Marx en Lavapiés, de Turlitava Teatro
por Alberto García-Teresa
La interrupción es un método fundamental para cortocircuitar la rutina. La descontextualización nos aporta esa extrañeza imprescindible para recuperar la mirada atenta, que se detiene y escrudiña lo que tiene delante de sí… y lo que queda oculto. En el fondo, se trata de romper nuestros esquemas acomodados, los que provocan la automatización de la percepción e incluso del pensamiento.
Con esas herramientas opera el último trabajo de Turlitava Teatro, quienes prosiguen indagando en espacios no convencionales con un sano y refrescante inconformismo.
En cualquier caso, debemos acercarnos a este Marx en Lavapiés despegándonos de la referencia, atendiendo a esta obra más allá de la versión y la adaptación que constituye del monólogo Marx en el Soho, de Howard Zinn, pues estamos hablando más bien de una fuente de inspiración o de una recreación. Se trata, en efecto, de un punto de partida que el equipo de Turlitava toma para reflexionar sobre el pensamiento de Marx, su puesta en práctica y su interpretación a lo largo de la Historia y su actualidad en nuestra sociedad, poniendo en juego las contradicciones y las críticas de una manera dialógica y explícita. Y todo ello avanzando en el trabajo escénico; planteando una propuesta escénica arriesgada y que resuelven espléndidamente. El texto de Benjamín Jiménez de la Hoz resitúa la obra, y hace de la confrontación explícita, encarnada, de ideas el motor de un debate que no hace más que abrir las puertas para que prosiga fuera del teatro. Además, los riesgos que asumen, en términos de dramaturgia y dirección, Victoria Peinado Vergara y Benjamín Jiménez de la Hoz ponen distancia con la pieza original y dotan a Marx en Lavapiés de entidad propia.
La obra nos trae al Marx maduro, que ha caído no sabe cómo en Lavapiés en la actualidad (el detalle de aparecer portando los periódicos del día es muy significativo). Junto a él, aparece una de sus hijas, Eleanor, y también Bakunin –que es presentando como tal pasados dos tercios de la obra, aunque interviene desde el primer momento–. A través de afilados diálogos, se repasan hitos y dobleces del pensamiento y de la vida de Marx, observados desde distintas perspectivas, y puestas en marcha para que se muestren en toda su complejidad. De este modo, el elenco se reduce a estos tres personajes, permanentemente en escena: Marx (Beatriz Llorente), su hija Eleanor (Nora Gerigh) y Bakunin (Francisco Valero).
Sin embargo, la inmersión que provoca siempre Turlitava en sus obras progresa en este proyecto. En Marx en Lavapiés, los personajes no sólo permanecen, se mueven y se cruzan con y junto al público en el mismo espacio, a centímetros, sino que interaccionan con él. Todos ellos se encuentran en la misma taberna, a la cual Marx, Bakunin y Eleanor lo han conducido y le han ofrecido cervezas. Allí se ejecuta el drama en tiempo real, coherentemente con el planteamiento discursivo de la obra. Y los personajes tocan al público, le preguntan, le reparten panfletos. No existe, por tanto, una distancia ficcional. Todo un riesgo, por otra parte, para Llorente, Gerigh y Valero. Se presenta, de este modo, un excelente juego con el espacio escénico, en el que saben moverse resueltamente los actores. A su vez, en el escenario se emplea una iluminación tenue, acorde con una taberna, aunque se permiten ciertos pequeños juegos expresivos con la luz para momentos muy puntuales.
De acuerdo con esa adaptación espacial, además de las abundantes alusiones tanto explícitas como veladas (como la emocionante recuperación del último discurso de Allende), aparecen constantes referencias contemporáneas, entre las que se incluyen menciones locales.
Por otro lado, constituye todo un acierto el encarnar a Marx con una mujer, sin caracterización, pero tratada como el auténtico Karl Marx en todo momento por el resto de personajes. Esta medida obliga al público a tomar lo que dice la actriz no como una enunciación de un pensamiento de un personaje histórico (o no sólo como tal), sino como unas ideas vivas, que se adaptan, que se reformulan, que pueden ser encarnadas por cualquiera. Así, además del obvio acercamiento y de la adecuación a la naturalidad y a la actualización con la que se plantea el drama, también se evita una reducción al guiño cómplice por parte del público; a la mera referencialidad histórica. De hecho, del mismo modo, Bakunin va despojándose de su ropa decimonónica y adquiere finalmente una estética punk. Así, él lleva a cabo un viaje con su propio cuerpo por el tiempo hasta la contemporaneización de sus ideas. No en vano, la figura de Bakunin en la obra constituye un contrapunto genial, pues enciende constantemente la escena. Rompe el ritmo, despierta comicidad en los momentos de mayor tensión dramática y responde con dureza al discurso de Marx. En ese sentido, su aportación crítica, atravesada coherentemente por una actitud antiautoritaria, simplificando, se basa en la oposición entre teoría y acción.
Y es que la obra se basa y se articula con la confrontación de discursos; la crítica y la autocrítica expuesta como careo de ideas. Se recupera el pensamiento de Marx con sus complejidades, con sus contradicciones. En ellas, por supuesto, entra en juego su vida. Por tanto, se exponen para ser juzgados tanto su obra como su propio personaje. Así, se manifiestan ataques y defensas también por parte de su hija en todos los sentidos. En esencia, ella apela a la actualización, y su personaje constituye el nexo que liga a Marx como teórico con el Marx como ciudadano, como padre. La obra apunta, entonces, a una relectura crítica de Marx, buscando los puentes y dejándonos sorprender por la vigencia de esas ideas.
Al respecto, Marx en Lavapiés ejerce una fuerte crítica a la ortodoxia marxista, a quienes toman sus libros como dogmas y que terminan por construir una nueva «casta sacerdotal» (como se señala literalmente) que conoce la verdadera interpretación de esos textos.
Todo ello se plasma a través de un texto plagado de frases chispeantes, y que logra construir un diálogo muy ágil, que sabe distribuir bien la tensión y la distensión. De todas formas, la duración de la obra está hábilmente medida para que el enfrentamiento que es el vértice del drama (aunque se desdobla, reconfigurando constantemente los antagonismos, en el choque de Marx con Bakunin, de Marx con su hija, de Marx consigo mismo y, finalmente, simbólicamente, de Eleanor con Marx y Bakunin) sepa mantener siempre el pulso y discurra de manera fluida, sin agotarse ni atorarse.
Así, esta apelación a la acción, a la insumisión, nos presenta una interesantísima propuesta escénica, un sugerente trabajo de autocrítica para el pensamiento revolucionario y nos sitúa, nuevamente, en el excelente camino, inquieto y renovador, que sigue recorriendo Turlitava Teatro.
Marx en Lavapiés
Compañía: Turlitava Teatro
Dramaturgia: Benjamín Jiménez
Dirección: Victoria Peinado
Reparto: Beatriz Llorente, Francisco Valero, Nora Gehrig
Gestión y distribución: Luis Illán
Producción: Jana Pacheco
Diseño: José Gonçalo Pais
Lugar: Teatro La Puerta Estrecha, Madrid