TancrediDos finales, una ideaPor Jorge Barraca Mairal TANCREDI
Música de Gioachino Rossini. Libreto de Gaetano Rossi. Dirección Musical: Riccardo Frizza. Dirección de Escena, Escenógrafo y Figurinista: Yannis Kokkos. Iluminador: Guido Levi. Dramaturga: Anne Blancard. Intérpretes: Bruce Sledge / José Manuel Zapata (Argirio), Daniela Barcellona / Ewa Podles (Tancredi), Umberto Chiummo / Giovanni Battista Parodi (Orbazzano), Patrizia Ciofi / Mariola Cantarero (Amenaide), Marina Rodríguez-Cusi (Isaura), Marisa Martins (Roggiero). Orquesta Titular del Teatro Real (Orquesta Sinfónica de Madrid). Madrid. Nueva Producción del Teatro Real, en coproducción con el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, el Teatro de la Maestranza de Sevilla y con el Teatro Regio de Turín. Funciones del 5 al 22 de diciembre de 2007. Fotografía: Javier del Real
Aunque realmente dar con la ópera más absurda por los malentendidos que se suceden en su argumento no es cosa fácil, sin duda Tancredi alcanzaría un puesto de honor en tal ranking. Casi toda su tensión dramática se esfumaría si Amenaide explicase en un par de frases a su padre (Argirio) y a su enamorado (Tancredi) cuál es el origen de sus temores y la confusión; por supuesto, en tal caso la obra se acabaría demasiado pronto. Afortunadamente no es así, y la necedad generalizada de los protagonistas permite a Rossini tener tiempo para ofrecer una serie de arias, número corales, dúos, tercetos y concertantes de enorme belleza y efecto. Tancredi se convierte de este modo en una ópera de despliegue belcantista, en que la trama no es más que una endeble excusa para configurar unos climas dramáticos adecuados para la expresividad musical. De lo anterior se deriva el hecho de que acabar con un final feliz o triste no revista excesiva importancia. Después de semejante conjunto de disparates, tan justificado está el uno como el otro. Y lo bueno de estas funciones del Real radica, precisamente, en que ofrece ambos desenlaces (amén de algunas variantes previas) y que la música compuesta por Rossini para cada uno de ellos es harto distinta. Tradicionalmente, el final dichoso (Venecia) ha sido el preponderante; sin embargo, tras su relanzamiento, el infeliz (Ferrara) ha despertado mayor interés y ha acabado por considerarse el más conveniente con el espíritu musical. La plasmación escenográfica de esta tetraproducción (Real, Liceo, Maestranza, Regio de Turín) se ha encargado a Yannis Kokkos, factotum que acomete tanto la vez la dirección de escena como la escenografía y hasta los figurines. El planteamiento de Kokkos consiste en recrear un mundo naife, similar a una ensoñación infantil, y por eso se sirve de marionetas, fondos elementales (como si de recortables se tratase), caballos rampantes estáticos y movimientos corales mecánicos y simples. Es verdad que las marionetas recuerdan los "puppi" típicos de Sicilia y, en ese sentido, se ambienta adecuadamente. La cosa puede tener un poco de gracia al principio, pero al cabo se torna repetitiva y deja de resultar novedosa. Es una idea, sí, pero sobre todo eso: una. Por otro lado, la intervención de las marionetas acaba por volverse irritante cuando empiezan a interactuar con los cantantes, distraen de la acción y distorsionan el efecto de la música de Rossini, que —como toda la de los genios— gana cuando la dejan volar libremente y sin interferencias. Es verdad, igualmente, que el segundo acto, con una menor presencia de muñecos y un mayor cuidado en la iluminación, casi siempre delicada, se alcanza un mejor maridaje entre realización escenográfica y partitura. Por ejemplo, la escena en que Amenaide debe enfrentarse con su encierro y condena a muerte son, probablemente, las mejor plasmadas. Musicalmente, Riccardo Frizza planteó un Rossini algo estático, sin la vibración que le conviene. Es verdad que las dinámicas y los crescendi estuvieron bien resueltos, y también que acompañó a las voces con atención y cuidado; sin embargo, faltó empuje, hálito interior, y la construcción de una tensión dramática que se resuelva al final de la ópera. El coro tuvo que cantar con máscaras sobre el rostro; no obstante, mantuvo una buena afinación y solvencia. Buena labor por tanto de su responsable Jordi Casas Bayer. En el elenco vocal se alternaron los cantantes que ofrecían la versión de Venecia y la de Ferrara. Del primero hay que destacar el oficio de Daniella Barcellona que encarnó a un seguro Tancredi, con una línea de canto muy personal pero sin la brillantez de otras ocasiones. Ciofi fue una Amenaide extraordinaria, con una coloratura prácticamente perfecta, de agudos bellísimos, aunque sin un completo equilibrio a lo largo de todo el registro. No obstante, considerando la dificultad del papel, su actuación fue más que sobresaliente. Bruce Sledge fue un Argirio algo justo, aunque siempre solvente. El Orbazzano de Umberto Chiummo también fue bueno, aunque la voz carece de la rotundidad en el grave que redondearía su concurso. Marina Rodríguez-Cusi aprovechó su aria del Acto II para dejar muestras de su calidad artística. Por su parte, en las voces de la versión de Ferrara
destacó la singularidad de la Podles, con su instrumento de contraltato,
tan distinto del de Barcellona (y, sin duda, de más empaque) y
una línea más definida de canto en el estilo rossiniano.
Zapata fue un magnífico Argirio, más brillante que el dibujado
por Sledge. La Amenaide de Mariola Cantarero fue también una contrapartida
a la de Ciofi: voz más lírica y con cuerpo, pero con más
problemas en las agilidades. Por último, Giovanni Battista Parodi,
en el Orbazzano, se reveló como un cantante de interesante potencial. |
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29 - Enero de 2008 |
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