Jonathan Littell: «Una vieja historia. (Nueva versión)»
por Mercedes Martín
(Galaxia Gutemberg, 2018)
Jonathan Littell parece empeñado en darle a la Humanidad lo que se merece: ponerle un espejo delante de los ojos. Cuando abrimos la novela, el catálogo de los horrores que se despliega ante nosotros puede funcionar como una advertencia sobre la humanidad que nos falta. Pero además, es una magnífica obra de arte porque Littell construye una alegoría de nuestro mundo y del sujeto desintegrado compleja e inquietante.En los videojuegos uno puede jugar un rol distinto cada vez y “vive” situaciones completamente inesperadas a la vuelta de la esquina. El jugador adopta un rol sin hacerse demasiadas preguntas, sin preguntar por ejemplo por qué estoy aquí, adónde vamos o de dónde venimos. El jugador es hombre o mujer, según el rol que adopte y juega, no tiene que hacer más, y mientras juega es otro, está ahí sin estar completamente, y puede salir por la puerta de atrás en cualquier momento. Es un sujeto desintegrado, difuso. Con la misma lógica que en los videojuegos, el narrador de Una vieja historia va corriendo por un pasillo oscuro vestido con un chándal como quien hace footing, hasta que abre una puerta y pasa. Un mundo nuevo le espera, un escenario donde puede pasar cualquier cosa. Ahora seguirá la corriente de lo que allí ocurra, sin hacerse preguntas, por ejemplo: qué hago aquí, quiénes son estos. Pero, hagan lo que hagan, sean quienes sean, la violencia se apoderará de ellos. No se trata de reflejar el mal, dice en una entrevista el autor, una de las pocas que concede, sino de reflejarnos.
El footing y el pasillo nos llevan de una escena a otra, que, aunque distintas, tienen en común algunos motivos que se repiten: la alfombra dorada bordada de hierbas verdes, la queja de una vecina por las caídas de tensión en el vecindario, el traje de baño, nadar, ducharse o mirarse en el espejo. Abrir una puerta y entrar en un mundo diferente que, en el fondo, es una versión del anterior. Volver a salir, dejar atrás la historia a medias, sin importar demasiado nada de lo que allí ocurra, ducharse, como un Poncio Pilatos moderno, ponerse el chándal y seguir corriendo.
¿Quiénes son los personajes? No lo sabemos. No tienen historia y no quieren justificarse, pero, asombrosamente, Littell les da una presencia física insoportable, uno puede ver a estas personas delante de sus ojos e incluso le resultan familiares.
Las puertas a los mundos nuevos, pero repetidos, y el footing son como el acto de navegar por internet. En internet asistimos cada día a historias diferentes (pero desalentadoramente parecidas) de las que nos desentendemos con un clic para continuar con nuestras vidas, igual que el corredor, que con la misma indiferencia con que participa en cada mundo, lo abandona.
Me pregunto por qué eligió Littell como medio de la narración a una persona que hace footing. Seguramente no es casual. Me acuerdo de aquel hombre, quizá un ejecutivo de la City, que hacía footing en un puente de Londres y, cuando una mujer pasó junto a él, la empujó a la carretera sin motivo. El vídeo salió en todos los periódicos. ¿Fue el deportista real del puente una inspiración para este corredor anónimo que nos lleva a través de la alegoría de Littell? No importa, en cualquier caso se trata de un Dante del siglo XXI en una Divina Comedia sin Paraíso y sin guía.