Fernando Aramburu: «Patria»
por Mercedes Martín
Tusquets Editores, 2016
Resulta inquietante saber que el miedo y el dolor se graban en las células. La ciencia lo ha probado. Hasta hoy nadie sabía hasta qué punto el sufrimiento nos marca. Además, frases como “se me ha roto el corazón” o “me duele el alma” no son solo metáforas, sino que están llenas de verdad porque resulta que el corazón se rompe literalmente por culpa de un trauma terrible y los que sufren una pérdida pueden sentir un dolor anímico.Sucede pues que el miedo se aprende. Uno aprende a tener miedo a base de padecerlo porque el miedo y el dolor crean conexiones neuronales nuevas y resistentes y, ahora lo sabemos, también dejan su huella en los genes. Se heredan. Existe, sin embargo, un mecanismo psicológico que nos libera de este círculo vicioso y se llama resiliencia. Las sociedades que han estado sometidas a la violencia y el miedo, pueden reinventarse también. Pero, ¿cuál es el camino de la reinvención? Yo no lo sé a ciencia cierta, solo sospecho que tiene que ver más con los sentimientos que con las leyes.
Fernando Aramburu apela a los sentimientos, por eso ha escrito una novela y no un ensayo. Con Patria el autor pretende que nos pongamos en el lugar del otro, del que sufre, no del que empuña un arma, sino de todos los que, con la violencia, pierden a un familiar y son señalados. Quiere que nos pongamos en el lugar de los que temen por sus vidas, de los apestados en su propio pueblo, de los cobardes que miran a otro lado, que cooperan sin saberlo o sin quererlo, porque consienten que se instale el miedo.Bittori y Miren, las protagonistas, eran amigas antes de que el brazo ejecutor de ETA matara al marido de la primera. Ahí empezó el calvario para ellas. Bittori se tuvo que ir del pueblo, y al cabo de los años vuelve solo de visita y de noche, para que no la vean. Miren vive todavía allí, a ella no le mataron a nadie, pero su hijo está en la cárcel por pertenecer a ETA, por “la lucha armada”, como lo llama ella. Ambas mujeres representan los dos bandos, con todo su rencor, su sufrimiento y su odio. Representan la división social, el enfrentamiento, y mientras no se pongan en el lugar de la otra, la división continuará. Su pena, pero también su responsabilidad, son analizados en cada uno de sus actos y palabras. Porque uno también es responsable de perpetuar el sufrimiento y el odio, de no intentar salir del círculo.
Es una novela difícil de escribir porque no se puede hablar del asesinato sin tomar partido y es difícil que no se note la tesis subyacente. Por ello, el autor optó por la técnica del monólogo interior: el lector escucha la mayor parte del tiempo el diálogo que mantienen esas mujeres consigo mismas, para evitar que juzguemos el problema desde fuera. Mujeres sacrificadas, víctimas, pero hasta cierto punto victimarias, por el odio que albergan y reproducen, sin intentar perdonar. El lector verá si la novela llega allá donde pretende.