Diálogos de Carmelitas
Por Jorge Barraca Mairal
Música de Francis Poulenc
Libreto basado en la obra de Georges Bernanos
Director musical: Jesús López Cobos
Director de escena: Robert Carsen
Escenógrafo: Michael Levine
Figurinista: Falk Bauer
Iluminador: Jean Kalman
Intépretes: Christopher Robertson (El Marqués de La Force), Andrea Rost (Blanche de La Force), William Burden (El Caballero de La Force), Raina Kabaivanska (Madame de Croissy), Gwynne Geyer (Madame Lidoine), Barbara Dever (Madre Marie de L'Incarnation), Patricia Petibon (Sor Constance), Emilio Sánchez (El Capellán del Carmelo).
Coro y Orquesta Titular del Teatro Real (Coro y Orquesta Sinfónica de Madrid).
Madrid, Teatro Real, del 8 al 30 de junio de 2006.
No siempre resulta fácil encontrar una obra del repertorio
artístico contemporáneo, sea en el género que sea,
que reciba la aclamación de la crítica y del público
con independencia de sus respectivas tendencias ideológicas,
me refiero a una obra que forme parte de las juzgadas obras maestras
y que, además, exprese de modo fiel algún aspecto de la
espiritualidad cristiana. Diálogo de carmelitas responde a este
perfil: en la obra se tratan, de modo sencillo, los temas de la comunión
de los santos, del poder de la Gracia para lograr sobreponerse a las
debilidades humanas, la alegría de vivir de acuerdo con una visión
providencialista, el porqué de una vida dedicada a la oración…
La
ópera está basada en unos sucesos reales de la época
llamada "del terror", cuando el régimen de Robespierre
prohibió la vida en los conventos y mandó guillotinar
a miles de religiosos. En concreto, la ópera se refiere a una
comunidad de dieciséis carmelitas de la ciudad de Compiegne,
a las que se persiguió después de despojarlas de todo
hasta condenarlas a muerte en julio de 1794. En 1906 Pío X las
beatificó. Los personajes de Diálogos de carmelitas son
recreación de los autores implicados: George Bernanos escribió
poco antes de morir un guión a partir de La última en
el cadalso, que era una novela de Gertrud von Le Fort publicada en 1931,
y el libreto realizado por el compositor Francis Poulenc en colaboración
con Emmet Lavery, a su vez, sintetiza el guión original de Bernanos.
El montaje de Michael Levine se acoge a las teorías que basan
la concepción teatral en sus elementos específicos y diferenciadores,
es decir, en el trabajo del actor y su presencia física. De esta
manera, son sobre todo los actores los que configuran la escenografía
y se ocupan de presentar una ambientación más referida
al mundo de las emociones experimentadas por los personajes que a los
espacios físicos en los que se sitúa la acción.
Así, cuando, en las primeras escenas, Blanche está aún
en casa de su padre y, por lo tanto, vive en "el mundo", al
espectador no se le ofrece una sala amueblada conforme a los gustos
nobiliarios dieciochescos, sino una masa de actores que rodean y miran
a los protagonistas. De hecho ese "mundo", esos hombres y
esa multitud entre la que vive y que prepara la Revolución es
la que atemoriza a Blanche y la que le impulsa hacia la vida retirada,
no los bellos espacios del castillo de su padre. De acuerdo con esta
perspectiva, el fondo y laterales del escenario se visten sencillamente
de negro y la iluminación sombría diseñada por
Jean Kalman que en otros montajes resulta inadecuada encuentran aquí
su razón de ser.
Más adelante, cuando Blanche mantenga su diálogo con la
superiora en el locutorio del convento de carmelitas, serán las
actrices encargadas de
interpretar a las monjas de la comunidad quienes, de rodillas y con
las manos juntas en actitud orante, representen y ambienten el espacio,
más espiritual que físico. De hecho, certifican con su
postura las palabras con que la superiora defina la vocación
que justifica su tipo de vida: una vocación volcada en la oración,
una vocación incomprensible y tachada de inútil por muchos.
