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ANTONIO GRACIA, Devastaciones, sueños,Madrid, Literaturas.com Libros, 2005, 82 pp.Por Ángel Luis Luján LA CONDICIÓN MORTALUna profunda y estremecedora meditación sobre la condición mortal del hombre y la capacidad de la palabra poética para rescatar del olvido y de la devastación no sólo la vida personal sino el ineludible grado de eternidad que habita en cada gesto humano, en cada acto del hombre. Un libro memorable, que hace efectivo y compartido con el lector el ideal que encierra en sus páginas. Para la aparición de este libro ha sido necesario que confluyan dos inconformismos y dos posturas marginadas en muchos sentidos, e incómodas para el estatus literario. Por una parte, el autor, Antonio Gracia, cuyo nombre fue el centro de una sonada polémica por la retirada del influyente (y muchas veces manipulado) premio Loewe de poesía, y cuya imagen fue pública e injustamente vapuleada en diversos medios de comunicación. Por otra parte, la recién estrenada editorial "Literaturas.com Libros" viene a incordiar los cauces establecidos por el sistema literario para introducir productos renovadores y de calidad, que no tienen cabida en las estrategias de mercado a que se está quedando reducido el "gran" mundo editorial. De no ser por esta afortunada conjunción, el libro de Antonio Gracia seguiría viviendo en una tierra de nadie, pues no sólo se le negó el Loewe, sino que tampoco le fue permitida la publicación de la versión que el autor daba por definitiva (la que ahora tenemos en nuestras manos) por parte de las autoridades de Almendralejo. Y en verdad no es mal lugar ese espacio indefinido, ese terreno desdibujado y sin cartografiar para un libro que se sitúa en la encrucijada entre la vida y la muerte, entre lo que se pierde y lo que se niega a pasar definitivamente, entre la devastación y el sueño, la destrucción del tiempo y la salvación de las vivencias en la palabra imaginada, como testimonia la cita introductoria de Thomas Mann: «El hecho de que la muerte acabe con la vida no significa que dejemos de existir». El instrumento con que Antonio Gracia se acerca a este espacio ambiguo, siempre a punto de ser clausurado, pero siempre renovándose, es el de la reflexión. Estamos ante un poeta hondamente meditador, como ha demostrado a lo largo de su trayectoria, y el libro que leemos demuestra una decidida y trabajada madurez en ese ascenso para alcanzar la cumbre de la reflexión absoluta. El epílogo que cierra el libro y que lleva por título «Del autor al lector» no deja dudas por lo que respecta a esa confluencia entre poesía y filosofía: «La poesía es una filosofía liberada del silogismo: una intuición silogística sin premisas nacida de la introspección» (p. 79). Una de las cuatro partes de que se compone el libro, la tercera en concreto, lleva por título «De la consolación por la poesía», remedando el título de la conocida obra del pensador Boecio. La poesía se presenta como el intento recurrente de ordenar el caos, y el poeta, como quería Heidegger, como un pastor del ser, cuya contemplación, de un distanciamiento interior, da sentido al instante que pasa y a la vida en su totalidad: «y certifica que soy yo quien mira / y ordena el caos con su contemplación» (p. 19). Este ordenar la experiencia significa al mismo tiempo ofrecer una trascendencia a la vivencia a través de la experiencia de la belleza, que evidencia como un destello la presencia de la eternidad en la vida y en la materia; deseo de trascendencia que se hace eco de la pregunta luisiana: «¿Cuándo será que pueda.?» (p. 21). La precisión, la serenidad, la maestría en los metros y los ritmos que demuestra el autor no esconden, sino que ponen más de manifiesto, la realidad de que nos encontramos ante un libro cuyos contrastes se resuelven en un discurrir dialéctico que no altera la superficie tersa del discurso. En verdad, ese movimiento hacia el rescate y ordenación de la realidad del que he hablado procede, por reacción, precisamente de la conciencia, instalada en el corazón mismo de la vivencia, del acabamiento, de la amenaza que supone la muerte. De esta manera, superando una fácil antinomia, muerte y vida se presentan como las dos caras de la misma moneda, y es entonces cuando el libro de Antonio Gracia se eleva a la categoría de cosmogonía, en cuanto describe un universo en tensión y en lucha, un universo que pugna por una explicación ante el sinsentido de la nada; explicación que, de alguna manera, viene alcanzada en ese suave fluir del verso propiciado por el uso del encabalgamiento y por el tono de noble aceptación que desprende todo el libro, a la manera estoica. Véase, por ejemplo, el estupendo «De la furtiva eternidad» (p. 71). El léxico que puebla el libro es elemental y cósmico: nos habla de cielo, astros, universo, infierno, dolor... Me interesa destacar, especialmente, la imagen de la semilla, que aparece de manera recurrente y que nos habla de ese ciclo de muerte y renacimiento que rige toda cosmogonía: «No temo tu llegada [de la muerte]; yo te doy / el ancho surco en que sembré infinitos» (p. 73). El fondo mítico del libro está sabiamente dosificado y conjugado con descripciones de una naturaleza serena que invitan a la contemplación en profundidad, en un perfecto equilibrio entre descripción y meditación. Incluso cuando la reflexión tiene como objeto su propia futilidad, estamos ante un acto puro de contemplación que engendra pensamiento y se funde con él. Me estoy refiriendo al poema «La metafísica», en el que la mujer que tiende la ropa, emblema de la madre y de la donadora de vida, contrasta con la esterilidad de la meditación del poeta que no engendra nada: «regreso sintiendo la vergüenza / del hombre ensimismado» (p. 22). Otra imagen clave para entender el libro es la que forma la paronomasia «efigie» / «esfinge», pues la realidad, como en la mejor tradición simbolista, se nos presenta como un haz de enigmáticas correspondencias, pero con la particularidad de que aquí el contemplador forma parte de ese mismo entramado, y tiene que ser así para que pueda pasar a formar parte de ese ciclo cósmico en el que escapará a la muerte. De esta manera, poesía y realidad son espejos que se reflejan mutuamente, de ahí el carácter borgiano que tiene el cierre del libro: «Aunque creo que en algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia» (p. 80), y la confianza en la poesía como donadora de la verdadera eternidad: «Tantas vidas he sido y tantas he de ser / que se me otorga, al fin, la eternidad» (p. 48). En definitiva, Devastaciones, sueños , de Antonio Gracia, se presenta como un intenso vanitas vanitatum o memento mori pero sin los aditamentos barrocos que acompañan al tópico. Muy al contrario, el libro es de una clasicidad que no niega lo visionario, y una apuesta decidida por el poder de la palabra, por una salvación que vemos concentrada en el magnífico poema que cierra el libro y que constituye una versión del emblemático «If», de Kipling. Se trata en ambos casos de una afirmación de la voluntad de vivir y ser, pero mientras que en Kipling se promete la posesión de la tierra y de la esencia del hombre, entendida casi como masculinidad, aquí se promete algo más sutil: el orden de las cosas, la quietud, una visión interior. Se puede decir que Antonio Gracia interioriza la exterioridad de Kipling, y nos muestra así que siempre hay una salida para seguir caminando, que caminar hacia dentro es también hacerlo en extensión, que detrás de toda devastación hay un sueño que sigue dando sentido al vivir. |
Nº 7 - Enero de 2006
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