Paula Fox: «Personajes desesperados»
por Mercedes Martín
SextoPiso, 2020. 208 págs.
Años sesenta. La novela comienza con una descripción aséptica y precisa de una mesa servida a la hora de la cena, “una cazuela de barro llena de higadillos de pollo salteados, tomates pelados y cortados en rodajas en una bandeja ovalada de porcelana que Sophie había encontrado en una tienda de antigüedades de Brooklyn Heights”, junto con la descripción de una librería con “entre otros volúmenes, las obras completas de Goethe y dos estantes de poetas franceses, y el reluciente canto de un secreter victoriano”. Los protagonistas conversan a la hora de la cena y ambas actividades, comer juntos y conversar, constituyen el núcleo duro de su vida marital.
Los Bentwood son un matrimonio de larga duración, sin hijos, con una casa en el centro de Nueva York y otra en Long Island con una hipoteca a largo plazo que ya apenas les supone una carga. Los higadillos de pollo descritos anteriormente junto a las obras completas de Goethe y la hipoteca nos van dando una idea de lo que quiere contar Fox: la vida cotidiana de la clase acomodada estadounidense, la relación civilizada y aburrida que esta pareja de cuarenta años mantiene entre ellos y el temor del mundo salvaje que les rodea. No tienen verdaderos amigos, solo relaciones cívicas con el vecindario. Las casas de la calle donde viven son descritas con orgullo, pero la pobreza está a solo unos metros más allá y eso los mantiene siempre alerta.
La novela se va centrando en Sophie. El aburrimiento de su higiene vital la lleva a cometer pequeños actos de traición contra la salud y contra su marido. Por ejemplo, da de comer a un gato callejero, en contra del consejo de su marido, lo acaricia, y efectivamente este la muerde. Así es como entran sus temores en la casa y pasan de ser vagas ensoñaciones a convertirse en una amenaza real: la pobreza y la suciedad penetran su mundo higiénico y seguro a través de la mordedura de un gato de la calle. La aparente ingenuidad de Sophie, que no duda en acariciar al gato, esconde en realidad la atracción fatal que siente hacia lo que le da miedo, que es a la vez lo único que le proporciona alguna emoción en su mortecino día a día. El gato “tenía la cabeza inmensa, como una calabaza, con carrillos prominentes, impúdica, grotesca.” Pero ella se niega una y otra vez a ir al médico y prefiere mantener vivo el terror de haber sido contagiada de la rabia.
Fox nos va relatando su vida cotidiana y el lector comprende poco a poco el aburrimiento que adormece a Sophie y probablemente también a su marido. Fox nos lo transmite a través de sus conversaciones desapegadas que no siguen un hilo conductor y pasan de un tema a otro sin mantener el interés, y a través de todos los objetos pulcros y selectos que los rodean. Su marido tampoco la ayuda a sentirse viva: es un personaje aburrido y temeroso del mundo para el cual sus comodidades tienen el efecto de un talismán al que se agarra patéticamente: “La casa tenía una honda solidez para Otto, que él sentía como una mano firme colocada en la rabadilla.”
Otras traiciones de Sophie a la civilizada e higiénica alianza que mantiene con Otto no son tan pequeñas. Nos enteramos de que Sophie hace tiempo tuvo una aventura con alguien que es presentado sin ninguna cualidad sexual, como todos los personajes de la novela. Francis es un hombre poco atractivo y poco interesante del que Sophie, inexplicablemente, se enamora. A los ojos del lector, este amor sin apetito se antoja un esfuerzo desesperado de la protagonista por sentir algo.
Aquel amor no cuajó y ahora a Sophie solo le queda la mordedura del gato. Poco a poco se irá obsesionando con que tiene la rabia, se agriará su carácter, el miedo se apoderará de ella y la novela naturalista dará un giro hacia el suspense y el terror. En este punto se nos plantea una nueva tesis: el terror como remedio del aburrimiento de las clases pudientes. Terror no solo a la miseria sino también a la enfermedad. Es el morboso espectáculo cotidiano del miedo y la miseria lo que les hace sentirse vivos.
“A través del cristal, vio el platillo. Ya tenía algunas motas de hollín. Había dejado de fumar en otoño, pero no parecía que sirviera de mucho. «No puedo volver a abrir la puerta», se dijo.”