Eulalia Boya: «Te sienta bien la soledad»
por Ana Isabel Ballesteros
(Huerga&Fierro. Madrid, 2001)
El lector se adentra a través de estas páginas en una vida paradigmática pese a lo aparentemente poco convencional de su andadura, materia de estudio para sociólogos y para psicólogos: una mujer aprisionada en su juventud entre una madre dominante y un padre para quien parece invisible, una mujer que logra liberarse de las imposiciones y normas parentales y salta al disfrute de una vida propia, elegida, pero para caer en las trampas de los hombres de la generación anterior a la suya, las mismas trampas de las que, seguramente, el entorno familiar había procurado protegerla.Nacida su autora en la primera posguerra, en equidistancia con Tusquets y Puértolas, ha hablado como ellas de los desamores masculinos, y como Luisa Castro en La segunda mujer, de una peculiar relación entre un hombre casado, ya maduro, y una mujer bastante más joven.
Si el país natal y la infancia de la protagonista no se situaran en Italia, sino en España, cabría vislumbrar en este un ejemplo de la existencia y evolución de un tipo de mujer de su generación a través de la acumulación de rasgos característicos que van diseminándose a lo largo del relato: la tuberculosis infantil que tantos niños españoles padecieron en los años cuarenta, la educación en la obediencia a la autoridad de los padres de acuerdo con la concepción de debérsela de por vida, la orientación académica según una mentalidad pragmática, los trastornos emocionales por los cambios de colegio, las negaciones que acaban convirtiéndola en incapaz de acomodarse a las convenciones de noviazgo y matrimonio como cauce de salida del hogar paterno, y que la obligan a permanecer hasta los treinta años sometida a un régimen del que acaba por desasirse casi a la fuerza, en un tiempo cercano al del fin del régimen franquista.
Rotas las barreras familiares, en paralelismo con los efectos de la transición política en España, la protagonista se lanza a la búsqueda de lo anhelado en su fantasía, y pasa de practicar la enfermería en la clínica familiar a estudiar para convertirse en azafata de vuelo, a desempeñar pequeños papeles de actriz… pero se desenvuelve en sus nuevos círculos ignorante de todo aquello que se le negaba sin argumentos. La presión familiar, particularmente la materna con sus chantajes emocionales, no ha sabido instruirla para enfrentarse a los sentimientos propios y ajenos, ni para entenderlos, calibrarlos, prever sus resultados ni, mucho menos, dominarlos. Esta falta de formación sentimental la convierte en una pobre muchacha incapaz de ordenar sus emociones por sí misma, incapaz de reflexión respecto al porvenir, ansiosa de vivir todo lo negado, únicamente fiada de sus propias buenas intenciones, de sus buenos sentimientos y de su capacidad de entrega… y, desgraciadamente, también confiada en la bondad de los demás.
Así conoce a un hombre en cuyo primer encuentro ofrece al lector unas claves de personalidad y conducta que nunca variarán: en una nueva versión de cuento de hadas, es el extranjero que salva a la protagonista cuando hace autostop perdida en un extrarradio, pero una vez en el coche se aprecia que han sido sus piernas las que le han hecho detenerse, no su generosidad. Carente de conversación con ella, prolonga sin embargo el tiempo a su lado a la espera de poder obtener algún tipo de favor físico o de prepararlo para otra posible cita, y lo que en principio solo son indicios se transforman con el paso de las páginas en pruebas consistentes de su egoísmo para con ella, de su incapacidad para amarla pero también de su negativa a otorgarle el lugar correspondiente a una compañera vital: igual que no la llama sino “miguita”, la relegará siempre al puesto de cómplice de placeres durante vacaciones y otros momentos de recreo, no será para él sino alguien con quien satisfacer instintos básicos; la aparta de sí a la menor contrariedad, al menor roce, e incluso la abandona cuando ella se ha entregado a él y a sus necesidades hasta caer enferma por la sobrecarga de trabajo.En este hombre aparece representado el egoísmo masculino más feroz hacia una esposa que no acaba de serlo nunca porque él no cumple los votos matrimoniales del mundo occidental excepto en la fidelidad física debida, e incluso en esto la duda se despierta a cada paso. Se trata de uno de esos hombres que convierten en justas las reivindicaciones feministas, el tipo de hombre que niega a su mujer sus derechos, su estatus de esposa en igualdad de condiciones bajo el techo conyugal, como también le niega la maternidad.
Pero ella es una mujer con el gran vacío de un afecto paterno no experimentado pese a la presencia de su padre en el hogar familiar, y esa falta de maduración sentimental la lleva a llenar su anhelo de toda su vida con hombres que muestran autoridad, al menos en su apariencia o en algún rasgo dominante: por un lado, aquel hombre al que incluso llama “papaíto”, al que seguirá amando pese a todo, del que seguirá acordándose a diario durante el resto de su vida; por otro, un asesino encarcelado al que empieza visitando por compasión y que la acaba seduciendo; e incluso un sacerdote que ante la exigencia de elección, opta por mantener su estado y dejar de verla.
La protagonista ansiaba vivir, y vive. Luego rememora, y aun sintiendo el fracaso de todas sus relaciones, escribe con nostalgia pero en paz consigo misma, sin amarguras, porque, ciertamente, su primer objetivo está logrado, probar una vida distinta, sumergirse en algo diferente de los senderos trazados por sus padres y a los que pretendían atarla.
La novela avanza al ritmo de un diario en el que la narradora va relatando pasajes de su existencia, dirigidos en general a aquel marido que se divorció de ella dos veces, aunque en ocasiones la segunda persona narrativa se refiere a los otros hombres que en su vida dejaron alguna impronta: su primer amor, Ettore, Alessio y Bruno.
La narradora acierta en la dosificación de los datos. La historia va avanzando sin sentir, porque está desde el principio, se asoma en insinuaciones de prolepsis, pero se retarda su explicación, se conjuga con la interioridad de los fantasmas interiores, la caperucita inocente acosada por los lobos.
Solo en las últimas páginas el lector avizora que algún asunto le resulta demasiado doloroso a la narradora para la franqueza, para usar la misma franqueza con que afronta los momentos más ásperos de su vida. Y también en esto el relato aparece cargado de vida, de emoción y de autenticidad.