Harold Bloom: “Falstaff. Lo mío es la vida», traducción de Ángel-Luis Pujante
por Ana Isabel Ballesteros
(Vaso Roto, 2020. 184 págs.)
El lector español es más afortunado que el norteamericano por contar, para leer estas opiniones de Bloom, con la mediación de un especialista en Shakespeare como el profesor Pujante, pues el conocido teórico de Harvard y de Yale reconoce no ser ni crítico ni especialista en el bardo inglés: sus agradecimientos iniciales a los ayudantes de edición parecen indicar por parte de estos una reagrupación u organización de las ideas y su preparación para imprimir el texto, no una contribución en términos de precisión en el uso de fuentes y citas, que el profesor Pujante sí señala.
Bloom, retirado ya de la vida académica más rigurosa pero aún con numerosos discípulos y con la tranquilidad de un estatus en la esfera cultural internacional, vertió en este libro unas ideas conformadas a lo largo de muchos años de lectura y reflexión, de conversaciones con colegas, como así mismo ancladas en concepciones propias, ajenas a pautas y metodologías estrictas, expuestas en muchos casos en obras anteriores incluso con los mismos ejemplos, sobre todo en El canon occidental y en Shakespeare: la invención de lo humano. Los capítulos, con su aire de ensayo relajado, de charla personal y a veces particular, de seguridad respecto a la buena acogida de sus juicios, recogen también en algún caso sentires y emociones ante determinados montajes de las obras shakesperianas con Falstaff como personaje, como así mismo respecto a alguno de los actores que lo han encarnado en la escena o su propia vivencia del papel.
El momento vital de Bloom se regocija y descansa en ese Falstaff que diciendo “lo mío es la vida”, en realidad expresa la mentalidad que subyace en nuestra sociedad en decadencia de modo más o menos camuflado, pero con gran fuerza y hasta violencia: “no moralices” (pág. 14), disfrutemos del presente hasta donde se nos deje abusar, que el futuro ya vendrá con sus imposiciones.
Para un judío con fondo freudiano, como Bloom, Falstaff es la exaltación del ello frente al superyó (“Falstaff es un niño grande”, pág. 96). Afirma, justamente, “Yo antes creía que Falstaff estaba libre del superego” (pág. 136), para más tarde comprender que su libertad era la libertad del actor, una forma de recreación similar a la de Cleopatra. En una suerte de “juego” de actuación se apoya para evadirse de sus responsabilidades, con todas sus consecuencias, ya visibles en su gordura ridícula, en el desprecio de que es objeto por parte de Hall cuando llega el momento de la “seriedad”, en la caterva de gentes de las que se rodea. Solo que, debería añadirse, si chorrea ingenio entre tales gentes y las contagia su chispa, digna de mejor uso, igualmente llena de falacias las obras en que comparece, como contraste. Pero es que las falacias, como las paradojas que esconden falacias, tan del gusto de Bloom como de Falstaff, son el ardid de quienes se saben demasiado limitados para procurar resultados de limpia lucidez y camuflan su medianía en brillantes fuegos de artificio, en derroche de palabras.Bloom insiste en que Falstaff teme el rechazo que de todos modos acabará sufriendo, y va insinuando capítulo tras capítulo que todos sus subterfugios para procurar modificar ese desenlace se tornarán inútiles, por más que en el entretanto hayan distraído, subyugado o cautivado. Con todo, estima que el rechazo a Falstaff “es un rechazo a nuestra propia voluntad de vivir” (pág. 168), y para el teórico americano el personaje lleva una bendición que el rey no podía quitarle. Como pocas veces, Bloom llama en auxilio de su postura ante el personaje a Blake, y un aserto suyo compartido en gran medida por Rimbaud: “El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría”.
También podría entenderse que si a Bloom le interesa tanto la figura de Falstaff, y se reconoce en cierta medida identificado con ella “cuando era más joven y estaba menos cansado, yo fantaseaba con ser Falstaff” (pág. 23), tal vez se deba a servirle de modelo en su propio ámbito: es bien conocida la tendencia de Bloom a emplear algunos de los trucos argumentativos del personaje shakespeariano, que pueden desconcertar al lector neófito: su tendencia a arrojar frases lapidarias, a etiquetar con intuiciones, sin argumentos sólidos, a arrinconar o desterrar de sí la humilde y específica tarea de la crítica literaria, consistente en un análisis de indicios y pruebas que faciliten al interesado juicios si no indiscutibles, por lo menos exactos. Como Falstaff, Bloom se impone con juegos verbales.
A Bloom parece interesarle cualquier escondrijo de sentido no mencionado explícitamente en las obras, y en especial todo lo referente a las relaciones humanas, a los vínculos de afecto y sus motivaciones. Influido por el psicoanálisis, procura ahondar en los elementos inconscientes de las conductas de los personajes y, con frecuencia, a falta de fundamentos, rellena sus afirmaciones con proyecciones propias, si bien cuando comenta sus hipótesis respecto a Shakespeare, como al porqué de su creciente preocupación por las enfermedades venéreas, reconoce la imposibilidad de verificarlas.El profesor Pujante resuelve en sus indispensables “notas del traductor” el reto que suponen los comentarios lingüísticos de Bloom sobre determinados pasajes de Shakespeare, comentarios dirigidos a sus lectores anglosajones y que suponen interpretaciones sumamente personales de los textos, con frecuencia diferentes de las verificadas por nuestro especialista y catedrático Pujante en sus versiones españolas editadas por Espasa Calpe… Parece como si el antiguo profesor de Yale, pese a haber predicado tanto contra Paul de Man y la escuela deconstructiva, finalmente hubiera caído en las tentaciones de esta corriente. Porque no se trata solo de su comprensión de fragmentos de Shakespeare, sino de los debidos a exégetas y a filósofos, e incluso de diversos textos bíblicos, como la famosa parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, al último de los cuales Bloom le enferma de lepra sistemáticamente cada vez que le menciona, cuando es bien sabido que en tal caso no podría permitirse el estar echado en el portal del rico esperando lo que cayera de su mesa, sino apartado de la población, y tampoco habría perros que le lamieran las llagas.
“Falstaff es tan desconcertante como Hamlet y de una variedad tan infinita como la de Cleopatra” (pág. 17). Con esta frase, no probada en este libro, anunciaba Bloom otro sobre la reina de Egipto.