Manuel Calderón: «Descampados»
por Mercedes Martín
(Tusquets, 2023. 288 págs)
Dice Theodor Kallifatides en Un nuevo país al otro lado de mi ventana que el que emigra no sabe que en el nuevo país siempre lo tratarán como extranjero y que, aunque vuelva a casa, siempre se sentirá un extraño. Está condenado a no pertenecer a ninguna parte.
Calderón plantea el mismo callejón sin salida en Descampados, pero desde múltiples perspectivas. Desde el niño que juega al fútbol en un terreno baldío a las afueras de la ciudad, sin luz eléctrica, hasta que se hace de noche y el partido se acaba porque ya no se ve el balón, hasta el adulto que pasea con su hija y pretende transmitirle cierta sabiduría de la intemperie —sin éxito. Desde el desarraigo y la marginalidad libresca, pasando por la filosofía de Hegel, Nietzsche o Heidegger, a la música, la arquitectura y la poesía. El de Calderón es un libro total, un largo poema dedicado al desarraigo —¿pero cómo vivir desarraigado en una sociedad, en una época, en la que el máximo ideal es la identidad?—, un tratado, unas memorias, un planto, un libelo.
Descampados es una metáfora de la infancia, que Manuel Calderón pasó en la periferia de Alicante y Barcelona. No hay más que echar un vistazo a la periferia para saber que la igualdad es un propósito encomiable que empieza y acaba en los márgenes. Que hay incluso periferias de periferias, muros infranqueables, redes que no sostienen, sino que ahogan y obstáculos que no se superan por méritos propios.
El descampado es una metáfora del desarraigo porque Calderón nació en Andalucía y llegó a Cataluña con sus padres siendo un niño, pero nunca dejó de ser de fuera, un charnego, un ser inferior según algunos discursos públicos —como el del ex presidente Torra: “Hay algo freudiano en estas bestias. O un pequeño bache en su cadena de ADN. ¡Pobres individuos! Viven en un país del que lo desconocen todo: su cultura, sus tradiciones, su historia. Se pasean impermeables a cualquier evento que represente el hecho catalán. Les crea urticaria. Les rebota todo lo que no sea español y en castellano. Tienen nombre y apellidos las bestias. Todos conocemos alguna. Abundan las bestias. Viven, mueren y se multiplican.”
Y, por último, el descampado es también una metáfora de la libertad: la libertad del caos y la libertad de saber vivir con poco.
«No hay nada más alejado de las velitas perfumadas y de las lámparas íntimas de color hueso que la periferia, definida por el fluorescente y el ladrido de los perros.» Uno transita la periferia desde la infancia hasta la vejez, es «un sonido que perfora el alma: una moto —de poca cilindrada—, una tarde, abriéndose paso en la nada quemada por el sol.»
Sin embargo y a pesar de estos elogios hay momentos de una sorprendente bajeza moral, como cuando el autor afirma que cuneta, vocablo procedente del latin lacunetta, laguna, estanque, manso reposo de agua de lluvia, cuando es “utilizado para redundar el drama español” es “un género que es pura pereza intelectual”. “Quise hacer una recopilación de lo que se puede encontrar en una cuneta” y “lo único que encontré fue basura, ni siquiera basura histórica o emocional.”