio abierto, mejor, por lo que su autor ha conseguido sin duda lo que pretendía.

IVÁN FERREIRO: Trinchera pop (Warner)

Hay quien no puede con la voz de Iván Ferreiro, un elemento que polariza, y mucho, las opiniones sobre su música. Se entiende que, para quienes es un obstáculo tan determinante, no quieran ir más allá. Y es un lástima, porque todo lo que hay en este trabajo está tan meditado, tiene tantos matices, que se perderán ese ejercicio de descubrimiento paulatino de todo lo que encierra y, finalmente, poder gozarlo como lo que es, un estupendo disco pop.

Iván Ferreiro dice estar ahora obsesionado con las máquinas -principalmente sintetizadores-, habiendo relegado la guitarra y el piano. Curiosamente, lo que puede presentarse como una novedad no es tal, ya que estaba muy presente en discos de su banda anterior como Ultrasónica (2001) y, sobre todo, Relax (2003). Pero sí que puede ser que ahora haya llegado a dar con la mejor conjunción entre los sonidos que de ellas extrae y las melodías (rutilante la superposición en “La humanidad y la tierra”), con unos textos que hablan de lo que le ocurre a un hombre de su edad, 52 años, y que prefiere ahora la filosofía a cantarle al amor -de lo que hay ya suficientes ejemplos en su obra-.

Lo mejor para entender este disco es empezar por el final, “En la trinchera de la cultura Pop”, donde su voz cabalga con rotundidad y libremente sobre un colchón de sintetizadores en uno de los ejercicios más sorprendentes que uno haya podido escuchar recientemente, para después descubrir otras melodías igualmente certeras y con mayor o menor apego a fórmulas más asentadas, como “Miss Saigon”, “Pinball”, “En el alambre” o “Canciones para no escapar”.

LA PALOMA: Todavía no (La Castanya)

Llevan pocos meses componiendo y dando conciertos, pero con su álbum de debut, recién editado, se han convertido en el grupo con mayor cantidad de canciones infecciosas y pegadizas de los últimos meses. Sorprende por cuanto el trío se formó durante la pandemia, así que poca ocasión habrán tenido de bregarse en los escenarios (aunque ya han estado en Portugal, Francia, México y EE.UU.) e incluso de trabajar en un estudio, del que solo hasta ahora había un ejemplo previo, el EP Una idea, pero es triste (2021).

Y, sin embargo, su primer disco suena como un cañonazo -perdón por el símil, pero no hay imagen más gráfica-, con once canciones que se muestran como once singles potenciales, a medio camino entre la fiereza eléctrica inmediata y urgente y la melodía pop más redonda. Con unos referentes como Dinosaur Jr., Nueva Vulcano o Vulk, la ambiciosa y lustrosa producción, salida del trabajo meditado en un estudio de grabación pero con toda la fuerza de un directo, los retrata muy fidedignamente. Sin duda, la revelación del año a nivel estatal.

GORILLAZ: Cracker Island (Parlophone)

En 1995, cuando Blur estaba viviendo su momento más álgido tras Parklife, Damon Albarn trabajó por primera vez con Terry Hall (The Specials, Fun Boy Three, The Colourfield…) en una canción de este. A partir de ahí, ambos colaboraron recíprocamente en discos del otro, como, por ejemplo ,en el álbum de Hall a medias con Mushtaq de la banda Fundamental publicado en 2003, en el que Albarn y Hall componían a medias “Ten Eleven”. En él se podía escuchar a una niña cantante libanesa de doce años, un rapero argelino ciego, un flautista sirio, vocalistas hebreos y un grupo de gitanos polacos, un buen símil con lo que Albarn viene haciendo con Gorillaz desde 2001. De hecho, Albarn ha reconocido que Hall es su mayor influencia y que el debut de Gorillaz pretendía ser un cruce entre The Specials y Massive Attack.

Ocho discos después, Albarn sigue publicando álbumes con su capricho más querido, Gorillaz, la banda fantasma que le da la oportunidad de grabar con un montón de invitados, no limitarse a un único estilo y continuar en un relativo anonimato. Cracker Island no cambia en nada el planteamiento habitual, y por sus surcos aparecen en esta ocasión Thundercat. Tame Impala, Adeleye Omotayo, Stevie Nicks, De La Soul o Beck.

Posiblemente sea este el disco más pop de todos los editados hasta hora por el ente que se presenta en formato de dibujos animados. Además, resulta ser de los más cohesionados de los editados desde sus inicios, sino el que más. Su interés se acrecienta con algunas de las canciones más redondas de esta aventura que pasa ya de las dos décadas. Por ejemplo, esa joya que acomete con Stevie Nicks (“Oil”), otra acertada rodaja pop como “Tarantula”, el cruce con Tame Impala en “New Gold” -ambos hallan el punto intermedio justo entre las dos formaciones-, un “Skinny Ape” que recuerda la melodía de “Time to Pretend” de MGMT o la balada “Silent Running” junto a Adeleye Omotayo, que parece más bien extraída de los discos en solitario de Albarn. Hall, fallecido hace unas semanas, no está ni se le puede esperar, pero seguro que hubiera dado su aprobación.

FILLAS DE CASSANDRA: Acrópole (Tremendo Audiovisual)

En una era en la que Karmento o Tanxugueiras se atreven a ir a la preselección para representar a España en el Festival de Eurovisión, no resulta ya extraño que artistas provenientes del folk alcancen audiencias más amplias que hace unos años. El caso de Fillas de Cassandra no es exactamente igual, porque en su música el folk es un condimento que adereza su guiso, pero no el componente principal, con una parte electrónica contenida en todo momento, aunque un posible éxito similar bien entra en las cábalas.

Sorprende encontrarse con un disco de dos debutantes (María Soa y Sara Faro) tan bien armado y tan conseguido, tanto que no parece para nada su primer álbum. Solo habían dejado caer anteriormente tres singles, pero eso no oculta la realidad inesperada de este Acrópole. Con un discurso feminista, la intención de reescribir mitos femeninos desde otra perspectiva y una dedicatoria a “todas las que fueron hechas de olvido”, el dúo toma como punto de partida siete mitos clásicos griegos, los de Antígona, Cassandra, Dafne, Eco, Pandora, Syrinx y Lisístrata. Sus ocho canciones, más dos interludios, parten de la recuperación de melodías tradicionales para crear algo personal y especial, inspiradas en el canto de tradición oral, pero también influidas por el pop, la electrónica y la música clásica.