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Raúl Quinto: La flor de la torturaRenacimiento. Sevilla, 2008, 82 págs.Por Alberto García-Teresa A través de una peculiar pero muy lograda tensión, de una sólida posición de la que no pierde pie ni intensidad, Raúl Quinto ofrece un poemario (que conserva una fuerte conciencia de unidad) de violenta expresividad, muy descarnado, que penetra en la dicotomía entre belleza y putrefacción, entre hermosura y degradación. El poeta utiliza el verso libre con un ritmo muy trabajado, lento, acorde con el carácter de los poemas. Ese tono, muy logrado, navega entre lo meditativo, lo macabro y lo oscuro. La muerte se adentra y cala en la realidad, pero se trata de una presencia elegante, exquisita; refundadora, en última instancia. En esa delicada tensión (como la "boca entreabierta que susurra «cáncer» / detenida en un beso"), ese contenido decadentismo (qué ilustrativo al respecto, sobre su filiación, resulta el expresivo verso "la belleza es la muerte") se mantiene a lo largo de sus páginas. De hecho, revela que "existe un puente entre el dolor / y la belleza", y Quinto decide introducirse y balancearse sobre él. Por eso se detiene mucho en describir los límites, el punto final de los cuerpos (es muy significativo el párpado como símbolo) e, igualmente, la cicatrización es un elemento clave, pues sirve de enlace entre ambos estadios. Es la posición que se balancea entre la descomposición y el dolor, por un lado, y la salud y la belleza. Uno de los ejes básicos de este volumen puede ser el valor de la destrucción como elemento regenerador, como acontecimiento purgativo. Establece Quinto una interpretación que, en definitiva, la otorga la capacidad de ser una vía iluminativa (de ahí el propio juego léxico con las llamas, con el fuego): "una quemadura reconstruye mi cuerpo". Así, llega a tratar la belleza de la destrucción, de la mutilación: "Porque busco el desgarro, / la cicatriz abierta, su conciencia. / Arrancar con los dientes / esta red extendida entre las cosas. / Y el dolor es la senda". Marcha por el delicado filo del sadismo, pero no focaliza el hecho violento (ni la sangre, que no aparece), sino la capacidad de reconstrucción, ese nuevo mundo que se instala tras el desastre. Quinto se detiene en el miedo, que atenaza y electrifica al mismo tiempo ese momento. El poeta parece pretender descubrir un nuevo espacio. Busca descender al nadir de la oscuridad (de ahí la desmembración de los cuerpos, la absorbente presencia de huesos y músculos), y navega por esa dimensión para observar qué queda ahí, cuando todo está arrasado, en la desolación fúnebre que lo rodea. Allí, ya "no queda nada que decir", pues "no existen sombras / en las entrañas de la sombra". También se encuentran una serie de poemas que, sacadas del contexto del poemario, entendidas como piezas autónomas, serían puramente decadentistas, con todos sus elementos canónicos, pero que, integrados en el volumen, aportan una sutil matización. Se debe destacar, sobre todo, el gran trabajo ejecutado en el desarrollo de los conceptos, que, por su rica ambigüedad y su potencia, logran dotar al libro de notable fuerza. La singular y pulida disposición de la imaginería macabra, muy física, se constituye finalmente en el otro poderosísimo elemento donde Quinto se apoya para obtener una obra de gran potencia y fuerza. Quizá una buena muestra del contenido del volumen sea la siguiente imagen, que resulta muy representativa de la atmósfera y tono plasmados en el poemario: "sus raíles / son mi columna vertebral / extendida en la noche / como un tajo nervioso de navaja". En ella, podemos apreciar el ambiente tétrico, violento, que remite una y otra vez al frío, a la muerte, y al propio cuerpo humano desmembrado. Poco a poco, conforme el lector comprende y se sumerge el universo en el cual se mueve el poeta, es capaz de desplazarse con atención en la inquietante y subyugante atmósfera que redondea la obra. Sin duda, se trata de un poemario que no deja al lector en el mismo lugar donde estaba antes de que se adentrase en sus páginas. |
Nº
42 - Febrero de 2009 |
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