Francisco Solano: Rastros de nadie
Editorial Siruela, Madrid 2006, 177 páginas.
La escritura y la diferencia
PorÁngel García Galiano
La plenitud formal y creadora de un escritor, dueño de un portentoso estilo y un acuciante
mundo propio, se reconoce, entre otras cosas, porque desde la primera línea de un libro
se sabe a dónde va el texto, y de dónde viene. Es una extraña y maravillosa
sensación de lectura, mediante la cual uno se da cuenta de que cada párrafo es un
holograma de la totalidad, que a su vez es una parte, con sentido y coherencia, del vasto dominio
narrativo de su autor.
Francisco Solano es el artífice de una bajada a los infiernos inquietante y sombría, La
noche mineral, de una novela epistolar sobre la incapacidad de conocer los resortes más profundos
del otro, del prójimo, Una cabeza de rape, así como de un libro “de viajes”, Bajo
las nubes de México, en la estela lúcida, honda y reflexiva de las grandes obras contemporáneas
de ese género híbrido, como Danubio y Microcosmos, de Claudio Magris, o Marca
de agua. Apuntes venecianos, de J. Brodsky. Dueño de una prosa fluente y rotunda, lírica
y arborescente en su sutil organización sintáctica -es decir, anímica-, se convierte,
como ya escribí en otro sitio, en uno de los prosistas más a tener en cuenta.
Así, esta novela, Rastros de nadie, la tercera de Francisco Solano, remite formal y temáticamente
a las dos anteriores, La noche mineral y Una cabeza de rape, a la vez que las asimila y
supera. Con creces.
De la primera, aquel recorrido a los submundos de la conciencia alentados por el terror de la indigencia
y la desolación, el autor se permite extraer, como en crisol, la vertebración objetivada
de aquel miedo, a la soledad, a la intemperie del desvarío, a la errancia sin sentido. De la segunda,
una majestuosa, sinfónica novela epistolar sobre la sospecha, recoge parte de la estructura, como
luego veremos, y el juego de voces que juzgan, en el aire, más que a las personas, a los textos
que van dejando consignados esas personas, como rastros de un alguien evanescente e inasible.
Rastros de nadie se presenta en tres partes y asume una estructura de cajas chinas en que la escritura
se escribe a sí misma en un ejercicio propedéutico, reflexivo, que nace de una honda y
muy pensada meditación tres temas sañudamente literarios: el hecho de escribir, el de leer,
el de escribir sobre lo leído, es decir, la escritura, la lectura y la crítica.
El primer narrador de este texto germinativo es un escritor autofágico, que utiliza la literatura,
el trenzado de las palabras, por mejor decir, para mirar el mundo, ver de comprenderlo, comprenderse
y, al hacerlo, disolverse. Dice sobre su “absurda” y prometeica tarea: “Quería
resignarme a la estéril monotonía, como una tierra empeñada en no fructificar, y
corromper las semillas que la imaginación negligentemente esparce por el aire. Sólo quería
respirar, saber qué es respirar, sin que nadie oyera mi rumorosa angustia por llegar a la luz.
Quería conocer la impugnación de lo real, y de este modo aclimatar el alma al silencio
más perfecto, a la más perfecta desolación”
El origen de esta escritura sin dueño remite, sucesivamente, al espacio desasistido de una casa
sin pasado propio, de una vida sin relieve ni trascendencia, en un Madrid en el que aún retumban
las pisadas de hace décadas: el noviazgo de los padres y su declaración de tiempo compartido;
el sótano del tío Venancio, perdedor de la guerra, muerto en vida, desde cuya bola de cristal
nevado, como en el grabado de Escher, acaso podamos vislumbrar el rostro sin destino del autor; su “antimatrimonio” con
Fabia; hasta dejar como legado de “esa nada” la propia escritura de este texto abandonado
en un cajón de una casa deshabitada.
El leit motiv que propicia la escritura, el origen de estas cajas chinas, nace de un texto también
anónimo que el protagonista narrador se encuentra en su buzón, una requisitoria en forma
de epístola que, al descubrirla multiplicada entre el vecindario, evidencia su carácter
desesperadamente literario, no biográfico. Ella es la clave de lectura del propio texto anónimo,
en esa ambigua y calculada fractura donde la vida se descompone para dar paso a la germinación
literaria.
El segundo texto asume la condición del manuscrito encontrado, y es la respuesta que un crítico
da al texto anónimo enviado a una agencia editorial. El crítico, un profesor de Teoría
de la Literatura esboza en su texto una suasoria seducción, perfectamente personalizada, y se
sirve de la literatura, del texto anónimo encontrado, no sólo para reescribirlo, sino para
reescribir su propio pasado y su relación con la que sigue creyendo la mujer de su vida o, como
el dice, con los “residuos de un amor olvidado”.
La tercera parte de la novela, última vuelta de tuerca, es la respuesta del marido de la agente
literaria al profesor. Todo un ejercicio de prestidigitación literaria en estado puro.
Las tres preguntas de Sartre, qué, por qué y a quién escribir, retumban en el texto
de Solano y emiten una pregunta previa y necesaria: ¿quién escribe? O como dice él
mismo: ¿Se puede escribir para ocultarse en las palabras, para no ser nadie? Como el astuto griego
ante la pregunta de Polifemo, Solano parece responder: “Nadie escribe”. La escritura se escribe,
más aún, escribir como verbo intransitivo, que forma una suerte de “juego de espejos
que se desplazan”, tal como definió Borges a la también apócrifa novela que
decía reseñar, El acercamiento a Almotasim.
En Rastros de nadie, Almotasin, el buscador de amparo borgiano, sería el Hombre mismo hecho
Escritura, no la palabra hecha carne, sino la carne ya solo y siempre palabra, eternidad de voces que
se anhelan, se enredan, se yuxtaponen en un ejercicio en el que la Retórica asume y acaso sustituye
a la responsabilidad de la Metafísica. Ejercicio de meditación en que la frase pesa porque
cada palabra se ha ponderado en el fielato preciso de su campo asociativo y simbólico. Al cabo,
la respuesta está en el centro mismo del texto, es decir, en el final de la carta de Leandro,
que recibe el narrador: “Tal vez la mejor forma será no volver jamás a tener tratos
conmigo mismo”.
Una novela compuesta de manera orgánica, germinativa, que plantea una respuesta retórica,
estética (¿quién escribe?) a la gran pregunta ontológica (¿quién
soy yo?).
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