La escasa iluminación en la mayor parte de las escenas conventuales
hablan también de la austeridad y hasta dureza de la vida en
el claustro.
Del mismo modo, cuando el hermano de Blanche acuda al convento para
pedirle a Blanche que salga de él y acompañe a su padre,
al que ha de dejar solo para ir a la guerra, las posturas irreconciliables
de los dos hermanos se manifiestan escénicamente por medio de
una fila de actores interpuestos, a modo de muro, entre los dos.
Si la escasez de la iluminación en las primeras escenas reflejaba
los temores de Blanche, la amenaza continua de los sucesos revolucionarios
que se estaban fraguando, la escasa iluminación en la mayor parte
de las escenas conventuales hablan también de la austeridad y
hasta dureza de la vida en el claustro. En muy escasas ocasiones la
iluminación indica alegría, pero sin duda se contagia
de la que constituye rasgo esencial de una novicia llamada Constance,
en una escena en que ella y Blanche hablan sobre la muerte, a propósito
de encontrarse la superiora en sus últimos momentos. Constance
es el contrapunto de Blanche por su sencillez, por su falta de temor
ante la muerte e incluso su alegre aceptación ante la posibilidad
de morir joven.
También los escasos accesorios, lo mismo que los figurines de
Falk Bauer utilizados en este montaje resultan significativos y orientativos
para el espectador, precisamente en razón de su cuidadosa selección:
no en vano son flores de colores alegres las que preparan las novicias
para la tumba de la superiora en un atrezzo dominado por los colores
blanco y negro, sólo rotos al principio de la obra por los que
llevan los familiares de Blanche, como reflejo de tratarse de personajes
mundanos. Blancas serán las túnicas que vistan las monjas
en el momento de la ejecución, símbolo su pureza y de
su digna entrada en el Paraíso.
Hay que entender que para los cantantes líricos supone todo un
reto enfrentarse al canto-declamación que exige Carmelitas, pues
el parlato dificulta desplegar la voz y articular de forma convencional;
lo que se gana en relato y narración de detalles se pierde en
recursos canoros y supone un enorme esfuerzo de cara a la colocación
de la voz y también por la extensión del texto.
El tono negro y gris de la música de Poulenc encuentra sus únicos
momentos de belleza sonora, de lirismo, en el canto de los rezos en
latín; es entonces cuando el oyente parece hallar un reflejo
de otro mundo, menos agrio, más luminoso, y el compositor consigue
así un efecto sonoro que transmite magistralmente sus intenciones.
López Cobos sabe moverse perfectamente por ambos mundos —el
terreno y el celestial— y logró una magnífica respuesta
de la Sinfónica de Madrid. El dramatismo que alcanza con la orquesta
en la escena final conmociona más al público que las ideas
del director de escena para el martirio de las monjas.
El elenco vocal también contribuye al efectismo
de la producción. Para empezar, Andrea Rost supo transmitir perfectamente
el desasosiego, el miedo y la fragilidad de Blanche de La Force; con
una línea de canto puro, pero preñada de tensión,
pinta a una protagonista que se debate con enorme sufrimiento entre
la vida mundana y el camino de lo excelso al acompañar a la muerte
a sus compañeras de claustro. A su lado, contrasta la voz más
ligera y desprovista de esas ambivalencias de Patricia Petibon, excelente
en su actuación como la monja campesina Sor Constante.
La madre superiora (Madame de Corissy) de la Kabaivanska fue un lujo
impagable. La encarnación de la soprano búlgara de esta
monja con dudas de fe en su agonía, con esa voz quebrada, resultó
idónea para la caracterización. Su vejez, su autoridad
en escena y hasta su aspecto físico permitieron que la identificación
fuese la mejor del montaje.
Buenas igualmente la Madre Marie de Barbara Dever y la Madame Lidoine
de Gwynne Geller. Eficaces en los roles masculinos Christopher Robertson,
William Burden y Emilio Sánchez. Soberbiamente armonizadas las
voces del resto del grupo de carmelitas. Y buen trabajo del coro-figurantes.
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